CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

sábado, 3 de mayo de 2014

- LA MONTAÑA SIMBÓLICA

Resumen 

La montaña contiene valores de notable profundidad cultural en sus significados. Se proponen como ejemplos expresivos: 1º, el carácter analógico de determinados contenidos de la montaña misma y del acercamiento a su recinto y a su altitud; 2º, el sentido metafórico del volcán en la gran literatura europea; 3º, el marcado símbolo espiritual de la ascensión en nuestra literatura; y 4º, la intensa interpretación religiosa de algunas montañas de Asia. Cabe, pues, al interés geográfico fijarse y ahondar en tales contenidos, aunque no estén formalizados en el territorio estricto, como componentes del sentido de los paisajes. Por lo tanto, si el pensamiento geográfico pusiera como límite de su interés específico un punto previo a estos contenidos, lo que quedaría amputado es el mismo concepto de paisaje.

1. La montaña análoga

Hay valores visibles, explícitos en los paisajes, que conviven con otros ocultos, invisibles, con frecuencia tanto o más significativos. Éstos requieren ahondar en lo que no está a la vista. La condición oculta del paisaje es una referencia necesaria de valor y determinados paisajes quedan a veces estrechamente enlazados a esa carga simbólica. Así, en el valor oculto de la ascensión reside un símbolo espiritual de su itinerario y del encuentro con lo alto. La mirada se lanza desde una perspectiva que acaso pueda encontrarse mejor en las bibliotecas y los museos que en el propio terreno. Hay novelas que exploran ese mundo simbólico expresamente, como La montaña análoga, de Daumal, una alegoría del diálogo interior con la naturaleza, cuya realidad es mejor que la fantasía, o El olor de la altitud, de Jouty, que remite incluso a lo inalcanzable e inexpresable, mezclando la ascensión real y la espiritual por el paisaje propio de lo extraño, donde la valía moral cuenta más que la capacidad física, porque la cumbre verdadera no se corresponde con la cumbre material. Significan no sólo enlaces con aspectos sublimes de la realidad sino más concretamente con la cultura, o con algunos de sus componentes específicos: por ejemplo, lo inexpresable de la montaña enlaza con Senancour, o la mística de la ascensión con sus metáforas poéticas. Y así sucesivamente. Se están invocando aquí, con claridad para quien transite por esos mundos, aunque sin decirlo, órbitas propias de las letras y las artes.

Pero la ascensión de la montaña real es siempre el recorrido de un paisaje, el recorrido apropiado al declive y la rugosidad naturales, en el que es preciso un trato directo con tal paisaje, que opone su resistencia y ofrece sus posibilidades. En todo el proceso de la ascensión se sopesan las fuerzas y habilidades del ascensionista con las fuerzas estáticas y dinámicas de la montaña.
Al mismo tiempo, no menos cierto es que hay, además, una constante experiencia espiritual que puede tomar una expresión religiosa, incluso mística, presentes en la literatura alpina de modo abundante. Pero la relación entre montaña y religión es amplia, más amplia que el alpinismo, y tiene sus raíces en lo más viejo y hondo de nuestra cultura. El Himalaya es llamado por ello la morada de los dioses. El Monte Kailas, en el Transhimalaya tibetano, tiene un carácter religioso en sí mismo y como objeto de peregrinación aún más intenso y vigente, extendido a budistas, hinduistas y bon. El fuerte simbolismo de estas montañas y de sus chorten o estupas, principalmente en el budismo tántrico, adquiere una dualidad significativa de la montaña como templo y del templo como montaña. La forma del chorten, además de su sentido general como túmulo y punto de devoción, tiene significados cósmicos estratificados de la tierra al cielo, de modo que su baseatañe a la tierra y se refiere a un tipo de saber, el de la identidad, su domo central es símbolo del agua y del saber ver, su mástil hace referencia al fuego y al saber discriminar, su culminación significa el aire y el saber de los actos, y finalmente los símbolos solar y lunar que lo rematan evocan el éter y la sabiduría de la ley. El chorten es, pues, también un símbolo del eje anclado en el suelo y que se lanza al cielo. Nuestro mismo Teide fue considerado por los clásicos como “trono de los dioses” y tal vez como eje del mundo entre los aborígenes.

Y no hablemos del alcance tan intenso en la cultura de los signos mitológicos del Olimpo o del Parnaso. La otra raíz mayor en la relación entre montaña y religión en nuestra cultura procede de los conocidos sucesos bíblicos del Monte Sinaí. El símbolo religioso de la ascensión es, pues, explícito, y prosiguió en diversas propuestas ascéticas y místicas. Y la subida es entonces expuesta como un método religioso y una de las maneras de realizarse el viaje de la prueba que lleva a la iluminación o a la revelación, que no son lo mismo. El ermitaño significa genéricamente el deseo de retirada, de apartamiento en la naturaleza y de adentramiento en la montaña, porque ésta proporciona ampliamente ambos requisitos: naturaleza y soledad. Desprovista de éstas la montaña deja de ser, por tanto, desde un punto de vista simbólico y no sólo naturalista, un bien mayor.

Las raíces universales de las relaciones entre altitud, montaña, ascensión y experiencia religiosa tienen muchas de sus claves catalogadas. Algunas, por Samivel, con la capacidad de sugerencia tan característica de este escritor de la montaña alpina, y con las numerosas referencias eruditas que era capaz de aportar, en este caso sobre las múltiples modalidades que adoptan las concepciones religiosas de la montaña en la historia y en la geografía. Al abordar el simbolismo de la altitud señalaba Samivel la asociación primaria entre lo bajo  –con menos- y lo alto –con más-. . La altitud y la verticalidad, escribía, son generalmente cualificadas positivamente. De tal modo que a la altitud corresponden conceptos de trascendencia y a la ascensión de progreso y crecimiento. En lo alto se encierran signos de lo bueno y ligero, de lo que vence el peso, de lo celeste; lo espiritual asciende; en cambio, la materia pesa y la vida ha de luchar contra tal peso. La elevación es, pues, una cualidad y la cima su logro, la victoria sobre los obstáculos materiales mediante un esfuerzo, su recompensa moral. Todo ello sacraliza la montaña y su ascenso. Es el esfuerzo lo que consigue la entrada en un dominio ajeno y abierto entre líneas aéreas –sugerencia de lo infinito-, en espacios 
grandes, en alejamiento progresivo de lo basal y de sus laberintos. De modo que la dualidad bajo-alto se polariza en dos ambientes contrapuestos, lo alto como escenario de naturaleza, soledad e individualización; y lo bajo como mecanizado, masificado y gregario. Todo ello son modelos culturales. Pero lo bajo también es lo terreno, lo mundano, lo subterráneo incluso lo infernal y, en cambio, lo alto es lo celeste y divino. La montaña hunde sus pies en el antro, progresa hacia arriba desde lo mundano y alcanza lo divino. Nada más extendido, lo mismo en sencillas culturas populares, en misteriosos ambientes exóticos, en difíciles poetas místicos o en el mismo Dante.

