sábado, 23 de noviembre de 2013

- MONTAÑAS SAGRADAS EN EL PAIS VASCO Y SU MITOLOGIA ( capítulo 1)

MONTAÑAS SAGRADAS EN EL PAIS VASCO Y SU MITOLOGIA

Introducción 

El país vasco se encuentra situado en el extremo de la región conocida como “el levante”, formando una ruta natural de acceso a la península Ibérica. Los pirineos occidentales forman parte del territorio vasco o Euskadi, al igual que la cordillera cantábrica, la cual se abalanza sobre el agua en sus costas acantiladas y en el flysch que se extiende a modo de “dedos” hacia el mar. Cada región de Euskadi se encuentra dominada por una montaña de mayor importancia simbólica, tratándose habitualmente de elevaciones de baja altitud pero de topografía abrupta, atravesadas por caudalosos ríos que se precipitan en su corto trayecto hacia la costa. 

Compartido geopolíticamente entre Francia y España, el país vasco constituye una indivisible unidad cultural, fundada en la pervivencia de una lengua propia -el euskera- y de un sistema de creencias en el que la montaña juega un papel fundamental. La mitología es considerada, junto con la lengua Euskera, como el monumento cultural más importante del país vasco. 
En la provincia vasca de Guipuzkua existen dos regiones montañosas principales, en torno a los macizos de Aizkorri y Aralar. Los macizos tienen nombres genéricos pero cada montaña o pico en la “cordelada” recibe un nombre específico y suele estar vinculada a distintas leyendas. Tal es el caso del macizo de Aizkorri, cuyas faldas cubiertas de megalitos se asocian a la presencia de gigantescos “gentiles” y a los “agujeros de oro” resultantes del saqueo de los monumentos megalíticos. En tanto que el distintivo pico denominado Aketegui, el cual forma parte de las cumbres del macizo, constituye una de las moradas preferidas de Mari, la diosa vasca de las montañas. 
A lo largo de los siglos, las montañas del país vasco fueron habitadas por pastores adscriptos a un modo de vida transhumante con raíces que se remontan a la etapa Neolítica y cuyo sistema de creencias se ha mantenido en vigencia hasta la actualidad, siendo prueba de ello, el vigor de la mitología y de la lengua vascuence. Simultáneamente las montañas vascas fueron regularmente atravesadas por peregrinos cristianos en ruta hacia Santiago de Compostela y constituyeron la cuna geográfica de la Compañía de Jesús. 
La mitología da vívida cuenta de las tensiones emergentes entre la cosmovisión animista tradicional de los vascos al interactuar con el sistema de creencias cristiano. El conflicto se hace presente en la leyenda del caballero Teodosio de Goñi que narra el enfrentamiento entre el arcángel San Miguel y el dragón del monte Udalaitz; o en la leyenda del caballero Diego López de Haro y su mujer Mari, con pies de cabra, que huye a la montaña cuando el esposo cristiano se santigua.

La cosmovisión vasca es claramente animista y gira en torno a la figura de Mari como deidad femenina que mora en las montañas. La relevancia del principio femenino en el mundo vasco se entrevé en el carácter cíclico, nutricio, telúrico, lunar y acuático de su mitología, así como en la importancia otorgada ancestralmente a las cuevas como lugares de culto y a los motivos de círculos concéntricos, espirales y laberintos en el arte rupestre y en la decoración de la cerámica. La antigüedad de dicho sistema de creencias podría remontarse a varios miles de años siendo, que el sacerdote etnógrafo José Miguel de Barandiaran, ha señalado posibles vínculos a nivel simbólico entre los animales en el ciclo de Mari y las pictografías rupestres paleolíticas y neolíticas. 
Existen en el imaginario vasco entidades que obran como “dueñas” del entorno. En particular, cuando se trata de entornos boscosos o nemeton considerados sagrados en todo el mundo celta, y en el mundo celtíbero por extensión. Tal es el caso de Basajaun y la Basandere, el señor y la señora del bosque. El Basajaun tiene el aspecto de un hombre agricultor, molinero o herrero y su eficacia simbólica se manifiesta en la protección de los rebaños. También se encuentra Busgosu, un ser mitológico forestal con forma de árbol y cubierto de líquenes. Al igual que los duendes del bosque conocidos en el mundo vasco como Trasgus. 
Es así que conviven en el paisaje de Euskadi las ermitas en cumbres dedicadas a santos católicos con cuevas de brujas y aquelarres; los elevados picos rocosos donde mora Mari, la diosa vasca de la montaña, y las alturas de los cerros tapizadas de megalitos prehistóricos que el folklore atribuye a la fortaleza física y el conocimiento de los gigantescos “gentiles”. 

Montañas, Megalitos y Gentiles 

En el sistema de creencias vasco, las construcciones megalíticas aparecen vinculadas a la figura de los míticos gentiles; así como a la morada de brujas y al ocultamiento de tesoros. A diferencia de los conjuntos megalíticos en el norte de Europa, el emplazamiento de los megalitos ibéricos suele ubicarse en collados cercanos a las cumbres de cerros forestados; aspecto que aparece realzado por la toponimia. En las inmediaciones de la cima del cerro Akolaxtara se yergue el dolmen de Sagastieko Lepua, desde cuyo emplazamiento se admiran las cimas de los vecinos montes Urdaburu (“cima de oro”) y Adarra (“cuerno”). El nombre del dolmen hace referencia a su ubicación en un collado montañoso. Como es habitual en los dólmenes ibéricos, la cámara funeraria está orientada hacia la puesta del sol, quedando el cuerpo orientado hacia la salida del mismo, tradición que perdura en los cementerios y camposantos cristianos en el país vasco. 
Los cromlech del país vasco se diferencian también de otros círculos de piedra celtas por su carácter de monumentos funerarios. Las tumbas megalíticas suelen ser de cámara individual; aunque en algunos casos funcionaron como osarios que alojaron los restos de más de 30 difuntos. Los objetos materiales encontrados en dólmenes, en calidad de ofrendas funerarias, incluyen cerámica y cintillas de oro que contribuían a la función social de los cromlech como emblemas del poderío del clan o tribu.

El cromlech de Mulisko Gaina, emplazado en un llano en las alturas del cerro Oindi, consta de varios círculos de piedra y de un inusual domen de doble cámara. Tal como se desprende de su nombre en euskera -Muniskueko Gaina- se trata de un conjunto megalítico emplazado en un llano elevado. El sitio ha sido tradicionalmente asociado a los “gentiles” y descripto por los pastores vascos como “Kanpu santu zarra”; es decir, campo santo de los antiguos. Las tumbas de doble cámara con grandes losas se conocen como “jentilarri” o piedra de los gentiles.

Por su parte, los menhires habrían sido monumentos recordatorios para señalar en la geografía montañosa el lugar donde ocurriera un evento digno de memoria. En el abra de acceso al valle de Urbía que se extiende en las faldas del macizo de Aizkorri se yergue un pequeño menhir que, pese a su escasa altura, es reconocido por los pastores transhumantes como una “piedra sagrada”. 

