1. La montaña análoga
Pero la ascensión de la montaña real es siempre el recorrido de un paisaje, el recorrido apropiado al declive y la rugosidad naturales, en el que es preciso un trato directo con tal paisaje, que opone su resistencia y ofrece sus posibilidades. En todo el proceso de la ascensión se sopesan las fuerzas y habilidades del ascensionista con las fuerzas estáticas y dinámicas de la montaña.
Al mismo tiempo, no menos cierto es que hay, además, una constante experiencia espiritual que puede tomar una expresión religiosa, incluso mística, presentes en la literatura alpina de modo abundante. Pero la relación entre montaña y religión es amplia, más amplia que el alpinismo, y tiene sus raíces en lo más viejo y hondo de nuestra cultura. El Himalaya es llamado por ello la morada de los dioses. El Monte Kailas, en el Transhimalaya tibetano, tiene un carácter religioso en sí mismo y como objeto de peregrinación aún más intenso y vigente, extendido a budistas, hinduistas y bon. El fuerte simbolismo de estas montañas y de sus chorten o estupas, principalmente en el budismo tántrico, adquiere una dualidad significativa de la montaña como templo y del templo como montaña. La forma del chorten, además de su sentido general como túmulo y punto de devoción, tiene significados cósmicos estratificados de la tierra al cielo, de modo que su baseatañe a la tierra y se refiere a un tipo de saber, el de la identidad, su domo central es símbolo del agua y del saber ver, su mástil hace referencia al fuego y al saber discriminar, su culminación significa el aire y el saber de los actos, y finalmente los símbolos solar y lunar que lo rematan evocan el éter y la sabiduría de la ley. El chorten es, pues, también un símbolo del eje anclado en el suelo y que se lanza al cielo. Nuestro mismo Teide fue considerado por los clásicos como “trono de los dioses” y tal vez como eje del mundo entre los aborígenes.
Y no hablemos del alcance tan intenso en la cultura de los signos mitológicos del Olimpo o del Parnaso. La otra raíz mayor en la relación entre montaña y religión en nuestra cultura procede de los conocidos sucesos bíblicos del Monte Sinaí. El símbolo religioso de la ascensión es, pues, explícito, y prosiguió en diversas propuestas ascéticas y místicas. Y la subida es entonces expuesta como un método religioso y una de las maneras de realizarse el viaje de la prueba que lleva a la iluminación o a la revelación, que no son lo mismo. El ermitaño significa genéricamente el deseo de retirada, de apartamiento en la naturaleza y de adentramiento en la montaña, porque ésta proporciona ampliamente ambos requisitos: naturaleza y soledad. Desprovista de éstas la montaña deja de ser, por tanto, desde un punto de vista simbólico y no sólo naturalista, un bien mayor.
Las raíces universales de las relaciones entre altitud, montaña, ascensión y experiencia religiosa tienen muchas de sus claves catalogadas. Algunas, por Samivel, con la capacidad de sugerencia tan característica de este escritor de la montaña alpina, y con las numerosas referencias eruditas que era capaz de aportar, en este caso sobre las múltiples modalidades que adoptan las concepciones religiosas de la montaña en la historia y en la geografía. Al abordar el simbolismo de la altitud señalaba Samivel la asociación primaria entre lo bajo –con menos- y lo alto –con más-. . La altitud y la verticalidad, escribía, son generalmente cualificadas positivamente. De tal modo que a la altitud corresponden conceptos de trascendencia y a la ascensión de progreso y crecimiento. En lo alto se encierran signos de lo bueno y ligero, de lo que vence el peso, de lo celeste; lo espiritual asciende; en cambio, la materia pesa y la vida ha de luchar contra tal peso. La elevación es, pues, una cualidad y la cima su logro, la victoria sobre los obstáculos materiales mediante un esfuerzo, su recompensa moral. Todo ello sacraliza la montaña y su ascenso. Es el esfuerzo lo que consigue la entrada en un dominio ajeno y abierto entre líneas aéreas –sugerencia de lo infinito-, en espacios
Y no hablemos del alcance tan intenso en la cultura de los signos mitológicos del Olimpo o del Parnaso. La otra raíz mayor en la relación entre montaña y religión en nuestra cultura procede de los conocidos sucesos bíblicos del Monte Sinaí. El símbolo religioso de la ascensión es, pues, explícito, y prosiguió en diversas propuestas ascéticas y místicas. Y la subida es entonces expuesta como un método religioso y una de las maneras de realizarse el viaje de la prueba que lleva a la iluminación o a la revelación, que no son lo mismo. El ermitaño significa genéricamente el deseo de retirada, de apartamiento en la naturaleza y de adentramiento en la montaña, porque ésta proporciona ampliamente ambos requisitos: naturaleza y soledad. Desprovista de éstas la montaña deja de ser, por tanto, desde un punto de vista simbólico y no sólo naturalista, un bien mayor.
grandes, en alejamiento progresivo de lo basal y de sus laberintos. De modo que la dualidad bajo-alto se polariza en dos ambientes contrapuestos, lo alto como escenario de naturaleza, soledad e individualización; y lo bajo como mecanizado, masificado y gregario. Todo ello son modelos culturales. Pero lo bajo también es lo terreno, lo mundano, lo subterráneo incluso lo infernal y, en cambio, lo alto es lo celeste y divino. La montaña hunde sus pies en el antro, progresa hacia arriba desde lo mundano y alcanza lo divino. Nada más extendido, lo mismo en sencillas culturas populares, en misteriosos ambientes exóticos, en difíciles poetas místicos o en el mismo Dante.