Además, está claro que hay un sentido moderno de la ascensión, impregnado de valores científicos, artísticos y exploratorios, que bañan culturalmente e ideológicamente el ascensionismo montañero. En España es lo que aconteció, en su mejor versión, sobre todo por influencia de la Institución Libre de Enseñanza en el excursionismo, con su particular carga de calidad. La suma de ambos modelos y sentidos constituye el producto cultural que el alpinista recibe y mantiene. No vamos a extendernos más en este aspecto, que requiere un tratado propio. En cambio, vamos a centrarnos ahora en tres ejemplos muy característicos del simbolismo heredado y a veces olvidado. No son los únicos, pero son suficientemente expresivos para revelar la existencia y la importancia del lado imaginario de toda montaña y, por derivación, nos dará pie para aplicarnos a la búsqueda de otros aspectos simbólicos con peso en la cultura. Se trata, por tanto, de un recorrido fugaz por la otra vertiente de la geografía de los objetos, que doy por supuesto que también es geografía, como por la cara oculta de la luna, naturalmente si ésta no es plana sino redonda. 

2. Primer ejemplo: la erupción como metáfora

Vamos a comenzar con la raíz, con el origen simbólico de la montaña en el antro del fuego y del cataclismo. No es exacto, claro está, sólo es parcialmente verdad, pero así ha gustado a más de un poeta. Un caso es el de Gabriel y Galán, quien bajo Gredos escribía: “Te engendró trepidante el terremoto / [...] la tierra te parió de sus entrañas, / rugiendo de dolor su seno roto. / [...] Y transpiraste en tu alentar inmenso / soberbias espirales / que cegaron el éter de humo denso. / y tu loca niñez, brava y ardiente, / envolvióse en pañales / que eran manto de lava incandescente...”. No explicaría así el origen de Gredos, claro está, pero la licencia poética nos sirve perfectamente para entrar en materia.
Nuestra cultura ha nacido junto al volcán. Los grandes mitos clásicos se asociaron en casos señalados, con naturalidad en lo geográfico y con lógica en lo dinámico, a las formas volcánicas y a las destrucciones propias de las erupciones. Es lo que se conocía empíricamente en las fuerzas terrestres presentes en el mundo mediterráneo y es lo que trasladaron los escritores a sus contemporáneos y a los tiempos posteriores. Luego se transportaron también en el espacio al aplicarse por distintos descubridores en parte al atlántico y al continente americano. Ya Viera y Clavijo planteó, por ejemplo, “si fueron Las Canarias parte de la Atlántida de Platón”. La mancha de la cultura mediterránea extendiéndose por el Globo estaba lógicamente compuesta también por sus antiguas consideraciones míticas y naturalistas.

Las referencias a volcanes en la mitología clásica son, como es sabido, abundantes: nada más explícito que Efestos o Vulcano, dios del fuego profundo, como principio tanto creador como destructor. La activa proximidad del Etna, del Vesubio, de Vulcano, entre otros volcanes, hará habitual su presencia en la literatura, por ejemplo en Homero, Hesíodo, Lucrecio, o Virgilio, y algunas de sus ideas persistirán hasta el Renacimiento como explicación de los fenómenos telúricos, como en el caso de los breves, pero insistentes, razonamientos expresados por Aristóteles respecto a los terremotos y los volcanes. Las furias atribuidas a los Titanes en el antro desde el siglo VIII antes de Cristo, el aliento del titán enterrado en el submundo de las sombras, en las profundas cámaras del castigo, serán las fuerzas del Etna, vinculando peleas propias de los hombres, agigantadas, a los dioses y a las fuerzas naturales. Y, al aire libre, otro gigante elevado hasta perderse en la altitud su cabeza, el Atlante castigado, también habrá de soportar el cielo sobre sus hombros. Es, en suma, la figura del volcán completo, con sus raíces en el infierno y su cúspide celeste. El eje, la columna inquieta y viva del universo. La erupción, la fuerza convulsa de su base, es una titanomaquia. De modo que, en este drama –pues la Tierra es entendida dramáticamente-, el cráter central del Etna ha sido algo más que el abismo hacia el interior de la Tierra, lo que ya es inquietante: ha sido la cuenca vaciada del ojo del cíclope. La vía vertical, profunda, a la residencia de las fraguas en las cavernas, donde se oyen los martillazos de los cíclopes. De este modo, en nuestra raíz el paisaje era pura fuerza. Cerca estaba, no lo olvidemos, el Vesubio amenazante, el paisaje inmediato era el peligro. Pueden leer a Plinio el Joven si creen que exagero.

Pero, como sabemos, hay dos tradiciones culturales nuestras sobre los volcanes: aparte de la cultura clásica está la bíblica, también alegórica, que se suma a las anteriores raíces con su propia intención y su ámbito, como clave de conocimiento, símbolo o parábola bien influyentes e incluso más popularmente extendidos largo tiempo (no ahora, pues dudo razonablemente que ninguna de las dos raíces tenga en estos momentos amplios adeptos). Tales lugares, clásicos y bíblicos, pasaron a ser claves, modelos y referencias en el lenguaje cultural y ritos de viaje. Y tal modelo cultural, como antes he apuntado, será llevado con los europeos a América, a Filipinas y a los archipiélagos, de modo que su extensión no llegó a ser universal pero casi lo consigue. Aunque no sólo en nuestro continente y en sus prolongaciones culturales, sino en todas partes, los volcanes han sido interpretados con contenidos religiosos, y sólo hay que darse una vuelta por el mundo habitado para acumular notas sobre esas atribuciones, aquí nos bastará recordar ahora dos escenarios.
Por un lado, en otras ocasiones he señalado cómo la Teofanía de la revelación a Moisés en el Sinaí parece describir una erupción: sus truenos, el estruendo, la densa nube que cubría el monte, el fuego ardiente que abrasaba la cumbre, “humeando por haber descendido a él el Señor entre llamas”, el humo que subía como de un horno. La imagen del volcán en actividad. En el momento álgido de la revelación, por tanto, el escenario reclama la fuerza telúrica y el aparato del volcán. Y, por otra parte, en la destrucción de Sodoma no faltan tampoco resonancias a los efectos destructivos de algunas erupciones. Las erupciones han servido repetidamente, además, primero, para insistir en la misma enseñanza: la interpretación del desastre natural como castigo divino a los pecadores. Y, segundo, para evocar el infierno, cuya imagen se concreta en los cráteres incandescentes, en los piroclastos y en las lavas ígneas.