El macizo de Aizkorri y los gentiles 

Los megalíticos característicos del paisaje arqueológico de Euskadi aparecen en la mitología vasca como estrechamente vinculados a los míticos “gentiles” a quienes se caracteriza como gigantes -usualmente deformes- que moran en las montañas. “Tártalo”, un gentil emparentado con los cíclopes de la mitología mediterránea, tiene su morada en un dolmen en el macizo de Aizkorri, cuya cima de 1528 metros constituye la máxima elevación de Guipuzkua. El paraje asociado con dicho megalito recibe la lógica denominación de Tártaloexte (“casa de Tártalo”). A la toponimia se suman los relatos folklóricos: el gentil Tártalo ha sido avistado personalmente por una anciana que pastorea en la región. 
En virtud de su descomunal tamaño, los gentiles son capaces de mover las grandes piedras empleadas en la construcción de dólmenes y cromlech; así como en la erección de menhires. También pueden arrojarlas violentamente cuando se enojan ante la presencia de ermitas cristianas construidas en sus montañas o durante la celebración de festividades religiosas. Uno de los gentiles más diestros en esta tarea es Sansorri -cuyo nombre remite a la figura bíblica de Sanson- el cual desde la costa cantábrica arroja piedras contra los barcos de los “filisteos”. 
En algunas narraciones, los gentiles arrojan las piedras valiéndose de una honda, aspecto llamativo en cuanto a su semejanza con lo referido en leyendas sudamericanas en las que, montañas antropomórficas, luchan entre sí arrojándose hondazos; o en los relatos que atribuyen los hondazos que transformaron el paisaje de los Andes a la figura de un mítico rey Inca. En otras ocasiones, la torpeza de los gentiles queda de manifiesto al caminar por los pastizales de montaña y resbalar sobre las heces frescas de las vacas.

Los gentiles dominan conocimientos (agricultura) y artes (metalurgia) antiguamente vedados a los cristianos. En la mitología vasca, la figura del héroe civilizador es ocupada por San Martín Txiki, un joven astuto y audaz quien fuera capaz de engañar a los gentiles para robarles el grano y así permitir que se introduzca la agricultura en la sociedad humana. Coloquialmente se lo conoce como Martinico o San Martinico y se lo caracteriza como físicamente débil pero intelectualmente dotado para asumir con astucia los desafíos que implica la apropiación de los conocimientos guardados por los gentiles. En este aspecto, los relatos sobre Martinico que he tenido oportunidad de escuchar en el país vasco me recuerdan en gran medida a las leyendas sobre el héroe cultural nórdico Askelod, cuya juventud y astucia le permiten enfrentarse a los trolls y rescatar exitosamente a la princesa cautiva.

El accionar de los gentiles aparece frecuentemente asociado a Mari, al igual que a la figura de ciertos genios masculinos. A uno de estos genios, llamado Maide, se atribuye la ayuda recibida para la construcción de dólmenes y cromlech. En general, los genios masculinos en la cosmovisión vasca -incluso los genios malignos como Inguma, capaz de ahogar a sus víctimas- aparecen vinculados al aspecto tremendo de Mari, la diosa de las montañas. 

Montañas y tesoros en el país vasco 

La toponimia vasca abunda en nombres de montes que hacen alusión a tesoros. Tal es el caso del cerro Urdaburu, cuyo topónimo se traduce como “cima de oro”. En las inmediaciones del macizo de Aizkorri se conoce una cumbre bautizada “agujero de oro” en razón del saqueo sufrido por un dolmen erigido en su alturas. 
Por su parte, las leyendas vascas también vinculan a las montañas que albergan sitios megalíticos con legendarios tesoros, en relatos que aluden a “campanas de oro” y “pellejos de buey”. La similitud de dichos relatos con leyendas de “campanas de oro, “cogotes” y “toros con astas de oro” que se conocen en zonas cordilleranas de los Andes sugieren que las versiones americanas se habrían nutrido sustancialmente de la mitología vasca aportada durante la conquista española. 
El monte Irukurutzeta (896 m) cuenta en su geografía con varias estaciones megalíticas, entre ellas la de Elozua Placencia, dotada de 14 dólmenes. Las leyendas vascas atribuyen a la montaña la custodia de “12 palancas de oro”, “odres y fudres” y también “un cofre lleno de oro”. Se dice que los franceses, durante las guerras napoleónicas, cargaban con una “cucha de oro” y que al enterarse de la derrota de su ejército, enterraron su contenido envuelto en el pellejo de un buey en algún lugar secreto de la cima de esta montaña. No pueden dejar de advertirse las semejanzas con los relatos andinos en los que el tesoro enterrado en la cima de una montaña es parte del “rescate de Atahualpa” que los Incas transportaban para la liberación de su emperador cautivo y que decidieron esconder en la montaña al enterarse que Atahualpa había sido ejecutado por los españoles. 

Montañas, Ermitas y Romería 

La montaña cumple un rol destacado como escenario de ritos religiosos de importancia calendárica en el país vasco. El primero de Enero es tradición ascender a la cima más significativa para cada aldea. En Navidad “lo primero para los vascos es ir al monte”. Durante la noche de San Juan es costumbre que se enciendan hogueras en todas las cumbreras y que los jóvenes sean los encargados de saltarlas ceremonialmente. El solsticio de verano es celebrado también con abluciones y baños purificatorios. 
Entre los árboles que pueblan las forestadas laderas de los montes vascos se reconocen ciertas especies a las que se consideran “árboles buenos”, entre las cuales se cuenta el fresno, por las propiedades mágicas de sus ramas para proteger los hogares de los rayos e incendios; el laurel, de uso culinario y el espino al que se vincula usualmente con las apariciones de vírgenes. La madera de los “árboles buenos” es habitualmente empleada para la confección de cruces de palillos que se colocan en las puertas de las casas para protección de sus moradores. Idéntica función cumplen las flores de Eguzki-lore colocadas en los dinteles de las ventanas y puertas. 
Las ermitas erigidas en relación con rasgos sacralizados del paisaje vasco, tales como montañas, árboles o fuentes, invitan a la peregrinación orientada a la curación de distintas dolencias. En la ermita de San Prudencio, los romeros vascos llevan ofrendas de aceite de oliva y ovillos de hilo que presentan a cambio de la oportunidad de moler una piedra cuyo polvillo cura la psoriasis. En la ermita de San Elías, las mujeres se lavan “las partes” en una bañera de piedra llena de agua que gotea de la roca con la esperanza de poder concebir un hijo. 

El monte Uzturre y la ermita de Isazkun 

El monte Uzturre es una montaña forestada cuya ladera más abrupta forma un precipicio que domina a la aldea de Tolosa, otorgándole un dramático telón de fondo. La montaña está coronada por una gran cruz, la cual no ha sido erigida sobre la cumbre misma sino hacia un lado, en la cima del precipicio. Dicho emplazamiento es visitado cotidianamente por residentes de Tolosa que combinan en el ascenso al monte Uzturre una actividad física (en carácter de entrenamiento deportivo o de simple ejercicio saludable) junto con una actividad religiosa, como es la visita a la ermita de Isazkun, situada a mitad de camino, en las alturas de la montaña. 
Durante todo el mes de Mayo, la visita a la ermita se acompaña con asistencia diaria a misa en horas del amanecer, puesto que durante esas cuatro semanas los vascos de la aldea Tolosa realizan su “romería a Isazkun”. Incidentalmente, escuche acerca de dicha tradición vasca mientras cenaba en una de las típicas “sociedades gastronómicas” de Tolosa -en la que solamente cocinan los hombres-. El anfitrión y cocinero comentaba a los comensales que, pese a la lluvia y el frío imperantes, no pensaba dejar de ascender al monte Uzturre al día siguiente, para lo cual tenía prevista la partida alrededor de las cinco de la mañana, con el fin de llegar a tiempo a la misa en la ermita y tener también el tiempo necesario para ascender a la cruz y descender luego al pueblo, en horario para el inicio de sus actividades laborales cotidianas.
Dado que mi visita al país vasco coincidió con el mes de romería al monte Uzturre, tuve eventualmente oportunidad de realizar la ascensión acompañada del alcalde de la aldea de Tolosa. Me conmovió la fe y devoción de los “romeros” -en su mayoría ancianos y ancianas vascas- que asistían a misa en la ermita de Izaskun, habiendo ascendido al amparo de las frías sombras de la madrugada para recitar sus plegarias y salmos en lengua euskera. Al finalizar la celebración católica, y tras saludar al sacerdote en la pequeña sacristía, emprendimos el ascenso hasta la cruz a pesar de las reiteradas advertencias que oímos en razón de los fuertísimos vientos que soplaban aquella mañana, los cuales se decía que podían convertir las inmediaciones del precipicio en una trampa mortal para cualquier incauto. 
Las cruces de gran tamaño situadas en las alturas de numerosas montañas vascas, como en el caso del monte Uzturre, fueron allí colocadas después de la guerra civil española a pedido del papa Pío XII, para protección de los pueblos y aldeas a sus pies. Ya desde 1901, la iglesia católica romana había ordenado la “cristianización” de las montañas vascas mediante la colocación de cruces en sus cimas, en un proceso que en algunos aspectos se asemeja al que se llevara a cabo durante las campañas de extirpación de idolatrías en las montañas andinas. 
La montaña es también un espacio de inspiración y esparcimiento para renombrados artistas vascos, al igual que para artesanos locales que eligen refugiarse en la naturaleza boscosa de sus laderas, manteniendo estilos de vida menos convencionales que los de sus compatriotas aldeanos. 