Además, está claro que hay un sentido moderno de la ascensión, impregnado de valores científicos, artísticos y exploratorios, que bañan culturalmente e ideológicamente el ascensionismo montañero. En España es lo que aconteció, en su mejor versión, sobre todo por influencia de la Institución Libre de Enseñanza en el excursionismo, con su particular carga de calidad. La suma de ambos modelos y sentidos constituye el producto cultural que el alpinista recibe y mantiene. No vamos a extendernos más en este aspecto, que requiere un tratado propio. En cambio, vamos a centrarnos ahora en tres ejemplos muy característicos del simbolismo heredado y a veces olvidado. No son los únicos, pero son suficientemente expresivos para revelar la existencia y la importancia del lado imaginario de toda montaña y, por derivación, nos dará pie para aplicarnos a la búsqueda de otros aspectos simbólicos con peso en la cultura. Se trata, por tanto, de un recorrido fugaz por la otra vertiente de la geografía de los objetos, que doy por supuesto que también es geografía, como por la cara oculta de la luna, naturalmente si ésta no es plana sino redonda.
Además, está claro que hay un sentido moderno de la ascensión, impregnado de valores científicos, artísticos y exploratorios, que bañan culturalmente e ideológicamente el ascensionismo montañero. En España es lo que aconteció, en su mejor versión, sobre todo por influencia de la Institución Libre de Enseñanza en el excursionismo, con su particular carga de calidad. La suma de ambos modelos y sentidos constituye el producto cultural que el alpinista recibe y mantiene. No vamos a extendernos más en este aspecto, que requiere un tratado propio. En cambio, vamos a centrarnos ahora en tres ejemplos muy característicos del simbolismo heredado y a veces olvidado. No son los únicos, pero son suficientemente expresivos para revelar la existencia y la importancia del lado imaginario de toda montaña y, por derivación, nos dará pie para aplicarnos a la búsqueda de otros aspectos simbólicos con peso en la cultura. Se trata, por tanto, de un recorrido fugaz por la otra vertiente de la geografía de los objetos, que doy por supuesto que también es geografía, como por la cara oculta de la luna, naturalmente si ésta no es plana sino redonda.
2. Primer ejemplo: la erupción como metáfora
Vamos a comenzar con la raíz, con el origen simbólico de la montaña en el antro del fuego y del cataclismo. No es exacto, claro está, sólo es parcialmente verdad, pero así ha gustado a más de un poeta. Un caso es el de Gabriel y Galán, quien bajo Gredos escribía: “Te engendró trepidante el terremoto / [...] la tierra te parió de sus entrañas, / rugiendo de dolor su seno roto. / [...] Y transpiraste en tu alentar inmenso / soberbias espirales / que cegaron el éter de humo denso. / y tu loca niñez, brava y ardiente, / envolvióse en pañales / que eran manto de lava incandescente...”. No explicaría así el origen de Gredos, claro está, pero la licencia poética nos sirve perfectamente para entrar en materia.
Nuestra cultura ha nacido junto al volcán. Los grandes mitos clásicos se asociaron en casos señalados, con naturalidad en lo geográfico y con lógica en lo dinámico, a las formas volcánicas y a las destrucciones propias de las erupciones. Es lo que se conocía empíricamente en las fuerzas terrestres presentes en el mundo mediterráneo y es lo que trasladaron los escritores a sus contemporáneos y a los tiempos posteriores. Luego se transportaron también en el espacio al aplicarse por distintos descubridores en parte al atlántico y al continente americano. Ya Viera y Clavijo planteó, por ejemplo, “si fueron Las Canarias parte de la Atlántida de Platón”. La mancha de la cultura mediterránea extendiéndose por el Globo estaba lógicamente compuesta también por sus antiguas consideraciones míticas y naturalistas.
Las referencias a volcanes en la mitología clásica son, como es sabido, abundantes: nada más explícito que Efestos o Vulcano, dios del fuego profundo, como principio tanto creador como destructor. La activa proximidad del Etna, del Vesubio, de Vulcano, entre otros volcanes, hará habitual su presencia en la literatura, por ejemplo en Homero, Hesíodo, Lucrecio, o Virgilio, y algunas de sus ideas persistirán hasta el Renacimiento como explicación de los fenómenos telúricos, como en el caso de los breves, pero insistentes, razonamientos expresados por Aristóteles respecto a los terremotos y los volcanes. Las furias atribuidas a los Titanes en el antro desde el siglo VIII antes de Cristo, el aliento del titán enterrado en el submundo de las sombras, en las profundas cámaras del castigo, serán las fuerzas del Etna, vinculando peleas propias de los hombres, agigantadas, a los dioses y a las fuerzas naturales. Y, al aire libre, otro gigante elevado hasta perderse en la altitud su cabeza, el Atlante castigado, también habrá de soportar el cielo sobre sus hombros. Es, en suma, la figura del volcán completo, con sus raíces en el infierno y su cúspide celeste. El eje, la columna inquieta y viva del universo. La erupción, la fuerza convulsa de su base, es una titanomaquia. De modo que, en este drama –pues la Tierra es entendida dramáticamente-, el cráter central del Etna ha sido algo más que el abismo hacia el interior de la Tierra, lo que ya es inquietante: ha sido la cuenca vaciada del ojo del cíclope. La vía vertical, profunda, a la residencia de las fraguas en las cavernas, donde se oyen los martillazos de los cíclopes. De este modo, en nuestra raíz el paisaje era pura fuerza. Cerca estaba, no lo olvidemos, el Vesubio amenazante, el paisaje inmediato era el peligro. Pueden leer a Plinio el Joven si creen que exagero.
Pero, como sabemos, hay dos tradiciones culturales nuestras sobre los volcanes: aparte de la cultura clásica está la bíblica, también alegórica, que se suma a las anteriores raíces con su propia intención y su ámbito, como clave de conocimiento, símbolo o parábola bien influyentes e incluso más popularmente extendidos largo tiempo (no ahora, pues dudo razonablemente que ninguna de las dos raíces tenga en estos momentos amplios adeptos). Tales lugares, clásicos y bíblicos, pasaron a ser claves, modelos y referencias en el lenguaje cultural y ritos de viaje. Y tal modelo cultural, como antes he apuntado, será llevado con los europeos a América, a Filipinas y a los archipiélagos, de modo que su extensión no llegó a ser universal pero casi lo consigue. Aunque no sólo en nuestro continente y en sus prolongaciones culturales, sino en todas partes, los volcanes han sido interpretados con contenidos religiosos, y sólo hay que darse una vuelta por el mundo habitado para acumular notas sobre esas atribuciones, aquí nos bastará recordar ahora dos escenarios.