Se llegó a razonar a fines del siglo XVI por autor español piadoso muy conocido si lo que se veía en ciertos cráteres activos de América era realmente el fuego del infierno, para lo que no faltaban partidarios. Para otros, de espíritu más práctico, la duda estribaba en cambio en si tal magma era o no oro derretido. Como es comprensible, este aspecto atrajo a más gentes dispuestas a obtener muestras para analizarlas. Está claro que ninguno pudo comprobar a ciencia cierta sus respectivas hipótesis. Pero sigamos hasta el fondo. Cuando Dante asciende en su viaje literario a la montaña de las antípodas figurada como el Purgatorio, dice que se trata del “monte que al cielo más se eleva de las aguas”. Ya en el viaje al Infierno, Ulises había contado que en su navegación atlántica dio vista a tal montaña “una montaña oscura por la distancia y tan alta cual nunca hubiera visto monte alguno”. La resonancia del clásico Atlas parece evidente, y la compañía de Virgilio enlaza con la raíz cultural, pero la montaña es sobre todo una referencia con contenido cristiano ascético y moral ubicada en la sombra de una referencia imprecisa en la época de una alta montaña erguida sobre el océano. Y como su culminación lleva al posible acceso al Paraíso, todo se reúne, la raíz profunda con entrada por una caverna con el infierno en pisos hasta el centro de la Tierra, la montaña imprecisa en su lugar opuesto hasta rebasar las nubes y el cielo en la altitud. Esta geografía sin fundamento orográfico, basada en la suma clásica y religiosa de interpretación simbólica de la montaña, es, sin embargo, no hay que repetirlo, un fundamento mayor de nuestra cultura. Como esa imaginaria elevada montaña en el Atlántico tiene todas las probabilidades de estar basada en una borrosa imagen geográfica del Teide, propia del siglo en que se escribió el poema, podemos permitirnos incluirla aquí sin forzamiento entre los volcanes y sus metáforas.

Más tarde hay otras traslaciones literarias de este orden y alguna es de suficiente envergadura como para que, al menos, también la mencionemos de paso en este apartado. Se trata de la aparición de imágenes volcánicas en el Fausto de Goethe, en oposición alegórica con los paisajes alpinos. Los Alpes rientes muestran el pulso de la vida como una lección, mientras el antro infernal, de fuego eterno con el “acre tufo del azufre”, procede de la demolición, de la escombrera de las montañas, de modo que aquí, una vez más, pero a su modo, el volcán desolado es nuevamente metáfora del diablo, pero en este caso porque nada sabe del modo esperanzado de ver el mundo. Siglo tras siglo, la montaña vuelve a ser, de una u otra manera, repetidamente tanto roca como metáfora.
No deja de ser agradable e instructivo pasear por las geografías de Homero, de Dante o de Goethe.
¿Debería el geógrafo abstenerse?

3. Segundo ejemplo: la metáfora espiritual

Nos parece conveniente volver a dedicar aquí, con brevedad, al menos para quien no haya leído nuestros viejos trabajos, una referencia especial a la imagen tradicional en nuestra literatura del símbolo de la ascensión. Estas cuestiones tienen, en efecto, su médula literaria con un fuerte arraigo en nuestras letras, concretamente en San Juan de la Cruz, y su mismo centro en La subida del Monte Carmelo, obra escrita entre 1578 y 1582. La referencia geográfica al Monte Carmelo se remonta a los ermitaños de la época de las Cruzadas, instalados en el siglo XII en la falda del monte de esa denominación, situado en Haifa, cercano al mar y que alcanza los 600 m. de altitud. Luego, la visita al Monte Carmelo ha venido estando incluida de modo habitual en los circuitos de los peregrinos a Tierra Santa, entre los lugares de Jerusalén, Nazaret y San Juan de Acre. Pero todo esto no es más que un punto de arranque. De nuevo se trata, en lo que aquí elegimos, de una geografía simbólica, de gran entidad literaria, que juega con sus elementos como si fuera una base real, pero evidentemente con absoluto alejamiento de los objetivos de un análisis o de los de una guía alpina.
La subida, el escrito del poeta, tiene una buena parte de su sentido gravitando en la montaña como metáfora espiritual. Esta obra contiene un sistema de claves expresado por todos los medios: dibujo, acotaciones, poesía y prosa. La ascensión se usa como símbolo con intención explícita ascética y mística, aunque tales atributos acaban por impregnar a la ascensión real con caracteres sublimados. San Juan habla de la ascensión simbólica, y la ascensión real se contagia de tales símbolos.

El gráfico que acompaña al texto permite hoy hacer incluso una lectura montañera de los valores espirituales de la ascensión o una lectura religiosa de sus valores montañeros o una lectura literaria de sus valores poéticos. El croquis del santo está planteado como un esquema de ascensión moderno, con las vías de escalada a la cumbre y sus comentarios, como podría ser un bosquejo alpinista. El croquis, además, fue diseñado por el propio escritor, inicialmente de modo esquemá-tico, aunque luego los carmelitas lo elaboraron más en sucesivas ediciones, con mayor realismo, pero sin variar las bases topográficas fundamentales ni el recorrido ni las intenciones espirituales del santo poeta. 
El dibujo está compuesto sobre una cita del Evangelio: “qué angosta es la puerta y cuán estrecha la senda que conduce a la vida eterna”. El croquis representa, pues, el itinerario gráfico de la ascensión, con sus claves espirituales. Una observación geográfica de sus componentes internos nos permite descomponerlo en pisos sucesivos. De abajo arriba son: Colinas basales, con caminos y senda. Montañas desnudas intermedias. Montes con árboles esparcidos. Escarpe pronunciado y elevado. Loma cimera con arbustos. Cumbre redondeada. Empecemos la marcha: en la base del monte hay tres caminos posibles, el del “espíritu imperfecto”, el del “espíritu errado” y el de la “senda estrecha de la perfección”, la vía difícil, la escalada monte a través, fuera de los caminos trillados. Cada cual tiene su guía de itinerario y posee su valor y recomendación. En suma, el camino central es el correcto, la llave del monte, pero tal camino está justamente donde no hay camino, sólo la senda estrecha. Despojado de superfluidades, consistirá en lo esencial.

El piso intermedio alcanzado tomando sólo la buena dirección es la montaña desnuda. Por la senda estrecha se llega adonde no hay nada. La vía de escalada se adentra y atraviesa el “monte-nada” y se dirige directamente a la cumbre, advirtiendo el croquis que en esta parte de la ascensión “ya por aquí no hay camino”. Y añade, “que para el justo no lo hay”. La lectura espiritual es la de la soledad interior. Pero la lectura de la ascensión es la de la ruta directamente por la montaña desnuda como cuadro de realización personal, con sus exigencias de negación, esfuerzo, riesgo y renuncia. A ello sigue una franja superior de árboles con un escarpe. Las virtudes de esta parte del recorrido, son, entre otras, fortaleza, prudencia y templanza. Las referencias virtuosas se vuelven abundantes y sin ellas no habría paso en tal punto. Desde el punto de vista religioso son esas virtudes sustento y alcance. Desde el de la escalada parecen logros, y también asistencias y condiciones del ascensionista en su relación entre la fortaleza propia, la vinculación recta con su equipo y la resistencia del lugar. Al término superior del escarpe queda la depuración espiritual tras el obstáculo. Como culminación, por encima del escarpe, están finalmente una loma cimera y la cumbre. En la amplia loma elevada y suspendida “sólo mora la gloria y honra de Dios”. Es el fin buscado, la meta, la 
unión con Dios, el estado de perfección y, en lo suyo, la recompensa moral del escalador. Es decir, se logra un sentido espiritual explícito y máximo.