El monte Ernio y su romería 

El macizo del Ernio ocupa una posición central en la geografía de la provincia vasca de Guipuzkua. Dotado de cuatro cumbres, su distintivo perfil aserrado suele permanecer oculto entre las nubes y neblinas típicas de Euskadi, llamando la atención al ser observado en días claros desde cualquier otra montaña de la región cantábrica, incluyendo los montes Urgull e Igueldo, que custodian la bahía de la concha en la ciudad costera de Donosita -San Sebastián-. 
El monte Ernio es caracterizado por los vascos como un lugar de romería y hasta como una “montaña mágica” o “cerro que desprende magia”. En efecto, una de las cimas principales del monte Ernio, es ascendida colectivamente en romerías anuales (también en forma circunstancial por devotos particulares), lo que la convierte en un importante centro de peregrinaje donde se llevan a cabo ritos sincréticos de purificación y sanación propios del catolicismo popular vasco. 
El santuario se encuentra emplazado en la cima de mayor dramatismo paisajístico en todo el macizo montañoso, puesto que suele vérsela rodeada de nubes que cubren y descubren alternativamente los precipicios aparentemente inexpugnables que la flanquean por varios lados. Dicha cumbre reúne en sus características topográficas un limitado espacio físico relativamente llano -de unos quince metros de extensión por cinco metros de amplitud- que hace posible la congregación de fieles para la veneración de las cruces allí erigidas. Se trata no sólo de la gran cruz que tradicionalmente corona a las montañas vascas, sino también de innumerables cruces de distinto porte y tamaño, plantadas ad-hoc por los peregrinos, las cuales llegan a ocupar gran parte de la superficie rocosa sobre la cresta. 
La apariencia abrupta de la cresta del monte Ernio contribuye a la percepción alternativa de la montaña como lugar peligroso; caracterización que se desprende de una leyenda que describe esta montaña como último refugio de los antiguos vascones en su resistencia contra la invasión romana. El dramatismo del relato legendario se ve aumentado ante la referencia a numerosos vascos ancestrales, quienes en su heroico intento de evitar caer prisioneros, se habrían suicidado lanzándose al vacío desde las abruptas peñas del Ernio. 
Dos son las rutas de ascensión utilizadas para llegar a la cima del monte Ernio.  La ruta más frecuentada asciende desde una antigua ermita, por la rocosa dorsal del cerro hasta el refugio de montaña de Zelantun, para continuar desde allí por un camino tallado en la roca viva hasta la cima donde se encuentran las cruces resultantes de la devoción popular. Tratándose de la ruta más corta y de menor desnivel, es la más frecuentemente elegida por los romeros en su peregrinación a la cima del Ernio. 

Recorrí este camino, referido coloquialmente como “la ruta de Zelantun” bajo una fuerte tormenta de primavera, con espesas cortinas de lluvia, temperaturas muy bajas y fuertes vientos, que motivaron que las dos mujeres residentes en Tolosa con quienes ascendía en aquel momento me imploraran que no continuara más allá del refugio de Zelantun. Según me explicaban, la montaña era tan peligrosa que muchas de las cruces plantadas en la cima aludían a las numerosas vidas que el Ernio se había cobrado hasta entonces. En honor a la verdad, la apariencia de la montaña con su cresta envuelta en nubes y azotada por los vientos era francamente sobrecogedora.
La segunda ruta de ascensión parte de la localidad de Urkizu, en los altos que rodean a la aldea de Tolosa, y asciende hasta la cumbre menor más distante, para luego “crestear” por las abruptas cimas que se suceden en la geografía del Ernio, hasta llegar a la cumbre donde se encuentra el santuario. El ascenso es mucho más largo por esta vía; pero esta vez me acompañaban un sol espléndido y una pareja de veteranos montañistas vascos residentes en Urkisu, con quienes había compartido un opíparo almuerzo. Cuando llegamos a la cima, me explicaron que las cruces en las alturas del Ernio son plantadas como exvotos de agradecimiento por la salud recuperada o erigidas en memoria de personas fuera del ámbito de la montaña. Solo me fue referido un caso concreto de muerte por despeñamiento en un devoto cuyo equilibrio y buen juicio se vieron afectados por un exceso en la bebida. 
La más importante romería al monte Ernio tiene lugar en el mes de Septiembre, cuando incontables peregrinos ascienden a sus alturas para santiguarse frente a las cruces de la cima y llevar a cabo un rito por demás peculiar. El rito se repite en las visitas periódicas que los devotos repiten a la cima del cerro durante el transcurso del año, en fines de semana. Junto a un arbusto en la precumbre del cerro, una antigua cruz de piedra sostiene unos aros de metal de aproximadamente medio metro de diámetro, a través de los cuales hay que introducir la totalidad del cuerpo, comenzando por la cabeza y terminando por los pies o viceversa. La creencia popular vasca afirma que dicho ritual previene enfermedades y que resulta eficaz para aliviar padecimientos como el reuma, que resultan tan típicos entre los ancianos residentes en un clima húmedo y fresco como el de los bosques de Euskadi. La picardía vasca refiere también que el fervor devoto de ciertas señoras corpulentas ha terminado en más de una oportunidad con sus talles irremediablemente atorados dentro del aro de hierro, requiriendo la intervención de algún herrero experto para liberarlas.

El elemento de los aros de metal puede estar relacionado simbólicamente con las cadenas que los penitentes medievales cargaban en sus ascensos purgativos a las montañas, como se desprende de la leyenda del caballero Teodosio de Goñi, de quien se dice que hacía penitencia en el macizo de Aralar cargando pesadas cadenas para purgar el asesinato involuntario de sus progenitores. 
Cabe por último señalar las similitudes que el monte Ernio presenta con respecto al pico pirenaico de Montsegur, al que también se describe como una montaña cargada de “magia” y como “último refugio” de los cátaros, quienes pese a haber sido históricamente quemados en una hoguera al pie del cerro, las leyendas populares recuerdan como saltando al vacío desde los abruptos precipicios de la montaña. 

El monte Izarraitz: entre santos y hechiceras 

Izarraitz es un macizo montañoso constituido por una cumbre principal redondeada y por un pico abrupto que se yergue a su lado. El pico abrupto, conocido como Oiz, es una de las moradas temporarias de Mari, la diosa de las montañas vascas. La cumbre principal del monte Izarraitz ostenta en cambio una estatua de San Ignacio de Loyola, fundador de la orden religiosa de la Compañía de Jesús. En sus faldas se asientan los poblados de Azpeitia y Azkoitia, que disputan ancestralmente el privilegio de ser la cuna de tan eminente santo de la iglesia católica. Se dice que la estatua en la cumbre del monte Izarraitz ha sido en alguna ocasión “dada vuelta” procurando que “apunte su protección” hacia algunos de los poblados en disputa.

jueves, 7 de noviembre de 2013

- LA ARAÑA BLANCA. HEINRICH HARRER

HEINRICH HARRER
LA ARAÑA BLANCA. HEINRICH HARRER
DRAMÁTICA HISTORIA DE LA ASCENSIÓN A LA PARED NORTE DEL EIGER
CAPÍTULO: ALGUNA VEZ TIENE QUE CONSEGUIRSE.