Vamos a comenzar con la raíz, con el origen simbólico de la montaña en el antro del fuego y del cataclismo. No es exacto, claro está, sólo es parcialmente verdad, pero así ha gustado a más de un poeta. Un caso es el de Gabriel y Galán, quien bajo Gredos escribía: “Te engendró trepidante el terremoto / [...] la tierra te parió de sus entrañas, / rugiendo de dolor su seno roto. / [...] Y transpiraste en tu alentar inmenso / soberbias espirales / que cegaron el éter de humo denso. / y tu loca niñez, brava y ardiente, / envolvióse en pañales / que eran manto de lava incandescente...”. No explicaría así el origen de Gredos, claro está, pero la licencia poética nos sirve perfectamente para entrar en materia.
Nuestra cultura ha nacido junto al volcán. Los grandes mitos clásicos se asociaron en casos señalados, con naturalidad en lo geográfico y con lógica en lo dinámico, a las formas volcánicas y a las destrucciones propias de las erupciones. Es lo que se conocía empíricamente en las fuerzas terrestres presentes en el mundo mediterráneo y es lo que trasladaron los escritores a sus contemporáneos y a los tiempos posteriores. Luego se transportaron también en el espacio al aplicarse por distintos descubridores en parte al atlántico y al continente americano. Ya Viera y Clavijo planteó, por ejemplo, “si fueron Las Canarias parte de la Atlántida de Platón”. La mancha de la cultura mediterránea extendiéndose por el Globo estaba lógicamente compuesta también por sus antiguas consideraciones míticas y naturalistas.
Las referencias a volcanes en la mitología clásica son, como es sabido, abundantes: nada más explícito que Efestos o Vulcano, dios del fuego profundo, como principio tanto creador como destructor. La activa proximidad del Etna, del Vesubio, de Vulcano, entre otros volcanes, hará habitual su presencia en la literatura, por ejemplo en Homero, Hesíodo, Lucrecio, o Virgilio, y algunas de sus ideas persistirán hasta el Renacimiento como explicación de los fenómenos telúricos, como en el caso de los breves, pero insistentes, razonamientos expresados por Aristóteles respecto a los terremotos y los volcanes. Las furias atribuidas a los Titanes en el antro desde el siglo VIII antes de Cristo, el aliento del titán enterrado en el submundo de las sombras, en las profundas cámaras del castigo, serán las fuerzas del Etna, vinculando peleas propias de los hombres, agigantadas, a los dioses y a las fuerzas naturales. Y, al aire libre, otro gigante elevado hasta perderse en la altitud su cabeza, el Atlante castigado, también habrá de soportar el cielo sobre sus hombros. Es, en suma, la figura del volcán completo, con sus raíces en el infierno y su cúspide celeste. El eje, la columna inquieta y viva del universo. La erupción, la fuerza convulsa de su base, es una titanomaquia. De modo que, en este drama –pues la Tierra es entendida dramáticamente-, el cráter central del Etna ha sido algo más que el abismo hacia el interior de la Tierra, lo que ya es inquietante: ha sido la cuenca vaciada del ojo del cíclope. La vía vertical, profunda, a la residencia de las fraguas en las cavernas, donde se oyen los martillazos de los cíclopes. De este modo, en nuestra raíz el paisaje era pura fuerza. Cerca estaba, no lo olvidemos, el Vesubio amenazante, el paisaje inmediato era el peligro. Pueden leer a Plinio el Joven si creen que exagero.
Pero, como sabemos, hay dos tradiciones culturales nuestras sobre los volcanes: aparte de la cultura clásica está la bíblica, también alegórica, que se suma a las anteriores raíces con su propia intención y su ámbito, como clave de conocimiento, símbolo o parábola bien influyentes e incluso más popularmente extendidos largo tiempo (no ahora, pues dudo razonablemente que ninguna de las dos raíces tenga en estos momentos amplios adeptos). Tales lugares, clásicos y bíblicos, pasaron a ser claves, modelos y referencias en el lenguaje cultural y ritos de viaje. Y tal modelo cultural, como antes he apuntado, será llevado con los europeos a América, a Filipinas y a los archipiélagos, de modo que su extensión no llegó a ser universal pero casi lo consigue. Aunque no sólo en nuestro continente y en sus prolongaciones culturales, sino en todas partes, los volcanes han sido interpretados con contenidos religiosos, y sólo hay que darse una vuelta por el mundo habitado para acumular notas sobre esas atribuciones, aquí nos bastará recordar ahora dos escenarios.
Por un lado, en otras ocasiones he señalado cómo la Teofanía de la revelación a Moisés en el Sinaí parece describir una erupción: sus truenos, el estruendo, la densa nube que cubría el monte, el fuego ardiente que abrasaba la cumbre, “humeando por haber descendido a él el Señor entre llamas”, el humo que subía como de un horno. La imagen del volcán en actividad. En el momento álgido de la revelación, por tanto, el escenario reclama la fuerza telúrica y el aparato del volcán. Y, por otra parte, en la destrucción de Sodoma no faltan tampoco resonancias a los efectos destructivos de algunas erupciones. Las erupciones han servido repetidamente, además, primero, para insistir en la misma enseñanza: la interpretación del desastre natural como castigo divino a los pecadores. Y, segundo, para evocar el infierno, cuya imagen se concreta en los cráteres incandescentes, en los piroclastos y en las lavas ígneas.