Esta lectura montañera de la “subida” de San Juan que acabamos de hacer contiene un valor oculto literario y teológico, generalmente inconsciente pero con frecuencia latente en los valores habituales de la ascensión a la cumbre. Conocerlo, pues, sólo añade luz sobre calidades escondidas de nuestros actos, insólitos o rituales, y de nuestros paisajes. Y San Juan concluye: “en esta desnudez halla el espíritu quietud y descanso... en el centro de su humildad”. Por ello lo escribió: para evitar que las almas no entiendan “por faltar las guías idóneas, y diestras, que las lleven hasta la cumbre”. De este modo manifiesto, San Juan ejecuta la primera “guía” de ascensión a una montaña en lengua española, guía sin duda profundamente espiritual y simbólica, no práctica ni geográfica, pero cuya luz trasciende en el “cómo ir”, tanto a Dios en lo religioso, con voz directa, como a la montaña en lo profano, como eco cultural. O a ambos simultáneamente.
¿Podemos permitirnos leer, entonces, sólo las guías de por dónde ir y no de cómo ir? Los significados hondos de las cosas se nos escaparán o no, pero depende de si esto nos importa; todo estriba, pues, en la trama de la tela del cedazo teórico del geógrafo, de modo que sólo se criben datos territoriales o que su herramienta permita pasar también los símbolos y contenidos que construyen las honduras de los paisajes.

4. Tercer ejemplo: montañas remotas

Cuando se viaja y cuando se lee se aprende que, en la línea de lo que venimos señalando, las montañas sagradas se extienden por todo el mundo. Tomaban o toman diversos modos religiosos, naturalmente, por lo que conviene fijarse igualmente en las cumbres alejadas, en otras cosmogonías tradicionales. Antes aparecían en casi todas las culturas y aún siguen teniendo advocaciones y cultos en montañas apartadas y símbolos devotos incluso en las cercanas. En Asia están muy presentes y extendidas, pero las encontramos igualmente en África, en América, en islas alejadas. Son montañas sagradas algunas tan famosas como el Everest, el Kilimanjaro o el Monte Fuji. Pero montañas europeas muy significadas, como el Aneto y el Cervino, que no son estrictamente sagradas, se rematan sin embargo con una gran cruz cimera cuyo simbolismo es evidente. Y hay ciertas montañas que adquieren carácter sagrado de modo especialmente intenso, como ocurre con el Monte Kailas, en el Tíbet.

Pero en la amplia continuidad geográfica entre el Tíbet y Qinghai, por encima de los altiplanos que van del Himalaya al Kunlún, se extienden los espinazos de otras montañas que participan de similares modos de entendimiento y de expresión religiosa, como en las digitaciones del Kunlún y los sistemas transversales de Hengduan. Entre ellas hay un traslado de conceptos y rituales, aunque con advocaciones particulares o representaciones de deidades específicas. El modelo es el Kailas, como pilar del mundo cuya cima sagrada es intocable, pero hay muchas otras que también constituyen centros espirituales de similar intensidad. Entre ellas, en el espacio dicho, debemos unir al Kailas (6.714 m.), en el Transhimalaya, al menos al Meili o Kawa Karpo (6.740 m.) y al Minya Konka (7.556 m.), ambas en la cordillera Hengduan, y al Amne Machin (6.282 m.) en el extremo oriental del Kunlún. Hay más por la región, pero no tan intensamente sentidas en la actualidad como cumbres sagradas e incluso divinas. Al poseer tan profundos caracteres simbólicos, al menos las mencionadas deben tener su sitio en este escrito, por concisa que deba ser aquí su referencia.

Tanto en el Tíbet como en Qinghai hay profusión de templos, en general budistas y activos. Alguno, como el de Kumbum o Ta’ersi, es una lamasería de gran entidad, indicadora de su potencia real en la sociedad local, de su influencia espiritual y de su persistencia pese a tantas galernas de la historia reciente de China. Pero, además de estos centros monásticos, las mismas montañas son núcleos de religiosidad, con sus duras peregrinaciones de circunvalación que atraen a numerosos fieles. No todas estas marchas o “koras” son de idéntica exigencia física: las hay tan pequeñas que sólo suponen la vuelta alrededor de un chorten; las hay de distancia media, por ejemplo alrededor del monasterio de Kumbum; y las hay grandes, alrededor de una montaña, que puede tener notables desniveles, alcanzar elevadas altitudes y, como la del Amne Machin, prolongarse unos 180 km. de recorrido. De modo derivado, en función de la carga espiritual de la montaña pueden aparecer también monasterios locales, altos, aislados, en un alto valle del macizo del Meili, en una elevada repisa junto al Minya Konka o al pie del Amne Machin, que son los centros espirituales de esa montaña tutelar, de ese dios protector hecho montaña.

Pero esta inserción de la montaña en el paisaje general no es tajante. Los tibetanos leen sus paisajes de amplios horizontes también con referencias espirituales, y de hecho están plagados de lugares santos y simbólicos que ordenan los espacios con significados trascendentes. El territorio tibetano es entendido mediante constantes dualidades: lo alto y lo bajo, cumbre y valle, sombra y luz, casa y puerto, y en él hay una serie de símbolos espirituales que le dotan de centros significativos y de orden. Esos centros o lugares principales que concentran valores y desde los que se gradúan los demás son frecuentemente montañas con caracteres divinos. El Kailas incluso ordena el mundo entero, reúne la geografía mítica de Asia y agrupa los espíritus de medio continente. Es un formidable relieve, un individuo geográfico sobresaliente, pilar del mundo, es fuente de aguas que se dispersan por tal continente en todas las direcciones, es el centro de un mandala expresivo de la armonía del cosmos, está compuesto por cuatro caras inviolables que guardan los espíritus del suelo y que poseen puertas imaginarias hacia el mundo subterráneo donde habitan las fuerzas complementarias, y su vértice se prolonga en el cielo en una pirámide inversa, intangible morada de todos los dioses. Además, cada detalle, cada recodo, cada angostura, cada piedra, cada contrafuerte posee un significado religioso propio. Estas montañas no son, pues, simplemente conglomerados apilados y abiertos por la erosión glaciar pleistocena; estas montañas condensan el espíritu complejísimo de la espiritualidad de Asia.