El martes 27 de agosto llegan a la montaña amigos muniqueses de los dos escaladores. Entre ellos están el hermano de Sedelmayr y Gramminger, quien más tarde alcanzará renombre mundial como especialista de salvamento en montaña. Los amigos lo intentan todo para llevar ayuda, pero no hay nada que salvar. Nada se puede ver ya. Ni desde cima, ni desde las torres de la arista oeste, ni tampoco desde abajo. No se ve ni se oye nada. Ni desde cima, ni desde las torres de la arista oeste, ni tampoco desde abajo. No se ve ni se oye nada. Ninguna voz humana interrumpe ya la melodía propia del Eiger. Es imposible atacar ahora la pared desde abajo e inimaginable llevar ayuda alguna desde arriba. El hermano y los amigos –los mejores y más experimentados alpinistas– se encuentran impotentes ante el poder desatado de la naturaleza.

 Aviones militares suizos intentan en los días siguientes sobrevolar la pared, pero no consiguen descubrir ni el menor rastro de los desaparecidos. Semanas más tarde, el 19 de septiembre, cuando por fin mejora el tiempo, llega Ernst Udet, el más acreditado piloto de Alemania. . Es una extraña providencia del destino, pues en 1928 el Dr. Arnolf Fanck había introducido a Udet en la técnica de vuelo en montaña durante el rodaje de la película Die weisse Hölle vom Piz Palü (el infierno blanco de Piz Palü). Entonces todo había sido como un juego: Udet tenía que acercarse en avión lo más posible a la pared de hielo para encontrar a unas personas que se habían equivocado al escalar y dirigir las tareas de salvamento. Pero ahora se trataba de una realidad trágica. Y ya no estaba en juego salvar a alguien, sino tan sólo encontrar los cuerpos. Fritz Steuri, extraordinario guía de montaña y esquiador de Grindelwald, se encargó de acompañar a Udet en esa temeraria empresa. Se acercaron hasta unos veinte metros de la pared y allí descubrieron a uno de los desaparecidos –¿Sedelmayr o Mehringer?– metido hasta las rodillas en la nieve, congelado de pie en el último vivac en el extremo de la Plancha. Desde entonces ese lugar se llama el Vivac de la Muerte.

Así pues, dos hombres quedaron para siempre en la pared. Pero la valentía no se había extinguido, como tampoco el deseo de penetrar en lo desconocido. Se decidió buscar los cadáveres y, de ser posible, rescatarlos el año siguiente.

«Ya no puedo más…»

 Albert von Allmen tiene una cara intemporal. Puede aparentar unos treinta y cinco o unos cincuenta y cinco años. Es un hecho frecuente en los alpinistas, hombres de la montaña, cuyos rasgos están marcados por el viento y las tempestades: en su juventud parecen más viejos y en la vejez más jóvenes. 

 La montaña siempre ha sido el maestro severo y el amigo de confianza de Allmen, aunque su profesión lo lleve más bien por dentro de la montaña que por su superficie. Albert es guardavía del ferrocarril del Jungfrau. Es, pues, responsable de vigilar las vías que atraviesan el interior del Eiger. Pero la verdad es que a él le interesa todo lo que ocurre en el exterior. Bien es cierto que no comprende totalmente a los jóvenes que allá fuera intentan atravesar la terrible pared del Eiger de abajo arriba, pero aunque los considera algo locos su corazón está con ellos Von Allmen tiene ojos bondadosos, rodeados de numerosas arrugas pequeñas, que no sólo delatan preocupaciones y vida dura de montaña, sino también el placer de reír. 

Anderl Hinterstoisser
y Toni Kurz
El 21 de julio de 1936, Albert se dirige al boquete del túnel situado en el kilómetro 3,8. Es martes y, ya desde el sábado 18 de julio, cuatro alpinistas se encuentran en la pared: dos austriacos, Edi Rainer y Willi Angerer, y dos bávaros, Anderl Hinterstoisser y Toni Kurz. Especialmente el alegre Toni Kurz se ha ganadoel cariño de todos. Y no sólo porque es guía profesional de montaña, sino porque cuando Toni ríe es como si todo el mundo se riera con él. 

Todos son jóvenes: el de más edad, Angerer, tiene veintisiete años, y Kurz y Hinterstoisser sólo tienen veintitrés. Han escalado la pared muy alto, casi tanton como los dos del año pasado, Sedelmayr y Mehringer. Aquéllos nunca regresaron, pero estos cuatro regresarán, pues lo observado en los últimos días da pie a tener fundadas esperanzas de que esta vez todo terminará sin catástrofes.

Una forma tan extraordinaria de escalar no se ha visto por aquí todavía. Bien es cierto que parece ser que uno de ellos –supuestamente Angerer– ha sido alcanzado por una piedra y que por esa razón el grupo se movía más despacio desde hace dos días y habían decidido regresar. La visión de ese descenso sobre los neveros sometidos a caídas de piedras y aludes resultaba espantosa. Pero valientemente y sin vacilaciones, aunque muy despacio, eso sí, los cuatro seguían descendiendo, acercándose ya a esa zona de escalada más sencilla que les traería la salvación. Los tres hombres aún sanos se esforzaban por cuidar al que, de toda evidencia, estaba herido.

Edi Rainer y Willi Angerer
Albert von Allmen piensa en los turistas domingueros y excursionistas que en la estación de Eigerwand se acercan al borde de los ventanales para observar esa horrorosa profundidad e incalculable altura de la pared del Eiger. Más abajo, en Kleine Scheidegg y en Grindelwald, la gente no despegaba los ojos de los prismáticos y catalejos.

Tienen que volver, piensa Albert von Allmen. Sus sentimientos, de todo corazón, acompañan a esos muchachos, a esos cuatro jóvenes de la pared. Por eso permanece atento a cómo se encuentran.

Allmen abre el grueso cerrojo de la pesada puerta de madera que cierra el boquete del túnel y sale al exterior. Cientos de veces ha salido ya por aquí y la visión de la pared le resulta conocida. Pero hoy le parece especialmente espantosa, quizá porque sabe que hay personas en ella. La roca está vidriosa, recubierta ta de hielo. Aquí y allá escucha el ruido de piedras al caer. Algunos de estos proyectiles descienden veloces por los aires cientos de metros en caída libre con un maléfico zumbido. Luego, de nuevo, se desploma la nieve, los aludes: verdaderas cataratas de hielo y nieve. La idea de que hay seres humanos en este infierno vertical es agobiante. ¿Seguirán aún con vida?

Von Allmen grita, luego escucha y repite nuevamente su llamada. La respuesta que recibe es nítida y alegre. Cuatro voces jóvenes responden cantando a la tirolesa. Albert no puede ver a los cuatro, pero por el sonido no deben encontrarse a mucho más de 100 o 150 metros por encima de él. Bien es cierto que a él le resulta incomprensible cómo pueden descender por esas rocas verticales o desplomadas cubiertas de hielo y marcadas por la caída de rocas. Pero esos locos muchachos han mostrado ya muchas veces que es realmente posible escalar incluso en lugares imposibles. Y sobre todo –lo más importante– llega esa llamada proveniente de arriba que da alegría: «¡Bajamos en línea directa. Todos estamos bien!»