Se llegó a razonar a fines del siglo XVI por autor español piadoso muy conocido si lo que se veía en ciertos cráteres activos de América era realmente el fuego del infierno, para lo que no faltaban partidarios. Para otros, de espíritu más práctico, la duda estribaba en cambio en si tal magma era o no oro derretido. Como es comprensible, este aspecto atrajo a más gentes dispuestas a obtener muestras para analizarlas. Está claro que ninguno pudo comprobar a ciencia cierta sus respectivas hipótesis. Pero sigamos hasta el fondo. Cuando Dante asciende en su viaje literario a la montaña de las antípodas figurada como el Purgatorio, dice que se trata del “monte que al cielo más se eleva de las aguas”. Ya en el viaje al Infierno, Ulises había contado que en su navegación atlántica dio vista a tal montaña “una montaña oscura por la distancia y tan alta cual nunca hubiera visto monte alguno”. La resonancia del clásico Atlas parece evidente, y la compañía de Virgilio enlaza con la raíz cultural, pero la montaña es sobre todo una referencia con contenido cristiano ascético y moral ubicada en la sombra de una referencia imprecisa en la época de una alta montaña erguida sobre el océano. Y como su culminación lleva al posible acceso al Paraíso, todo se reúne, la raíz profunda con entrada por una caverna con el infierno en pisos hasta el centro de la Tierra, la montaña imprecisa en su lugar opuesto hasta rebasar las nubes y el cielo en la altitud. Esta geografía sin fundamento orográfico, basada en la suma clásica y religiosa de interpretación simbólica de la montaña, es, sin embargo, no hay que repetirlo, un fundamento mayor de nuestra cultura. Como esa imaginaria elevada montaña en el Atlántico tiene todas las probabilidades de estar basada en una borrosa imagen geográfica del Teide, propia del siglo en que se escribió el poema, podemos permitirnos incluirla aquí sin forzamiento entre los volcanes y sus metáforas.
Más tarde hay otras traslaciones literarias de este orden y alguna es de suficiente envergadura como para que, al menos, también la mencionemos de paso en este apartado. Se trata de la aparición de imágenes volcánicas en el Fausto de Goethe, en oposición alegórica con los paisajes alpinos. Los Alpes rientes muestran el pulso de la vida como una lección, mientras el antro infernal, de fuego eterno con el “acre tufo del azufre”, procede de la demolición, de la escombrera de las montañas, de modo que aquí, una vez más, pero a su modo, el volcán desolado es nuevamente metáfora del diablo, pero en este caso porque nada sabe del modo esperanzado de ver el mundo. Siglo tras siglo, la montaña vuelve a ser, de una u otra manera, repetidamente tanto roca como metáfora.
Se llegó a razonar a fines del siglo XVI por autor español piadoso muy conocido si lo que se veía en ciertos cráteres activos de América era realmente el fuego del infierno, para lo que no faltaban partidarios. Para otros, de espíritu más práctico, la duda estribaba en cambio en si tal magma era o no oro derretido. Como es comprensible, este aspecto atrajo a más gentes dispuestas a obtener muestras para analizarlas. Está claro que ninguno pudo comprobar a ciencia cierta sus respectivas hipótesis. Pero sigamos hasta el fondo. Cuando Dante asciende en su viaje literario a la montaña de las antípodas figurada como el Purgatorio, dice que se trata del “monte que al cielo más se eleva de las aguas”. Ya en el viaje al Infierno, Ulises había contado que en su navegación atlántica dio vista a tal montaña “una montaña oscura por la distancia y tan alta cual nunca hubiera visto monte alguno”. La resonancia del clásico Atlas parece evidente, y la compañía de Virgilio enlaza con la raíz cultural, pero la montaña es sobre todo una referencia con contenido cristiano ascético y moral ubicada en la sombra de una referencia imprecisa en la época de una alta montaña erguida sobre el océano. Y como su culminación lleva al posible acceso al Paraíso, todo se reúne, la raíz profunda con entrada por una caverna con el infierno en pisos hasta el centro de la Tierra, la montaña imprecisa en su lugar opuesto hasta rebasar las nubes y el cielo en la altitud. Esta geografía sin fundamento orográfico, basada en la suma clásica y religiosa de interpretación simbólica de la montaña, es, sin embargo, no hay que repetirlo, un fundamento mayor de nuestra cultura. Como esa imaginaria elevada montaña en el Atlántico tiene todas las probabilidades de estar basada en una borrosa imagen geográfica del Teide, propia del siglo en que se escribió el poema, podemos permitirnos incluirla aquí sin forzamiento entre los volcanes y sus metáforas.
Más tarde hay otras traslaciones literarias de este orden y alguna es de suficiente envergadura como para que, al menos, también la mencionemos de paso en este apartado. Se trata de la aparición de imágenes volcánicas en el Fausto de Goethe, en oposición alegórica con los paisajes alpinos. Los Alpes rientes muestran el pulso de la vida como una lección, mientras el antro infernal, de fuego eterno con el “acre tufo del azufre”, procede de la demolición, de la escombrera de las montañas, de modo que aquí, una vez más, pero a su modo, el volcán desolado es nuevamente metáfora del diablo, pero en este caso porque nada sabe del modo esperanzado de ver el mundo. Siglo tras siglo, la montaña vuelve a ser, de una u otra manera, repetidamente tanto roca como metáfora.
No deja de ser agradable e instructivo pasear por las geografías de Homero, de Dante o de Goethe.
¿Debería el geógrafo abstenerse?
¿Debería el geógrafo abstenerse?
Nos parece conveniente volver a dedicar aquí, con brevedad, al menos para quien no haya leído nuestros viejos trabajos, una referencia especial a la imagen tradicional en nuestra literatura del símbolo de la ascensión. Estas cuestiones tienen, en efecto, su médula literaria con un fuerte arraigo en nuestras letras, concretamente en San Juan de la Cruz, y su mismo centro en La subida del Monte Carmelo, obra escrita entre 1578 y 1582. La referencia geográfica al Monte Carmelo se remonta a los ermitaños de la época de las Cruzadas, instalados en el siglo XII en la falda del monte de esa denominación, situado en Haifa, cercano al mar y que alcanza los 600 m. de altitud. Luego, la visita al Monte Carmelo ha venido estando incluida de modo habitual en los circuitos de los peregrinos a Tierra Santa, entre los lugares de Jerusalén, Nazaret y San Juan de Acre. Pero todo esto no es más que un punto de arranque. De nuevo se trata, en lo que aquí elegimos, de una geografía simbólica, de gran entidad literaria, que juega con sus elementos como si fuera una base real, pero evidentemente con absoluto alejamiento de los objetivos de un análisis o de los de una guía alpina.