Las peregrinaciones circunvalantes alrededor de las montañas son realizadas por cientos, miles incluso, de fieles hoy día, que pueden remontar collados a más de 5.000 m. de altitud. Lo hacen comúnmente a pie, a veces a caballo, en ocasiones con prosternaciones continuas. Dejan ofrendas, repiten mantras, dan vueltas al molinillo de oración, arrojan al aire estampas del caballito del viento o soplo de vida al galope, tienden banderas con los colores del cielo, de las nubes, del sol, del agua y de la tierra, impresas con preces e imágenes de caballos, que agitan los vientos de los collados, rodean por su izquierda los túmulos de piedras, con su “Om Mani Padme Hum” grabado en ellas. 
Aparte de la kora del Kailas, las más renombradas son las del Kawa Karpo y del Amne Machin. Kawa Karpo es en realidad un dios benevolente pero celoso de su retiro en las alturas y quienes lo veneran no desean que sus recintos, hielos y cumbres sean perturbados ni profanados por extraños. Se le representa armado sobre un caballo blanco, pero también el dios-montaña Dordjelutru, que corresponde al Minya Konka, cabalga en un caballo blanco y es dueño del trueno. E igualmente la divinidad del Amne Machin es ecuestre, vigilando desde la altura con su familia divina, y protegiendo a los pastores de yaks que viven a sus pies. Se dice que quien contemple el pico del Minya Konka (sólo pueden verlo los corazones puros) quedará limpio de pecados y su vida será entonces como un renacimiento. Tales montañas personifican, pues, un “poder tutelar”, son la encarnación de una divinidad, de modo que cada una es una montaña-dios individualizada, aunque todas tengan similares caracteres.

En el origen de esta doctrina está además la idea tan común de la montaña cósmica, el eje del mundo o, al menos, de la región circundante. Sabemos que es propio de diversas culturas el principio del eje del mundo aplicado a montañas concretas, destacadas e inaccesibles, columnas del cielo y centros de organización espiritual de las cosas del territorio, pero la fuerza que adquiere este concepto en el Tíbet es bastante especial. Este papel, similar al del Kailas a escala regional, se ha atribuido, por ejemplo, al Amne Machin por los goloks que habitan sus flancos. Según sus tradiciones, su culminación tocaría la luna y el sol mientras su raíz se hundiría en la profundidad subterránea. Es, pues, como la figura de un chorten gigantesco. Tal eje, tan alto, se cubriría de cristal que serviría de gigantesco relicario del dios denominado Machin Pomra, que estaría por las cumbres acompañado por cientos de sus hermanos, concretados físicamente en las cimas secundarias repartidas profusamente por todas sus aristas. Se puede, pues, hacer un mapa de la familia divina.

Lógicamente, similares ideas tradicionales de sacralización de las montañas se extienden por la cordillera de Kunlún, donde también reaparece otro eje cósmico, a la vez con sentido geográfico y trasfondo espiritual. En la cumbre, ya celeste, habitaría inmortal “El Uno” o, en otras versiones, la diosa de la inmortalidad, o allí se guardarían las espadas protectoras que vencen a los malos espíritus. El hecho es que esto también es una montaña paralela a la que yo veo y que es la que está viendo quien está a mi lado. Lo que ocurre es que, si hago un esfuerzo, yo puedo entender también su montaña sin borrar la mía.
Hay, en fin, por estas montañas una geografía religiosa de los lugares muy intensificada por la que han emigrado las ilusiones, haciéndose locales, pero no diferentes a las universales de los hombres, decantándose en historias, lugares y personajes individuales. La montaña dirige el espacio en el interior de los hombres. El paisaje se entiende entonces por sus historias, por sus voluntades, por tus respuestas, en un tejido que se plasma en comportamientos. Al protector de los hombres, al dios-montaña, le corresponderá enfrentarse a lo tenebroso. A ti, el respeto. Todo esto y mucho más enseñan las montañas simbólicas, más allá de su materialidad tangible.

¿Se trataría de abarcar todos los contenidos? Si una parte de los hombres, cuando acepta valores espirituales en el paisaje, vive más cerca de los que están ocultos, pero que se mueven en activos hilos invisibles, que de aquellos que podrían decantarse de aprecios culturales de otro orden, ¿dónde se debería detener entonces el pensamiento del geógrafo? Yo intentaría llegar hasta el fondo. Creo que, tras lo dicho, me asisten muy buenas razones.

Eduardo Martínez de Pisón

miércoles, 2 de abril de 2014

- SEGUNDA PARTE: EXPERIENCIAS - MEDITACIONES DE LAS CUMBRES - ZONA DEL MONTBLANC ( MEDITACIONES DE LAS CUMBRES)




- SEGUNDA PARTE: EXPERIENCIAS  (Capítulo 7):
-  MEDITACIONES DE LAS CUMBRES - ZONA DEL MONTBLANC (1936)
(MEDITACIONES DE LAS CUMBRES) Julius Evola 

Han sido largas horas de ascenso desde la oscuridad hasta la claridad. Desde las masas duras y oscuras de los bosques de abetos nibelúngicamente difusos en la niebla, a través de la más alta zona de peñascos y de desolados pedregales llegamos, al amanecer, a los confines del glaciar inferior, de la zona que, como indica su mismo nombre -Mer de glace- parece un inmenso torrente congelándose súbitamente en una masa llana y uniforme desde lejos, pero que, vista de cerca, continuamente estriada por grietas y henderudas, da la impresión de una mundo tumultuoso de olas, ora blanquiazules, ora blanco-grises, o blanco-refulgentes, la dinámica de cuya sucesión haya sido mágicamente detenida y solidificada; de este extraño mar blanco interrumpido, como fjords, de picos y nervaturas oscuras y ásperas de roca despedazada, dejando atrás las últimas brumas que todavía colman los valles; hemos marchado más allá, por paredes, explanadas, por puentes y precipicios de hielo, trabajando con la cuerda, con el piolet, con el pico y el rampón, mientras en el cielo sale e irradia entorno nuestro una luz brillante. Todavía unos breves, empinados repechos en la roca; luego, en grandes y calmosas cunas heladas, la cumbre.

Hemos llegado al final.

Entorno nuestro, se abre un horizonte cíclico, total: un mar compuesto de tantas cadenas sucesivas, ora de hielo, ora de roca, que tanto por la variada naturaleza como por la diversa distancia asumen todas las gradaciones de color hasta perderse, difuminados y dando el sentido de lo ilimitado, el más lejano horizonte, donde emergen, inmateriales como apariciones, las formas, lejanas y como navegando en la atmósfera perlada, de otras cumbres.

Es la hora de las alturas solares y de la gran soledad.

Después de estas largas horas, en las cuales una voluntad tenaz se ha impuesto a la fatiga, a la inercia, al oscuro miedo del cuerpo, no sólo se desvanece como el sueño vano el recuerdo de todos los afanes y trabajos de la llanura, sino que también se realiza un sentido cambiado de sí mismo, se percibe la imposibilidad de definirse a uno mismo como algo rígido, cerrado y efímero, como lo que, en el fondo, para unos pocos, es el «yo». Pero ésta no es la experiencia de un naufragio místico o de un abandono sentimental. También el «lirismo» es algo que encuentra más lugar en los círculos literarios de la ciudad, que aquí arriba.