Anderl Hinterstoisser 
y Toni Kurz
Todos están bien. El corazón del guardavía, de alegría, bate más rápido. «¡Os voy a hacer un té!», responde. Contento y con sonrisa de satisfacción regresa al interior por la puerta del túnel, entra en su barraca y pone a calentar una enorme olla de agua. En sus pensamientos ya ve cómo llegan esos cuatro jóvenes. Agotados, quizás con heridas abiertas por las piedras, con algunas congelaciones, pero vivos y felices. Y él irá a su encuentro con ese té humeante. Y es que no hay otra bebida mejor que el té cuando se está agotado y transido de frío. Es un elixir de vida. Lo único fastidioso es que se necesite tanto tiempo hasta que el agua empiece a hervir y los jóvenes van a llegar enseguida.

Hace ya buen rato que el té está preparado, pero los jóvenes no llegan. Albert von Allmen reduce al mínimo la llama bajo esa bebida dorada, para que se mantenga caliente y no se consuma.

Los jóvenes no llegan, y el guardavía tiene mucho tiempo para reflexionar sobre todo ello…

En realidad no se puede reprochar a las personas ávidas de sensaciones que se agolpen alrededor de los prismáticos y telescopios, pues las escaladas a la pared del Eiger se han convertido en un asunto público. Los periódicos y la radio se han apoderado del «Caso Pared del Eiger». Algunos de los reportajes son buenos y parecen haber salido del alma de los alpinistas. Otros, sin embargo, no muestran ningún conocimiento especializado sobre el tema.

El año 1936 empezó de manera terrible. Al principio llegó el grupo de Múnich de Albert Herbst y Hans Teufel, quienes se presentaron en Kleine Scheidegg a finales de mayo. ¿Para buscar, quizás, a los muertos del año pasado? Seguro que también habían pensado en eso, pero su meta secreta era sin duda la escalada de la pared. Eran unos alpinistas excelentes, ciertamente. Pero tal vez les faltara esa gran calma y serenidad que caracteriza al maestro consumado.

No perecieron en la pared del Eiger, pues habían comprobado que hubiera sido un suicidio iniciar una escalada de esa pared gigantesca, cuando todavía reniaban allí unas condiciones casi invernales. Pero la espera se les hizo insoportable.

Según el calendario ya era verano, pero las tormentas y la nieve seguían cayendo. Teufel y Herbst decidieron, como entrenamiento preparatorio, subir la pared norte del Schneehorn, una pared pura de hielo y nieve, no escalada hasta entonces. Las condiciones eran todo menos favorables, pues la nieve fresca todavía no se había fundido con la vieja. No obstante, los dos iniciaron la escalada de la pared y llegaron hasta justo debajo de la cornisa de nieve de la cima, donde tuvieron que vivaquear. Aguantaron bien ese vivac a la intemperie, y pisaron la cumbre al día siguiente.

Todo parecía estar en orden, pero durante el descenso por una ladera de nieve se desató un alud que arrastró a ambos 200 metros. Teufel chocó contra el borde de una grieta del glaciar rompiéndose la nuca. Herbst salió con vida del accidente. Un maléfico comienzo…

Algunos días más tarde llegan dos austriacos, Angerer y Rainer, y colocan su tienda en Kleine Scheidegg. Son alpinistas experimentados, pero sobre todo unos magníficos escaladores. Y como tales son también maestros en encontrar caminos por terreno de roca vertical. Recuerdan lo difícil que fue vencer el pilar situado por debajo del Primer Nevero y cómo Sedelmayr y Mehringer se desgastaron allí completamente. Tiene que haber una vía más a la derecha: a través de los que más tarde se llamarían Primer Pilar y Pilar Descompuesto, en la proximidad del inescalable Rote Fluh, Muro Rojo, vertical como una plomada y completamente liso. Debajo de éste se debería encontrar un paso transversal que conduzca hasta el Primer Nevero. Pero, ¿será realmente posible realizar en ese punto de la pared una travesía?

El día lunes 6 de julio Angerer y Rainer atacan la pared por el nuevo itinerario que han ideado.

¿Qué aspecto presenta la pared en ese momento? Othmar Gurtner, el gran alpinista suizo y editor alpino, escribe al respecto el 8 de julio en la revista deportiva Sport:

«Un tiempo caprichosamente cambiante ha impedido en las últimas semanas el progreso de fusión de la nieve. Frecuentes nevadas y días fríos y ásperos han conservado la nieve en polvo en las zonas de sombra a
partir de los 2.500 metros… Un estudio exhaustivo de las condiciones de la pared del Eiger, llega a la –engañosa– conclusión siguiente: las zonas bajas de la Pared Norte e incluso los dos neveros situados por encima de la estación de ferrocarril Eigerwand invitan, debido a su gruesa capa de nieve, a la escalada en el frío de la madrugada, siendo posible, en ese tipo de nieve, avanzar rápidamente sin usar el piolet. Pero a esa nieve le falta aún la fusión, es decir la sólida cohesión con la nieve vieja, comportándose, pues, como nieve típica de invierno a causa de la parca exposición al sol en la pared del Eiger. Más arriba, en la propia estructura casi vertical de la cima, la nieve polvo está pegada a las rocas como por golpe de escoba. Entremedio brilla el hielo… Este hielo tiene su origen en el agua de deshielo que cae del techo de la montaña. Mientras este hielo cuelgue de la estructura de la cima, toda la pared del Eiger estará fuertemente amenazada de caída de seracs. Además, en estos momentos se puede constatar la existencia de verdaderos «arroyos» y de numerosos agujeros por impacto en la nieve, muy cercanos unos de otros. La pared se encuentra ahora en ese estado entre el verano y el invierno que produce espanto…»

 Angerer y Rainer han estudiado la posibilidad de realizar una travesía por la parte inferior de la pared; vivaquearon por debajo del Muro Rojo y descendieron al día siguiente, 7 de julio. Alcanzan su campamento completamente mojados y cansados, pero sanos y salvos. «Regresaremos en cuanto las condiciones sean más favorables», dicen.

Ya los periódicos husmean nuevas sensaciones, y sus lectores, claro está, tienen derecho a ser informados con exactitud de lo que está sucediendo en el Eiger, ahora que los intentos de escalada se han convertido en el punto de atención del público. Los reportajes se parecen casi a los boletines del Estado Mayor del Ejército, a informes bélicos, y sus titulares así lo muestran: «En combate contra la pared del Eiger», «Encuentro de acróbatas en la pared del Eiger», «Nueva vida en la pared del Eiger», «Tregua en el Eiger», «El cerco se estrecha» «Rechazado el primer ataque». Y, a veces, se atreven incluso a hacer un juego de palabras y hablan de la «Pared asesina del Eiger».

Pero, naturalmente, en los periódicos del 7 y 8 de julio el tono es de alegría general por el regreso, sanos y salvos, de Rainer y Angerer. Bien es cierto que todos los movimientos y palabras de ambos hombres son desmenuzados e interpretados a placer, pero los alpinistas sólo quieren tranquilidad, y, puesto que no se la conceden, ellos se defienden a su manera utilizando algunas palabras que suenan exageradas. «¡Volveremos!» Qué arrogancia, después de ese vivac espantoso, descrito en muchos periódicos como una lucha a vida o muerte. Y Angerer y Rainer se burlan diciendo: «No, no, el vivac no fue tan espantoso. ¡Si sólo nos mojamos un poquito!».

Por esa época aparece un artículo bienintencionado en el periódico Bund, de Berna, en el que se podía leer: «Quien haya conocido a estos dos muchachos amables y agradables les ha de desear sinceramente que esa aventura termine bien».

Pero ni la burla ni la seriedad pueden detener los sucesos, y así, el 18 de julio de 1936 las dos cordadas, Angerer-Rainer y Hinterstoisser-Kurz, inician el ataque a la pared. Por separado, al principio. A la altura en la que los dos austriacos habían vivaqueado la vez anterior se unen los cuatro. Forman un equipo. Se trata de una empresa audaz y poco común, pero no pensada a la ligera.