La subida, el escrito del poeta, tiene una buena parte de su sentido gravitando en la montaña como metáfora espiritual. Esta obra contiene un sistema de claves expresado por todos los medios: dibujo, acotaciones, poesía y prosa. La ascensión se usa como símbolo con intención explícita ascética y mística, aunque tales atributos acaban por impregnar a la ascensión real con caracteres sublimados. San Juan habla de la ascensión simbólica, y la ascensión real se contagia de tales símbolos.
El gráfico que acompaña al texto permite hoy hacer incluso una lectura montañera de los valores espirituales de la ascensión o una lectura religiosa de sus valores montañeros o una lectura literaria de sus valores poéticos. El croquis del santo está planteado como un esquema de ascensión moderno, con las vías de escalada a la cumbre y sus comentarios, como podría ser un bosquejo alpinista. El croquis, además, fue diseñado por el propio escritor, inicialmente de modo esquemá-tico, aunque luego los carmelitas lo elaboraron más en sucesivas ediciones, con mayor realismo, pero sin variar las bases topográficas fundamentales ni el recorrido ni las intenciones espirituales del santo poeta.
El gráfico que acompaña al texto permite hoy hacer incluso una lectura montañera de los valores espirituales de la ascensión o una lectura religiosa de sus valores montañeros o una lectura literaria de sus valores poéticos. El croquis del santo está planteado como un esquema de ascensión moderno, con las vías de escalada a la cumbre y sus comentarios, como podría ser un bosquejo alpinista. El croquis, además, fue diseñado por el propio escritor, inicialmente de modo esquemá-tico, aunque luego los carmelitas lo elaboraron más en sucesivas ediciones, con mayor realismo, pero sin variar las bases topográficas fundamentales ni el recorrido ni las intenciones espirituales del santo poeta.
El dibujo está compuesto sobre una cita del Evangelio: “qué angosta es la puerta y cuán estrecha la senda que conduce a la vida eterna”. El croquis representa, pues, el itinerario gráfico de la ascensión, con sus claves espirituales. Una observación geográfica de sus componentes internos nos permite descomponerlo en pisos sucesivos. De abajo arriba son: Colinas basales, con caminos y senda. Montañas desnudas intermedias. Montes con árboles esparcidos. Escarpe pronunciado y elevado. Loma cimera con arbustos. Cumbre redondeada. Empecemos la marcha: en la base del monte hay tres caminos posibles, el del “espíritu imperfecto”, el del “espíritu errado” y el de la “senda estrecha de la perfección”, la vía difícil, la escalada monte a través, fuera de los caminos trillados. Cada cual tiene su guía de itinerario y posee su valor y recomendación. En suma, el camino central es el correcto, la llave del monte, pero tal camino está justamente donde no hay camino, sólo la senda estrecha. Despojado de superfluidades, consistirá en lo esencial.
El piso intermedio alcanzado tomando sólo la buena dirección es la montaña desnuda. Por la senda estrecha se llega adonde no hay nada. La vía de escalada se adentra y atraviesa el “monte-nada” y se dirige directamente a la cumbre, advirtiendo el croquis que en esta parte de la ascensión “ya por aquí no hay camino”. Y añade, “que para el justo no lo hay”. La lectura espiritual es la de la soledad interior. Pero la lectura de la ascensión es la de la ruta directamente por la montaña desnuda como cuadro de realización personal, con sus exigencias de negación, esfuerzo, riesgo y renuncia. A ello sigue una franja superior de árboles con un escarpe. Las virtudes de esta parte del recorrido, son, entre otras, fortaleza, prudencia y templanza. Las referencias virtuosas se vuelven abundantes y sin ellas no habría paso en tal punto. Desde el punto de vista religioso son esas virtudes sustento y alcance. Desde el de la escalada parecen logros, y también asistencias y condiciones del ascensionista en su relación entre la fortaleza propia, la vinculación recta con su equipo y la resistencia del lugar. Al término superior del escarpe queda la depuración espiritual tras el obstáculo. Como culminación, por encima del escarpe, están finalmente una loma cimera y la cumbre. En la amplia loma elevada y suspendida “sólo mora la gloria y honra de Dios”. Es el fin buscado, la meta, la
El piso intermedio alcanzado tomando sólo la buena dirección es la montaña desnuda. Por la senda estrecha se llega adonde no hay nada. La vía de escalada se adentra y atraviesa el “monte-nada” y se dirige directamente a la cumbre, advirtiendo el croquis que en esta parte de la ascensión “ya por aquí no hay camino”. Y añade, “que para el justo no lo hay”. La lectura espiritual es la de la soledad interior. Pero la lectura de la ascensión es la de la ruta directamente por la montaña desnuda como cuadro de realización personal, con sus exigencias de negación, esfuerzo, riesgo y renuncia. A ello sigue una franja superior de árboles con un escarpe. Las virtudes de esta parte del recorrido, son, entre otras, fortaleza, prudencia y templanza. Las referencias virtuosas se vuelven abundantes y sin ellas no habría paso en tal punto. Desde el punto de vista religioso son esas virtudes sustento y alcance. Desde el de la escalada parecen logros, y también asistencias y condiciones del ascensionista en su relación entre la fortaleza propia, la vinculación recta con su equipo y la resistencia del lugar. Al término superior del escarpe queda la depuración espiritual tras el obstáculo. Como culminación, por encima del escarpe, están finalmente una loma cimera y la cumbre. En la amplia loma elevada y suspendida “sólo mora la gloria y honra de Dios”. Es el fin buscado, la meta, la
unión con Dios, el estado de perfección y, en lo suyo, la recompensa moral del escalador. Es decir, se logra un sentido espiritual explícito y máximo.