Aquí, donde no hay más que cielo y fuerzas desnudas y libres, el alma participa más bien de una pureza y libertad análoga y de tal modo se empieza a comprender lo que es, verdaderamente, el espiritu. Se comprende aquello, ante cuya tranquila y triunfal grandeza todo lo que es sentimentalismo, utilitarismo y retoricismo humano desaparece; aquello que en el mundo del alma tiene los mismos carácteres de pureza, de impersonalidad y de potencias propios, precisamente, a estas heladas alturas, a los desiertos, a las estepas, a los océanos. Es el «viento de los grandes espacios» que se hace sensible, como una fuerza de liberación interna.

Es sobre estas cimas, más allá de las cuales se extiende una tierra extranjera, donde se comprende el secreto de lo que, en el sentido más elevado, es el imperium. No por intereses particularistas, no por sórdidas hegemonias, no por supuestas hegemonias o sagrados egoísmos se forma una verdadera tradición imperial; se forma, en cambio, donde una vocación heroíca se despierta casi como una irresistible fuerza de lo alto, e impone el marchar hacia delante, siempre adelante, descartando cualquier motivación material o racional. Tal es, en el fondo, el secreto de todo gran tipo de conquistador. Los grandes conquistadores se han sentido siempre «hijos del Destino», portadores de una fuerza que debía realizarse, y más allá de la cual todo, empezando por su propia persona, su mismo placer, su misma tranquilidad, debía ser subordinado y sacrificado. Aquí, todo esto aparece evidente, inmediato, natural. La muda grandeza de estas cimas peligrosamente alcanzadas, dominadoras, límites extremos de una nación, sugiere la de una acción universal, la de una acción que mediante una raza guerrera se expande por el mundo con la misma pureza, con la misma fatalidad, con la misma -estamos por decir- inhumanidad de las fuerzas elementales; así como de un núcleo ardiente se desprende e irradia incoerciblemente un esplendor.

Y así llegamos a pensar que no fue diferente la fuerza del mismo milagro romano. En esta silenciosa luminosidad premeridiana, las lentas, altísimas volutas de los halcones que se ciernen sobre nosotros evoca el mismo símbolo de las legiones - el Águila - en su sentido más profundo y verdadero. Todo esto nos trae también a la memoria todo lo que de «sidéreo» hay en los escritos de César: ningún sentimentalismo, ningún comentario, ningún eco de subjetividad, pura exposición de los hechos, rudo lenguaje de las cosas y de las acciones, estilo que sabe al lúcido metal, como el de la misma conquista llevada a cabo por este héroe universal de la romanidad. Y también vienen a nuestra memoria algunas palabras atribuidas a Constancio Cloro, palabras reveladoras al máximo del impulso oculto y la fuerza inconsciente de la expansión romana, cuando este caudillo, haciéndose eco de enigmáticas tradiciones, se fue con sus legiones a la lejana Britannia, no tanto para hacer acopio de gloria militar o por sed de botín, sino más bien para aproximarse al lugar «donde la luz está privada de la noche» y para contemplar al «Padre de los Dioses», anticipando el estado divino que, según la fe romana, espera a los emperadores y a los jefes después de su muerte. Federico Nietzsche escribirá: «Más allá del hielo, del Norte y de la muerte...está nuestra vida, nuestra felicidad».

Mediante el símbolo, y es términos de oscuros presentimientos, esta tradición se abre a la comprensión del significado latente en lo más profundo de lo que puede llamarse el espiritu legionario romano. Estas falanges de hombres fuertes, impasibles, capaces de la máxima disciplina se esparcieron por el mundo, sin un determinado porqué y aún menos con un plan verdaderamente preestablecido, obedeciendo más bien a un impulso trascendental, y mediante la conquista y la realización universal que ellos propiciaron a Roma, recogieron oscuramente un presentimiento de aquello que ya no es humano, de aquella æternitas que, de hecho, llegó a conectarse directamente con el antiguo símbolo imperial romano.

En esta hora y en este lugar tales pensamientos se me han presentado con una extraordinaria potencia. Y como desde un lugar elevado, por la noche, se divisan las luces esparcidas en la llanura hasta los más lejanos horizontes, también se presentaba a la mente la idea de una unidad superior, inmaterial, del frente invisible de todos aquellos que, a pesar de todo, hoy luchan, en toda la tierra, en una misma batalla, que viven una misma revuelta y son los portadores de una misma tradición intangible: escalonamiento en el mundo de fuerzas aparentemente aisladas y dispersas, pero no obstante inquebrantablemente unidas según la esencia, conjuradas en la custodia del ideal absoluto del Imperium y a preparar su advenimiento, después de que el ciclo relativo a estos tiempos se habrá cerrado mediante una acción tanto más profunda cuanto menos aparente, por ser una pura intensidad espiritual desprendida de todo lo que es agitación humana, apasionamiento, mentira, ilusión y división.

Tranquila e irresistible potencia de esta luz que brilla sobre las heladas alturas. Los símbolos cobran vida, los significados profundos se manifiestan. Allí hay siempre lugares y momentos -no son corrientes, pero lo hay- en los cuales el elemento físico y el metafísico se interfieren, y lo exterior se adhiere a lo interior. Y son como «cierres del circuito»: la luz que, por un instante, como en el punto de tales cierres, surge de ellos, es ciertamente la de una vida absoluta.

jueves, 6 de febrero de 2014

- LA MONTAÑA COMO SÍMBOLO EN EL TAOISMO

LA MONTAÑA COMO SÍMBOLO EN EL TAOISMO

El Taoísmo establece la existencia de tres fuerzas: una positiva, otra negativa y una tercera, conciliadora.
La Teoría del Yin y el Yang surge de la necesidad de expresar de alguna manera los diferentes fenómenos expresados en la Naturaleza , basada en la Filosofía Taoísta , de donde emergen el Pensamiento Tradicional Chino, los conceptos de la Medicina Tradicional , las Artes Marciales, las Artes Meditativas, etc.
El significado original del ideograma chino que representa el “Yin” es el de “La ladera oscura de la montaña”. Representa la oscuridad y la pasividad, y se asocia con las cualidades de receptividad, flexibilidad, blandura y contracción. Se mueve hacia abajo y hacia adentro, y sus símbolos principales son la Mujer , el Agua y la Tierra.
El ideograma “Yang” significa “El lado soleado de la montaña”. Representa la luz y la actividad, se asocia con la resistencia, la dureza y la expansión, se mueve naturalmente hacia arriba y hacia fuera, y sus símbolos son el Hombre, el Fuego y el Cielo.