Andreas Hinterstoisser
Una vez pasada la Fisura Difícil situada por debajo del Muro Rojo, es Andreas Hinterstoisser el primero en conseguir la travesía hasta el Primer Nevero, haciéndolo casi conforme a las reglas, con ayuda de una cuerda. Esta técnica para realizar travesía con un péndulo colgado de la cuerda, la había inventado y ejecutado el magistral escalador de roca Hans Dülfer ya antes de la Primera Guerra Mundial, durante la escalada de la pared este del Fleischbank y de la pared oeste del Totenkirchl, demostrando así que, con ayuda de una cuerda, se podían salvar zonas aparentemente inescalables. En aquella época apareció una broma sobre esta técnica de Dülfer: «Se avanza hasta donde se pueda, y cuando cuaquier avance es ya definitivamente imposible, se hace una travesía y se sigue avanzando.»

Andreas Hinterstoisser lleva a cabo una travesía de ese tipo en la pared del Eiger, dando así el paso clave de la vía. Cuando han pasado todos, retira la cuerda de la travesía, y al hacer esto retira también la llave de la puerta de retorno –quedando ya clausurada–, esa puerta necesaria en caso de verse obligados a volver atrás… Pero, ¿quién piensa en volver atrás?

Los cuatro hombres son observados con prismáticos, y los espectadores olvidan las críticas anteponiendo ahora elogios y admiración por la rapidez y seguridad con que las dos cordadas superan el vertical Primer Nevero, siguen ascendiendo y llegan luego a esa gran pendiente que es la barrera entre el Primer y el Segundo Nevero. Esas rocas tienen forzosamente que ser difíciles, eso ya se sabe desde el intento del grupo Sedelmayr-Mehringer.

Pero de repente algo parece haber ocurrido. La segunda cordada –la de Raner y Angerer– sólo avanza ahora con lentitud e inseguridad detrás de la primera. Hinterstoisser y Kurz se acercan ya a las rocas por encima del Muro Rojo, mientras que los dos otros permanecen parados largo rato. Enseguida se puede apreciar que uno de ellos se apoya en su compañero. ¿Habrá ocurrido algún accidente?

Nunca se sabrá lo que sucedió exactamente, pero, al parecer,Angerer había sido golpeado por una roca y Rainer intentaba ayudar a su amigo. Más tarde vemos que Hinterstoisser y Kurz tiran una cuerda desde donde se encuentran, un lugar al abrigo de la caída de piedras, seguramente. Juntos consiguen subir a Angerer. Rainer sube luego rápidamente sin utilizar la cuerda para asegurarse.

Ese pequeño nido de roca sobre el Muro Rojo es el primer vivac de los cuatro hombres. ¡Es increíble la altura que han alcanzado esos alpinistas! ¡Ya han dejado más de la mitad de la pared por debajo de ellos!

Domingo 19 de julio

Los prismáticos allá abajo están de nuevo sitiados. Cuando los cuatro hombres abandonan su vivac ya son las siete de la mañana. ¿Cómo se encuentra el herido? Bien, por lo visto, pues no vuelven atrás sino que avanzan escalando sobre el enorme Segundo Nevero. No obstante lo hacen con más lentitud que el primer día. ¿Están todos cansados o sólo se encuentra mal el herido? Lo que sí es evidente es que los cuatro forman ahora una única cordada.

El tiempo no es bueno, pero tampoco especialmente malo. Para las condiciones generalmente dominantes en el Eiger es incluso soportable. Ese domingo la cordada alcanza la Plancha. Angerer, Rainer, Hinterstoisser y Kurz se asientan en su segundo vivac a la intemperie, por debajo del Vivac de la Muerte de Sedelmayr y Mehringer. El rendimiento del día ha sido bueno, pero no lo suficiente para asegurar el avance definitivo hasta la cima el día siguiente. ¿Cómo será la noche? ¿En qué estado está Angerer y los demás?

Los espectadores allá abajo, en el valle, no saben nada. Se retiran, pues, los curiosos, los reporteros, los guías de montaña, los alpinistas. Mañana ya se verá.

Lunes 20 de julio

De nuevo dan las siete antes de que en el campamento de altura se pueda apreciar movimiento. Es un sitio diminuto en el que apenas caben los cuatro sentados.

Los primeros en comenzar la escalada por la inclinada roca que lleva hasta el Vivac de la Muerte son de nuevo Kurz y Hinterstoisser. Treinta minutos más tarde se quedan parados. Los otros no los siguen. Lo que hayan podido hablar entre ellos, no se sabe. En cualquier caso la decisión es amarga y decisiva para los primeros y de vital necesidad para los segundos. Al parecer Angerer ya no está en condiciones de proseguir la escalada.

De repente se ve bajar al grupo de Hinterstoisser hacia el vivac. Allí se quedan largo tiempo. Después inician todos el descenso. La vida humana es más importante que la escalada de la pared.

Descienden con relativa rapidez el Segundo Nevero, pero el descenso en rápel hacia el Primer Nevero –pasando por el resalte de roca– se prolonga durante horas, y cuando lo alcanzan, cae ya la noche. Los cuatro se asientan a la intemperie cerca del lugar en que Sedelmayr y Mehringer habían vivaqueado por
segunda vez. Todos y cada uno de los hilos de la ropa que envuelve sus cuerpos deben de estar empapados. Este tercer vivac les va a robar energía, pero deben conservar alguna para el cuarto. La altitud que han perdido hoy es escasa, tan sólo 300 metros. La pared se hunde todavía 900 metros por debajo de ellos, pero cuando dejen tras ellos la travesía y la Fisura Difícil, ya no quedará lejos el valle salvador. Además, conocen bien ese terreno.

La travesía…
Es la meta más importante de este nuevo día, martes 21 de julio. Los cuatro parecen haber resistido relativamente bien el tercer vivac, pues se les ve descender por el Primer Nevero con bastante celeridad hasta el lugar en que desemboca la travesía. Pero en ese momento los espectadores sólo ven a tres
hombres. ¿Se habrá caído uno?

Hay bancos de niebla alrededor de la pared. Se levanta una tormenta. El ruido de las piedras al caer se vuelve más intenso y aludes de nieve polvo barren la ladera por la que todavía ayer pasaba el itinerario de descenso. Cuando los cuatro dejen tras de sí la travesía, se habrá acabado también el peligro más agudo debido a la caída de piedras. ¿Pero dónde está el cuarto escalador?

Cuando el telón de nubes se abre nuevamente, la gente puede ver otra vez a cuatro hombres a través de los prismáticos. Angerer parece estar fuera de combate, pues no participa activamente en el intento de superar la travesía. Esa tarea parece haberla asumido, sobre todo, sólo uno de ellos. Debe tratarse seguramente de Anderl Hinterstoisser, el primero en superar el paso clave. Pero allí ya no hay cuerda y las rocas no parecen ahora estar en condiciones para la escalada libre.

El tiempo está cambiando con rapidez y empeora ostensiblemente. La lluvia que ha estado rociando permanentemente las rocas debe haberse convertido en hielo, y los especialistas empiezan ya a presentir la tragedia: el camino de retorno ha quedado cortado. Nadie puede ya avanzar sobre esa roca cubierta de hielo, ni siquiera alguien como Andreas Hinterstoisser. Los hombres pasan todas las preciosas horas de la mañana en peligrosísimos e increíblemente agotadores intentos. Y luego llega su última decisión desesperada: el descenso vertical por encima del resalte –de unos 200 metros de profundidad– cuyo desplome en algunos sitios es impresionante.

La vía elegida pasa exactamente por el centro de la línea de caída de piedras y de aludes. Sedelmayr y Mehringer, en su intento, habían necesitado un día completo para escalar en ascensión ese resalte con buen tiempo y rocas secas. Ahora, sin embargo, se ha desatado el infierno sobre la montaña. Pero no hay otra salida.