Esta lectura montañera de la “subida” de San Juan que acabamos de hacer contiene un valor oculto literario y teológico, generalmente inconsciente pero con frecuencia latente en los valores habituales de la ascensión a la cumbre. Conocerlo, pues, sólo añade luz sobre calidades escondidas de nuestros actos, insólitos o rituales, y de nuestros paisajes. Y San Juan concluye: “en esta desnudez halla el espíritu quietud y descanso... en el centro de su humildad”. Por ello lo escribió: para evitar que las almas no entiendan “por faltar las guías idóneas, y diestras, que las lleven hasta la cumbre”. De este modo manifiesto, San Juan ejecuta la primera “guía” de ascensión a una montaña en lengua española, guía sin duda profundamente espiritual y simbólica, no práctica ni geográfica, pero cuya luz trasciende en el “cómo ir”, tanto a Dios en lo religioso, con voz directa, como a la montaña en lo profano, como eco cultural. O a ambos simultáneamente.
Esta lectura montañera de la “subida” de San Juan que acabamos de hacer contiene un valor oculto literario y teológico, generalmente inconsciente pero con frecuencia latente en los valores habituales de la ascensión a la cumbre. Conocerlo, pues, sólo añade luz sobre calidades escondidas de nuestros actos, insólitos o rituales, y de nuestros paisajes. Y San Juan concluye: “en esta desnudez halla el espíritu quietud y descanso... en el centro de su humildad”. Por ello lo escribió: para evitar que las almas no entiendan “por faltar las guías idóneas, y diestras, que las lleven hasta la cumbre”. De este modo manifiesto, San Juan ejecuta la primera “guía” de ascensión a una montaña en lengua española, guía sin duda profundamente espiritual y simbólica, no práctica ni geográfica, pero cuya luz trasciende en el “cómo ir”, tanto a Dios en lo religioso, con voz directa, como a la montaña en lo profano, como eco cultural. O a ambos simultáneamente.
¿Podemos permitirnos leer, entonces, sólo las guías de por dónde ir y no de cómo ir? Los significados hondos de las cosas se nos escaparán o no, pero depende de si esto nos importa; todo estriba, pues, en la trama de la tela del cedazo teórico del geógrafo, de modo que sólo se criben datos territoriales o que su herramienta permita pasar también los símbolos y contenidos que construyen las honduras de los paisajes.
4. Tercer ejemplo: montañas remotas
Cuando se viaja y cuando se lee se aprende que, en la línea de lo que venimos señalando, las montañas sagradas se extienden por todo el mundo. Tomaban o toman diversos modos religiosos, naturalmente, por lo que conviene fijarse igualmente en las cumbres alejadas, en otras cosmogonías tradicionales. Antes aparecían en casi todas las culturas y aún siguen teniendo advocaciones y cultos en montañas apartadas y símbolos devotos incluso en las cercanas. En Asia están muy presentes y extendidas, pero las encontramos igualmente en África, en América, en islas alejadas. Son montañas sagradas algunas tan famosas como el Everest, el Kilimanjaro o el Monte Fuji. Pero montañas europeas muy significadas, como el Aneto y el Cervino, que no son estrictamente sagradas, se rematan sin embargo con una gran cruz cimera cuyo simbolismo es evidente. Y hay ciertas montañas que adquieren carácter sagrado de modo especialmente intenso, como ocurre con el Monte Kailas, en el Tíbet.
Pero en la amplia continuidad geográfica entre el Tíbet y Qinghai, por encima de los altiplanos que van del Himalaya al Kunlún, se extienden los espinazos de otras montañas que participan de similares modos de entendimiento y de expresión religiosa, como en las digitaciones del Kunlún y los sistemas transversales de Hengduan. Entre ellas hay un traslado de conceptos y rituales, aunque con advocaciones particulares o representaciones de deidades específicas. El modelo es el Kailas, como pilar del mundo cuya cima sagrada es intocable, pero hay muchas otras que también constituyen centros espirituales de similar intensidad. Entre ellas, en el espacio dicho, debemos unir al Kailas (6.714 m.), en el Transhimalaya, al menos al Meili o Kawa Karpo (6.740 m.) y al Minya Konka (7.556 m.), ambas en la cordillera Hengduan, y al Amne Machin (6.282 m.) en el extremo oriental del Kunlún. Hay más por la región, pero no tan intensamente sentidas en la actualidad como cumbres sagradas e incluso divinas. Al poseer tan profundos caracteres simbólicos, al menos las mencionadas deben tener su sitio en este escrito, por concisa que deba ser aquí su referencia.
Tanto en el Tíbet como en Qinghai hay profusión de templos, en general budistas y activos. Alguno, como el de Kumbum o Ta’ersi, es una lamasería de gran entidad, indicadora de su potencia real en la sociedad local, de su influencia espiritual y de su persistencia pese a tantas galernas de la historia reciente de China. Pero, además de estos centros monásticos, las mismas montañas son núcleos de religiosidad, con sus duras peregrinaciones de circunvalación que atraen a numerosos fieles. No todas estas marchas o “koras” son de idéntica exigencia física: las hay tan pequeñas que sólo suponen la vuelta alrededor de un chorten; las hay de distancia media, por ejemplo alrededor del monasterio de Kumbum; y las hay grandes, alrededor de una montaña, que puede tener notables desniveles, alcanzar elevadas altitudes y, como la del Amne Machin, prolongarse unos 180 km. de recorrido. De modo derivado, en función de la carga espiritual de la montaña pueden aparecer también monasterios locales, altos, aislados, en un alto valle del macizo del Meili, en una elevada repisa junto al Minya Konka o al pie del Amne Machin, que son los centros espirituales de esa montaña tutelar, de ese dios protector hecho montaña.