La tercera fuerza es el Tao, o fuerza superior que las contiene. El significado más antiguo que existe sobre el Tao dice: "Yi Yin, Yi Yang, Zhè Wei Tao", es decir, "un aspecto Yin, un aspecto Yang, eso es tao.  Entiéndase la idea de montaña como símbolo de unidad. Así, aunque representan dos fuerzas aparentemente opuestas, forman parte de una única naturaleza.
La igualdad entre las dos primeras fuerzas entraña la igualdad de sus manifestaciones consideradas en abstracto. Por ello el taoísta no considera superior la vida a la muerte, no otorga supremacía a la construcción sobre la destrucción, ni al placer sobre el sufrimiento, ni a lo positivo sobre lo negativo, ni a la afirmación sobre la negación. El Yin y el Yang son los nombres otorgados a los dos aspectos a través de los cuales se manifiesta la Naturaleza. Así, el símbolo del Yin y el Yang representa la Ley de la Eterna Transformación, Yin y Yang son dos opuestos que juntos forman la Unidad. Uno depende del otro y cuando un fenómeno alcanza su máxima expresión, se transforma en su opuesto.

El adepto o alumno debe saber que en esencia el alma pertenece al reino espiritual, que es eterno. Pero que el hombre está demasiado consciente de su cuerpo y el mundo material, y es egoísta por naturaleza terrenal, lo que la mayoría de las veces impide que despierte su conciencia y descubra su verdadera naturaleza.Por lo tanto no está consciente de su propia inmortalidad. Es lo que debe conseguir con las meditaciones; lograr llegar a su Ser Interno y despertar su Divina Conciencia.
El símbolo chino de la inmortalidad Tao, es la unión de Hombre y Montaña. Ocho inmortales eran llamados “Los hombres de las Montañas”. Por lo tanto, la Montaña Sagrada del Taoísmo es el símbolo inmortal. Tao es todo lo que cubre el Cielo y soporta la Tierra. Tao cubre a todo el Universo con su abrazo infinito y da visibilidad a aquello que antes no tenía forma. Inagotable fuente de energía, llenó el espacio. En su eterna emanación transforma el caos en claridad cristalina.

LAS CINCO GRANDES MONTAÑAS SAGRADAS DE CHINA

Según las creencias orientales, las también llamadas 5 Grandes Montañas de China,  fueron originadas por Pangu (primer ser vivo y creador del mundo).  Están distribuidas de acuerdo a las direcciones cardinales de la geomancia china, que incluye el centro como una dirección. Las montañas son:  El monte Tai al Este, el Monte Hua al Oeste, el Monte Heng Hunan al Sur, el Monte Heng Shanxi al Norte y finalmente el Monte Song al centro. De acuerdo a la mitología China y dada su posición (Este),  el monte Tai esta relacionado con la salida del sol, lo que significa renacimiento y renovación. Se la considera como la montaña más importante de las cinco y se formó a partir de la cabeza de Pangu. El monte Heng  Hunan se formo desde su brazo derecho, el monte Heng en Shanxi a partir del brazo izquierdo, el monte Song sería su ombligo, y el monte Hua serían sus pies.

Monte Tai (Tai Shan-Monte de la Suprema paz)

Esta es la montaña más importante de las cinco ya que señala el este, el lugar por donde nace el sol, significado de renacimiento y, se formó a partir de la cabeza de Pangu.
Los templos que existen en esta montaña han sido un destino de peregrinaje durante 2000 años. Fue declarado como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 1987. Solo cinco emperadores han subido hasta su cima a lo largo de la historia. También personas como Confucio o Mao Zedong realizaron la dura ascensión.
La forma tradicional de subir es recorriendo el camino que posee 6600 escalones de piedra que conducen hasta la cumbre, sin embargo el pico también es accesible en autobús desde la base hasta la "Puerta del Medio Camino al Cielo", y luego en teleférico.
Situada en la provincia de Shandong, en sus laderas hay 22 templos entre los que destacan, los Templos Puzhao y Guandi así como el Palacio de la Puerta Roja construido en 1626. A mitad de la ascensión se encuentra el Templo Doumu del siglo XVI.
La tradición china dice que el sol comienza su recorrido diario en ese monte. Por eso, ver la salida del Sol desde esta montaña sagrada es la máxima aspiración de muchas personas con una filosofía oriental.

Monte Huá (Huá Shan-Monte del Esplendor)

El también conocido como Monte del Esplendor (Huá Shan), estaba formado por cinco picos, de los cuales el más alto es el pico Sur, de 2.160 metros.
Es la montaña del oeste, situada en Shaanxi y corresponde con los pies de Pangu. Es conocida por su estrecha escalera, nada recomendable para las personas con vértigo.
A principios del siglo II, había un templo taoísta conocido como el Santuario, en la base de pico del Oeste. Los taoístas creían que en las montañas vivía un dios del mundo subterráneo. Era un lugar de peregrinación para quienes buscaban la inmortalidad o médicos tradicionales que buscaban plantas medicinales cuyo poder residía en pertenecer a este lugar. La montaña tiene varios templos y otras estructuras religiosas en sus cimas y picos. En su base se encuentra el Claustro de la Fuente de Jade, dedicado a Chen Tuan.
Para ascender al pico Norte hay dos rutas de ascenso. La más popular sigue el cañón del monte Hua, con unos 6 km desde el pueblo de Huashan. Desde el pico Norte, hay una serie de senderos que son la única manera de llegar a los otros picos. El ascenso al monte Hua es una de las actividades más excitantes del mundo para los amantes del trekking.

Monte Heng (Hunan-Monte del Equilibrio)

Tambien conocida como la Gran Montaña del Sur está situada en la provincia de Hunan, 100 km al sur de la capital, Changsha. El monte Heng es una sierra con 72 picos y 150 km de longitud que se extiende entre Hengyang y Changsha. La cima más alta, el pico Zhurong, tiene 1.290 m. La humedad que asciende del río Xiang corona de forma casi permanente la montaña de nubes.
Entre los templos destacados construidos en la montaña se encuentra un monasterio budista del siglo VIII, el pequeño templo de piedra de Zhurong Gong, y  el Gran Templo del Monte Heng, a los pies de la montaña, el templo más grande de la montaña y el más grande de todos los que hay en las cinco montañas sagradas. Tiene forma de palacio y forma parte del Mount Heng National Key Tourist Resort Zone.

Monte Heng  Shanxi (Heng Shan-Monte de la Constancia):

La también conocida como Gran  Montaña del Norte se encuentra ubicada en la provincia de Shanxi. Tiene 2.017 metros de altura y es una de las cimas más altas de la China interior (o histórica).
Como las otras montañas sagradas taoístas, Heng se considera lugar sagrado desde la dinastía Zhou. Por su situación en el norte del país, durante mucho tiempo fue de difícil acceso para los peregrinos chinos. De ahí que no sea tan importante como las otras montañas taoístas.
El templo más famoso de Hengshan es el templo colgante budista de Xuankongsi, a los pies de la montaña, con una vista extraordinaria, ya que se trata de un templo de madera construido en una pared de roca y sostenido apenas por unos pilares de madera. Fue construido en 491 y reconstruido durante las dinastías Ming (1368-1644) y Qing (1644-1911). Los edificios fueron restaurados en 1900. Hay 40 salas unidas por un ingenioso sistema de puentes.