Los hombres preparan las cuerdas para el rápel volado. Éste es el momento en que oyen la llamada de Albert von Allmen.

¿Un grito cercano? ¡Entonces ya nada puede salir mal!, pensarían. La voz de un ser humano da realmente fuerzas y coraje e incluso presta el convencimiento de que el puente hacia la vida está tendido. Y los escaladores, a pesar de ser conscientes del peligro y de su complicada situación, contestan cantando a la tirolesa: «¡Todos bien!» Nada más. Ningún grito de socorro, ni siquiera una mínima referencia al terrible peligro.
Todos bien…

Albert von Allmen está enfadado. ¿Cuánto tiempo más tiene que mantener caliente el té? Su enfado se transforma luego en preocupación, pues ya han transcurrido dos horas desde su corto diálogo con los alpinistas y todavía no hay señales de ellos en el boquete del túnel. ¿Lo habrán sobrepasado? ¿No habrán
visto la cinta que indica la abertura?

El guardavía se acerca de nuevo a la puerta. El aspecto que ofrece ahora la pared es espantoso. La visibilidad es escasa y la niebla esparce sus vapores por doquier. Las piedras en caída libre y los aludes emiten sonidos en una lengua despiadada. Albert lanza de nuevo un grito. Y llega una respuesta, una respuesta terrible que nada tiene que ver con el alegre gorgojeo tirolés. Uno de ellos grita, sólo uno, el último… Toni Kurz.

Toni Kurz
Toni Kurz es un joven alpinista, valiente y correoso, sobre cuya cuna se alzaba el Watzmann. Es un hombre que ha rescatado a muchos que se encontraban en peligro en la montaña, alguien que nunca hasta ahora había pedido socorro. Pero es él quien grita o, más bien, los gritos salen de él: es la vida la que grita pidiendo desesperadamente su derecho:
—¡Socorro! ¡Socorro! Mis compañeros están todos muertos y sólo yo sigo aún en vida! ¡Socorro!
La tormenta, los aludes, la caída de piedras, todo esto impide una buena comunicación. Albert von Allmen no puede socorrerlo solo.
—¡Ya vamos! –grita entonces, regresa apresuradamente al interior de la galería y llama por teléfono: —Aquí la estación Eigergletscher. Allmen al aparato. En la pared ha sucedido algo terrible. Sólo uno está aún vivo y lo tenemos que rescatar. ¿Hay algún guía de montaña ahí, con vosotros?
—Sí, hay algunos guías aquí: Hans Schlunegger, Christian y Adolf Rubi de Wengen.

¡Y enseguida se ponen en marcha! Lo hacen en contra de las órdenes recibidas; en contra, incluso, de todos los preceptos. El sentimiento de humanidad triunfa, pues, sobre las imposiciones.

Debemos decir aquí que el Jefe de los Guías de Montaña de Grindelwald, Bohren, preocupado por los guías que tenía a su cargo, había enviado a la Comisión de Jefes en Berna y al Comité Central del Club Alpino Suizo, la misiva siguiente, publicada también en el diario Echo von Grindelwald:

«Vemos con preocupación los intentos de escalada de la pared del Eiger, que son una expresión clara de cómo ha cambiado la mentalidad en el deporte de montaña. Es de suponer que aquellos turistas que se lanzan a uno de esos intentos son conscientes de los peligros a los que se exponen. Nadie debe esperar, sin embargo, que los guías de montaña sean luego enviados a prestar ayuda en condiciones desfavorables en caso de un eventual nuevo accidente en la Pared Norte del Eiger… Sería injusto empujar forzosamente a nuestros guías a exponerse a aquellos peligros acrobáticos para salvar a personas que han elegido libremente
correr con tal riesgo.»

Esta es, la posición del Jefe de los Guías de Montaña. Así pues, nadie les habría podido echar en cara a los guías que se encontraban en la Estación Eigergletscher y habían recibido la noticia del accidente que se hubieran negado a dar ni siquiera un paso sobre la pared ante esas terribles condiciones climatológicas.
Pero aún sigue vivo un escalador, sólo uno ya… Y lo quieren salvar.

El ferrocarril del Jungfrau pone enseguida a su disposición un tren. Los guías suben con él hasta el boquete del túnel situado en el kilómetro 3,8 y salen a la pared resplandeciente de hielo. La nieve les cae sobre la cara, pero avanzan decididamente en diagonal hacia arriba sobre esas viras engañosamente resbaladizas, hasta llegar a unos 100 metros por debajo de Toni Kurz, quien cuelga de un anillo de cuerda.

Desesperación y júbilo suenan en su voz, sorprendentemente clara aún, al oír a sus salvadores:

—Sólo yo sigo vivo. Hinterstoisser ha caído hasta el pie de la pared y Rainer ha sido arrastrado por una cuerda hasta un mosquetón y ha quedado allí, congelado. Y Angerer cuelga por debajo de mí, también muerto, ahorcado por la cuerda al caer…
—Te vamos a ayudar.
—Sí, claro –grita Toni–, pero tenéis que venir por arriba, después de subir la fisura que hay a mi derecha. Allí hay todavía pitones clavados desde nuestra ascensión. Después, con sólo tres rápeles, llegaréis hasta aquí.
—¡Imposible, nadie puede subir hasta allí con esta capa de hielo!
—¡Pero viniendo por abajo no podéis salvarme! —grita Toni.
El día se acerca ya a su fin. Los guías tienen que apresurarse para alcanzar el boquete del túnel antes de la caída de la noche. Entonces gritan:
—¿Puedes aguantar una noche más?
—¡No, no, no! —suena desde arriba la respuesta desesperada a través de la niebla y la tormenta.
Esos gritos se les clavan a los guías en el corazón. Ya no los olvidarán jamás. Pero ahora, de noche, es imposible intentar ayudarle, en esa pared, con ese tiempo.
—¡Volvemos mañana al alba! ¡Aguanta!
Y durante largo rato siguen oyendo los gritos de Toni Kurz.

Toni Kurz
Este joven guía de Berchtesgaden cree no poder resistir la noche. Pero la vida en su interior es todavía más fuerte, y resiste colgado de un anillo de cuerda, azotado por la tormenta, bajo el estrépito de las piedras que se desploman, bajo ese horrible frío, tan tremendo, que hace que se hiele inmediatamente el vapor que produce el calor del cuerpo. De las púas de los crampones ajustados a las botas cuelgan témpanos de hielo de veinte centímetros. Toni pierde el guante de la mano izquierda. Se le congelan los dedos, luego la mano, convirtiéndose en una masa informe incapaz de movimiento alguno. Pero cuando despunta la mañana todavía hay vida en este hombre martirizado. Incluso es clara su voz, cuando los guías regresan.

A Schlunegger y los hermanos Rubi se ha unido Arnold Glatthard. Los cuatro quieren ahora empezar la lucha contra la despiadada pared para salvar la vida de ese joven colega y compañero de Baviera.

Las rocas se encuentran terriblemente cubiertas de hielo, y sigue pareciendo imposible escalarlas en ascensión. Toni Kurz les insiste nuevamente:

—Sólo podéis salvarme viniendo por arriba. Tenéis que subir hasta la fisura.
Pero a estos guías de primera clase, crecidos dentro de una gran tradición, maestros en la montaña, pero poco conocedores de las técnicas modernas de escalada, ese lugar les habría causado problemas incluso con buen tiempo.
Allí habrían necesitado esa «técnica de acróbata», en contra de la cual había abogado Bohren, el Jefe de Guías.