Pero esta inserción de la montaña en el paisaje general no es tajante. Los tibetanos leen sus paisajes de amplios horizontes también con referencias espirituales, y de hecho están plagados de lugares santos y simbólicos que ordenan los espacios con significados trascendentes. El territorio tibetano es entendido mediante constantes dualidades: lo alto y lo bajo, cumbre y valle, sombra y luz, casa y puerto, y en él hay una serie de símbolos espirituales que le dotan de centros significativos y de orden. Esos centros o lugares principales que concentran valores y desde los que se gradúan los demás son frecuentemente montañas con caracteres divinos. El Kailas incluso ordena el mundo entero, reúne la geografía mítica de Asia y agrupa los espíritus de medio continente. Es un formidable relieve, un individuo geográfico sobresaliente, pilar del mundo, es fuente de aguas que se dispersan por tal continente en todas las direcciones, es el centro de un mandala expresivo de la armonía del cosmos, está compuesto por cuatro caras inviolables que guardan los espíritus del suelo y que poseen puertas imaginarias hacia el mundo subterráneo donde habitan las fuerzas complementarias, y su vértice se prolonga en el cielo en una pirámide inversa, intangible morada de todos los dioses. Además, cada detalle, cada recodo, cada angostura, cada piedra, cada contrafuerte posee un significado religioso propio. Estas montañas no son, pues, simplemente conglomerados apilados y abiertos por la erosión glaciar pleistocena; estas montañas condensan el espíritu complejísimo de la espiritualidad de Asia.
Las peregrinaciones circunvalantes alrededor de las montañas son realizadas por cientos, miles incluso, de fieles hoy día, que pueden remontar collados a más de 5.000 m. de altitud. Lo hacen comúnmente a pie, a veces a caballo, en ocasiones con prosternaciones continuas. Dejan ofrendas, repiten mantras, dan vueltas al molinillo de oración, arrojan al aire estampas del caballito del viento o soplo de vida al galope, tienden banderas con los colores del cielo, de las nubes, del sol, del agua y de la tierra, impresas con preces e imágenes de caballos, que agitan los vientos de los collados, rodean por su izquierda los túmulos de piedras, con su “Om Mani Padme Hum” grabado en ellas.
Pero en la amplia continuidad geográfica entre el Tíbet y Qinghai, por encima de los altiplanos que van del Himalaya al Kunlún, se extienden los espinazos de otras montañas que participan de similares modos de entendimiento y de expresión religiosa, como en las digitaciones del Kunlún y los sistemas transversales de Hengduan. Entre ellas hay un traslado de conceptos y rituales, aunque con advocaciones particulares o representaciones de deidades específicas. El modelo es el Kailas, como pilar del mundo cuya cima sagrada es intocable, pero hay muchas otras que también constituyen centros espirituales de similar intensidad. Entre ellas, en el espacio dicho, debemos unir al Kailas (6.714 m.), en el Transhimalaya, al menos al Meili o Kawa Karpo (6.740 m.) y al Minya Konka (7.556 m.), ambas en la cordillera Hengduan, y al Amne Machin (6.282 m.) en el extremo oriental del Kunlún. Hay más por la región, pero no tan intensamente sentidas en la actualidad como cumbres sagradas e incluso divinas. Al poseer tan profundos caracteres simbólicos, al menos las mencionadas deben tener su sitio en este escrito, por concisa que deba ser aquí su referencia.
Tanto en el Tíbet como en Qinghai hay profusión de templos, en general budistas y activos. Alguno, como el de Kumbum o Ta’ersi, es una lamasería de gran entidad, indicadora de su potencia real en la sociedad local, de su influencia espiritual y de su persistencia pese a tantas galernas de la historia reciente de China. Pero, además de estos centros monásticos, las mismas montañas son núcleos de religiosidad, con sus duras peregrinaciones de circunvalación que atraen a numerosos fieles. No todas estas marchas o “koras” son de idéntica exigencia física: las hay tan pequeñas que sólo suponen la vuelta alrededor de un chorten; las hay de distancia media, por ejemplo alrededor del monasterio de Kumbum; y las hay grandes, alrededor de una montaña, que puede tener notables desniveles, alcanzar elevadas altitudes y, como la del Amne Machin, prolongarse unos 180 km. de recorrido. De modo derivado, en función de la carga espiritual de la montaña pueden aparecer también monasterios locales, altos, aislados, en un alto valle del macizo del Meili, en una elevada repisa junto al Minya Konka o al pie del Amne Machin, que son los centros espirituales de esa montaña tutelar, de ese dios protector hecho montaña.
Pero esta inserción de la montaña en el paisaje general no es tajante. Los tibetanos leen sus paisajes de amplios horizontes también con referencias espirituales, y de hecho están plagados de lugares santos y simbólicos que ordenan los espacios con significados trascendentes. El territorio tibetano es entendido mediante constantes dualidades: lo alto y lo bajo, cumbre y valle, sombra y luz, casa y puerto, y en él hay una serie de símbolos espirituales que le dotan de centros significativos y de orden. Esos centros o lugares principales que concentran valores y desde los que se gradúan los demás son frecuentemente montañas con caracteres divinos. El Kailas incluso ordena el mundo entero, reúne la geografía mítica de Asia y agrupa los espíritus de medio continente. Es un formidable relieve, un individuo geográfico sobresaliente, pilar del mundo, es fuente de aguas que se dispersan por tal continente en todas las direcciones, es el centro de un mandala expresivo de la armonía del cosmos, está compuesto por cuatro caras inviolables que guardan los espíritus del suelo y que poseen puertas imaginarias hacia el mundo subterráneo donde habitan las fuerzas complementarias, y su vértice se prolonga en el cielo en una pirámide inversa, intangible morada de todos los dioses. Además, cada detalle, cada recodo, cada angostura, cada piedra, cada contrafuerte posee un significado religioso propio. Estas montañas no son, pues, simplemente conglomerados apilados y abiertos por la erosión glaciar pleistocena; estas montañas condensan el espíritu complejísimo de la espiritualidad de Asia.
Las peregrinaciones circunvalantes alrededor de las montañas son realizadas por cientos, miles incluso, de fieles hoy día, que pueden remontar collados a más de 5.000 m. de altitud. Lo hacen comúnmente a pie, a veces a caballo, en ocasiones con prosternaciones continuas. Dejan ofrendas, repiten mantras, dan vueltas al molinillo de oración, arrojan al aire estampas del caballito del viento o soplo de vida al galope, tienden banderas con los colores del cielo, de las nubes, del sol, del agua y de la tierra, impresas con preces e imágenes de caballos, que agitan los vientos de los collados, rodean por su izquierda los túmulos de piedras, con su “Om Mani Padme Hum” grabado en ellas.
Aparte de la kora del Kailas, las más renombradas son las del Kawa Karpo y del Amne Machin. Kawa Karpo es en realidad un dios benevolente pero celoso de su retiro en las alturas y quienes lo veneran no desean que sus recintos, hielos y cumbres sean perturbados ni profanados por extraños. Se le representa armado sobre un caballo blanco, pero también el dios-montaña Dordjelutru, que corresponde al Minya Konka, cabalga en un caballo blanco y es dueño del trueno. E igualmente la divinidad del Amne Machin es ecuestre, vigilando desde la altura con su familia divina, y protegiendo a los pastores de yaks que viven a sus pies. Se dice que quien contemple el pico del Minya Konka (sólo pueden verlo los corazones puros) quedará limpio de pecados y su vida será entonces como un renacimiento. Tales montañas personifican, pues, un “poder tutelar”, son la encarnación de una divinidad, de modo que cada una es una montaña-dios individualizada, aunque todas tengan similares caracteres.
En el origen de esta doctrina está además la idea tan común de la montaña cósmica, el eje del mundo o, al menos, de la región circundante. Sabemos que es propio de diversas culturas el principio del eje del mundo aplicado a montañas concretas, destacadas e inaccesibles, columnas del cielo y centros de organización espiritual de las cosas del territorio, pero la fuerza que adquiere este concepto en el Tíbet es bastante especial. Este papel, similar al del Kailas a escala regional, se ha atribuido, por ejemplo, al Amne Machin por los goloks que habitan sus flancos. Según sus tradiciones, su culminación tocaría la luna y el sol mientras su raíz se hundiría en la profundidad subterránea. Es, pues, como la figura de un chorten gigantesco. Tal eje, tan alto, se cubriría de cristal que serviría de gigantesco relicario del dios denominado Machin Pomra, que estaría por las cumbres acompañado por cientos de sus hermanos, concretados físicamente en las cimas secundarias repartidas profusamente por todas sus aristas. Se puede, pues, hacer un mapa de la familia divina.
Lógicamente, similares ideas tradicionales de sacralización de las montañas se extienden por la cordillera de Kunlún, donde también reaparece otro eje cósmico, a la vez con sentido geográfico y trasfondo espiritual. En la cumbre, ya celeste, habitaría inmortal “El Uno” o, en otras versiones, la diosa de la inmortalidad, o allí se guardarían las espadas protectoras que vencen a los malos espíritus. El hecho es que esto también es una montaña paralela a la que yo veo y que es la que está viendo quien está a mi lado. Lo que ocurre es que, si hago un esfuerzo, yo puedo entender también su montaña sin borrar la mía.
En el origen de esta doctrina está además la idea tan común de la montaña cósmica, el eje del mundo o, al menos, de la región circundante. Sabemos que es propio de diversas culturas el principio del eje del mundo aplicado a montañas concretas, destacadas e inaccesibles, columnas del cielo y centros de organización espiritual de las cosas del territorio, pero la fuerza que adquiere este concepto en el Tíbet es bastante especial. Este papel, similar al del Kailas a escala regional, se ha atribuido, por ejemplo, al Amne Machin por los goloks que habitan sus flancos. Según sus tradiciones, su culminación tocaría la luna y el sol mientras su raíz se hundiría en la profundidad subterránea. Es, pues, como la figura de un chorten gigantesco. Tal eje, tan alto, se cubriría de cristal que serviría de gigantesco relicario del dios denominado Machin Pomra, que estaría por las cumbres acompañado por cientos de sus hermanos, concretados físicamente en las cimas secundarias repartidas profusamente por todas sus aristas. Se puede, pues, hacer un mapa de la familia divina.
Lógicamente, similares ideas tradicionales de sacralización de las montañas se extienden por la cordillera de Kunlún, donde también reaparece otro eje cósmico, a la vez con sentido geográfico y trasfondo espiritual. En la cumbre, ya celeste, habitaría inmortal “El Uno” o, en otras versiones, la diosa de la inmortalidad, o allí se guardarían las espadas protectoras que vencen a los malos espíritus. El hecho es que esto también es una montaña paralela a la que yo veo y que es la que está viendo quien está a mi lado. Lo que ocurre es que, si hago un esfuerzo, yo puedo entender también su montaña sin borrar la mía.
Hay, en fin, por estas montañas una geografía religiosa de los lugares muy intensificada por la que han emigrado las ilusiones, haciéndose locales, pero no diferentes a las universales de los hombres, decantándose en historias, lugares y personajes individuales. La montaña dirige el espacio en el interior de los hombres. El paisaje se entiende entonces por sus historias, por sus voluntades, por tus respuestas, en un tejido que se plasma en comportamientos. Al protector de los hombres, al dios-montaña, le corresponderá enfrentarse a lo tenebroso. A ti, el respeto. Todo esto y mucho más enseñan las montañas simbólicas, más allá de su materialidad tangible.
¿Se trataría de abarcar todos los contenidos? Si una parte de los hombres, cuando acepta valores espirituales en el paisaje, vive más cerca de los que están ocultos, pero que se mueven en activos hilos invisibles, que de aquellos que podrían decantarse de aprecios culturales de otro orden, ¿dónde se debería detener entonces el pensamiento del geógrafo? Yo intentaría llegar hasta el fondo. Creo que, tras lo dicho, me asisten muy buenas razones.
Eduardo Martínez de Pisón