Los cuatro guías consiguen escalar hasta llegar a unos cuarenta metros del sitio donde Toni Kurz pende de una cuerda. Desde allí no lo pueden ver, pues en ese lugar el desplome se abomba enormemente sobre el vacío. Si Kurz tuviera otra cuerda para descender por ella, estaría salvado. Pero, ¿cómo podría hacerlo? Los intentos mediante envío de cohetes fracasan: la cuerda sube sobrepasando incluso a Kurz, pero muy al exterior. Sólo hay una última posibilidad:

—¿Puedes hacer bajar tú mismo un cordino para que podamos amarrarle una cuerda, clavos y lo que necesites?
—No tengo ningún cordino —responde.
—Baja entonces todo lo que puedas. Haz que caiga el fallecido Angerer, luego sube nuevamente y corta la cuerda por arriba. Después deshaces el trenzado del trozo de cuerda que has conseguido, anudas las partes unas a otras y luego lo dejas caer hacia nosotros.
Como respuesta oyen una voz como un gemido: 
—Lo voy a intentar.

Después de un tiempo empiezan a oírse golpes de piolet. Es increíble que Kurz pueda sujetarse, con una mano congelada y la otra manejando el piolet. Por fin consigue cortar la cuerda, pero Angerer no cae al vacío, pues está congelado y pegado a la roca por el hielo. Casi en estado sonámbulo, obedeciendo ya solamente a la voluntad de vivir, Kurz sube nuevamente y corta la cuerda por arriba. De esta manera consigue unos ocho metros de cuerda, rígida a causa del hielo. Entonces comienza ese trabajo inconcebible que es destrenzar la cuerda. Cualquier alpinista sabe lo difícil que es esto incluso en tierra firme y con las dos manos sanas. Toni Kurz está colgado entre el cielo y la Tierra, en una pared cubierta de hielo, amenazado por la caída de piedras, alcanzado a veces por desprendimientos de nieve. Trabaja con una mano y los dientes durante cinco largas horas…


Una vez se desata un gran alud que casi alcanza a los guías. Muy cerca de la cabeza de Schluneggers pasa un bloque enorme, y seguidamente un cuerpo en vuelo: ¿Toni? 
No, no es Toni. Es Angerer, cuyo cadáver se ha despegado de la roca helada.

Esas horas son espantosas para Toni Kurz, que lucha por su vida, y espantosas para los guías, que no pueden ayudar convenientemente y que tienen que esperar hasta que llegue el momento en el que Kurz consiga lo increíble.

Luego el cordel desciende hasta los rescatadores, quienes anudan a él una cuerda, clavos, mosquetones y martillo. Lentamente desaparecen estos objetos de la vista de los guías. Toni Kurz está ya al límite de sus fuerzas. Le resulta casi imposible izar esos objetos, pero lo consigue. La cuerda resulta ser demasiado corta y los guías anudan otra a ella. El nudo pende a la vista, pero inalcanzable allí fuera, debajo del gran desplome.

De nuevo transcurre una hora. Toni puede ahora por fin empezar el descenso sentado en un anillo de cuerda que está enganchado a la cuerda con un mosquetón. Centímetro a centímetro va descendiendo: diez metros, quince, veinte… treinta metros, treinta y cinco. Ahora ya se pueden ver sus piernas colgando por debajo del desplome.

En ese momento choca el nudo que une las cuerdas con el mosquetón del asiento de descenso de Toni: el nudo es demasiado grueso y no lo puede hacer pasar por el mosquetón. Toni suelta quejidos.

—Inténtalo, inténtalo —le dan ánimos desesperadamente los rescatadores al agotado escalador. Toni murmura algo para sí y lo intenta otra vez con todas sus fuerzas, que ya son escasas, que ya se han acabado. Increíble ha sido el esfuerzo realizado por este hombre. Su voluntad de vivir se había tensado hasta el extremo máximo y el descenso por medio de ese seguro sistema de rápel de Comici había relajado esa tensión. Ahora ya iba hacia su salvación, ya iba a terminar la lucha, ya los rescatadores estaban allí…

Pero ahora ese nudo, sólo un nudo, pero un nudo intraspasable. 
—Inténtalo otra vez, va a funcionar —le requieren.
El requerimiento de los guías suena a desesperación, como una última rebelión contra el Destino, una última llamada a las fuerzas aún en reserva contra ese último obstáculo, el definitivo. Toni se inclina e intenta ayudarse de nuevo con los dientes. Rígido e inútil cuelga de su cuerpo su brazo izquierdo congelado, que ya tampoco posee ninguna fuerza de reserva más.

Toni murmura cosas ininteligibles. Su hermosa cara de hombre joven está hinchada y ha adquirido un color rojiazul debido a las congelaciones y al agotador esfuerzo. Sus labios se mueven. ¿Querrá decir algo?
Ahora habla claramente: 

—No puedo más.

Su cuerpo se vuelca hacia adelante. En su asiento de descenso, ya casi al alcance de los guías, allá afuera, balanceándose sobre el abismo, un cuerpo inerte cuelga ahora libremente…

Nunca se sabrá cómo se desarrolló realmente el accidente en toda su amplitud, qué ocurrió exactamente mientras el guardavías von Allmen estaba preparando el té: nada de esto se podrá comprobar jamás. Tan sólo podremos imaginárnoslo. El hecho de que Andreas Hinterstoisser no estuviera encordado al caer al abismo permite suponer que el hombre técnicamente mejor preparado de los cuatro estaba buscando un lugar especialmente adecuado para colocar los clavos de rápel. A tenor de las informaciones fragmentarias e inconexas de Toni Kurz, no es posible afirmar que Hinterstoisser fuera alcanzado por una piedra en ese intento, que todos fueran víctimas de la caída de piedras –que los habría lanzado al vacío– o bien que los demás intentaran retener a Anderl en su caída, resultando arrastrados ellos mismos hacia el abismo. Este joven de Berchtesgaden tuvo que emplear todas sus fuerzas en su propio rescate y no podía malgastar pensamientos o palabras en informar adecuadamente. De toda evidencia los tres escaladores estaban encordados; la cuerda pasaba por un mosquetón que a su vez estaba sujeto a un clavo. La caída provocó que Rainer fuera arrastrado hasta el clavo, donde quedó imposibilitado de todo movimiento. Se pudo comprobar que el herido que se podía observar desde abajo no era otro sino Angerer, por los restos de vendaje en la cabeza de su cadáver, recuperado más tarde. La tragedia de Sedelmayr y Mehringer se había desarrollado a cubierto de las miradas, por detrás de las nubes de la montaña. La gente sólo podía suponer lo que allí estaba pasando. Toni Kurz, sin embargo, acabó su vida ante los ojos de sus rescatadores. Ésta es la razón por la que la catástrofe de 1936 resultase tan cercana, tan inmediata, tan estremecedora que nunca podrá caer en el olvido.
Arnold Glatthard, ese guía callado y tímido, comentó: «Fue el momento más triste de mi vida».

En relación con las primeras tragedias de la Pared Norte del Eiger se han inventado y escrito muchas cosas que envenenaron el ambiente y complicaron el entendimiento recíproco. Pero los verdaderos escaladores –independientemente de si aprobaban o condenaban la empresa de conquistar la pared del Eiger– se expresaron todos en el mismo sentido, empleando una lengua de comprensión, de humanidad, de respeto ante los muertos.

Como final de este informe sobre la tragedia de 1936, deseo incluir aquí las palabras de Sir Arnold Lunn, enemigo de cualquier tipo de apasionamiento o de falso ensalzamiento heroico. En su libro A Century of Mountaineering escribió lo siguiente en relación con la muerte de Toni Kurz: «Su corazón valiente aguantó los espantos de la tormenta, de la soledad y de la calamidad; espantos estos que prácticamente ningún otro escalador ha sufrido en tal amplitud. Estaba colgado de ese anillo de cuerda, azotado por la tormenta, pero decidido a no entregarse. Y Toni Kurz no se entregó: falleció. En la historia del montañismo apenas existen informes sobre mayor tenacidad y sufrimiento heroico…»

EN LA PARED NORTE DEL EIGER