Monte Song (Song Shan-Monte de la Nobleza)

En la provincia de Henan, junto a la maravillosa ciudad de Dengfeng y en la orilla sur del río Amarillo, se sitúa la Gran Montaña Central. Es una cadena montañosa de unos 60 kilómetros cuya mayor altura es de 1.500 metros.
 La también llamada Songshan es la montaña central de las cinco montañas taoístas. Las otras conforman los cuatro puntos cardinales. Es la central por su posición geográfica y por ser la más visitada por los emperadores. A sus pies se encuentra la ciudad de Dengfeng, que posee nueve lugares considerados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
El monte Song y sus cercanías son populares por sus templos budistas y taoístas. Destaca sobre todo un famoso monasterio budista, el templo Shaolin, considerado lugar de nacimiento del budismo zen y del Kung-fu. Posee además la colección de estupas más grande de China. Aquí se instaló el primer patriarca del templo Shaolín, el monje indio Batuo.

sábado, 18 de enero de 2014

- PRIMERA PARTE: DOCTRINA - SOBRE LA MONTAÑA, EL DEPORTE Y LA CONTEMPLACIÓN (MEDITACIONES DE LAS CUMBRES)




- PRIMERA PARTE: DOCTRINA  (Capítulo 9):
- SOBRE LA MONTAÑA, EL DEPORTE Y LA CONTEMPLACIÓN  (1942)
(MEDITACIONES DE LAS CUMBRES) Julius Evola 


En un boletín de un Centro Alpinista Italiano de Roma y de Milán he podido captar el principio de una polémica, y quiero aprovechar la ocasión para exponer algunas consideraciones de orden general, lejos de la intención de alimentar esta polémica, no guiándome otro deseo que servir de orientación para una cierta clase de nuestros lectores.

Se trata del sentido del verdadero alpinismo. Carlo Anguissola d'Emet he tomado posición contra una interpretación tecnicista, que se define con frases como ésta: «No puede ser un verdadero alpinista quien no ama, no capta, no comprende el quinto o el sexto grado (se trata de las graduaciones convenidas para las dificultades de ascenso en paredes rocosas). No es alpinista quien no parte cargado de cuerdas, clavos, ganchos, mosquetones, piolets, plumones, etc. No es alpinista quien no sabe lo que son los vivacs en la roca, ligado a los clavos, en los sacos plumones, bajo el peso del agua o de la tormenta, esperando el alba». Anguissola deplora que en las revistas que se ocupan de temas montañeros se dé siempre más relieve a este aspecto técnico, que no se hable más que de la «directísima», de tal grado de dificultad, etc. Se le añade, en otro plano, un cierto snob de la montaña: es proprio de una juventud «de jerseys de colores vivos, pipa en la boca, de tal o cual escuela alpinista o de esquí, de la fraseología usada en las largas discusiones sobre la técnica de la escuela de Casati o de la Val Rosandra».

La misma persona admite sin más la «utilidad de ciertas nociones de escalada». Pero encuentra que con el tecnicismo se mata el aspecto cualitativo del alpinismo y, sobre todo, se sofoca su carácter de espontaneidad, de sinceridad, de originalidad. Todo lo que es contemplación y contacto directo con una de las formas más gradiosas de manifestarse la naturaleza no puede de dejar de resultar menguado. En el fondo, es sólo el aspecto americanizado del record lo que acaba por parecer importante. Y, por tal camino, se va a suponer que el verdadero alpinista es de los que aman la montaña en todas sus formas, no porque sea necesariamente el Cervino, la cima grande de Lavaredo o una determinada pared Norte, y que aun cuando se hagan milagros de resistencia al superar cualquier obstáculo, debe mantenerse siempre en primer plano el interés contemplativo y el impulso para tomar contacto con un mundo apto a desmentir lo que de gris y mecánico tiene la ciudad.

A Anguissola, en el boletín antes mencionado, le ha rebatido Pompeo Marimonti. En esencia, él ha dicho que una polémica de este género le parece superada. Por su cuenta, sólo se ha limitado a indicar «cómo se desarrolla y qué cosa se entiende por una gran empresa de escalada». Después cita estas palabras de Emilio Comici: «es preciso colocarse ante una gran pared de quinto o sexto grado de dificultad para sentirse verdaderamente atenazado por la poderosa montaña. Quien no lo ha experimentado no lo puede juzgar. Nosotros no vamos por la montaña solamente para hacer alpinismo contemplativo... Esto sólo ocurre en los dias de reposo, cuando, en la contemplación, soñamos con una conquista bella y difícil». Estas palabras definen, para Marimonti, al tipo más completo de alpinismo. «Pero no todos los que van a la montaña poseen las cualidades necesarias para comprenderlo». En su opinión, los que «frecuentan con provecho escuelas y cursos de alpinismo».

Subsiste, pues, un cierto contraste de puntos de vista. A los fines de una aclaración, prevengamos ante todo un equívoco, reconociendo y deplorando honradamente, con Marimonti, la existencia de una literatura alpinística «que, la mayor parte de las veces representa solamente una manera retórica más que un sentimiento verdadero». La montaña como lugar ideal para un alma dulce y poética, amante del alba rosada y de las noches lunares, pertenece efectivamente a una generación que hoy muy pocos sienten aún y que enlaza con los residuos del sentimentalismo y del romanticismo burgués. Verdaderamente, a nosotros la montaña nos parece el mejor antídoto contra semejantes desviaciones, porque en pocas manifestaciones suyas como en el caso de la montaña da la naturaleza el sentido de lo que en su grandeza, en su pureza, en su potencia y en su primordialidad es superior a las pequeñas vicisitudes de los hombres, a los sentimentalismos y a los artificiales lirismos de los mismos. Y, en nuestra opinión, una tal «catarsis», un tal desprendimiento del Yo del mundo augusto de la simple subjetividad y de sus apéndices literarios y psicológicos, debiera ser el primer efecto saludables de la práctica del auténtico alpinismo y la razón por la cual el alpinismo, en su esencia, debe ser, para los mejores, como algo muy superior a un simple «deporte».

¿Se trata, aquí, de contemplativismo? Es preciso entenderse. Esta palabra tiene significados diversos. El más corriente es el más profanado: contemplación significa más o menos divagación de la fantasía, un pasivo mecerse en las impresiones y en las resonancias de un espectáculo dado. Pero originalmente, en cambio, la contemplación se refería a la ascesis y significaba algo muy diferente: representaba una esfera superior a la «vida activa» (en ciertos casos, floreciente como culminación de ésta) caracterizada por la superación del pensamiento puramente humano e individual. El correspondiente término griego theoria implica, antes bien, una verdadera, y propia realización o identificación que quiere decir: la conciencia que vive directamente en su objeto. Hablando de una «catarsis», de una purificación de aquello que es subjetivo, sentimental y burgués a causa de la práctica del montañismo, en el fondo esto se puede verdaderamente referir a este segundo, más original y más severo significado del elemento «contemplativo».

Pero aquello que debe pedirse a cuantos, hoy, van a la montaña, es que posean las cualidades necesarias para comprender o, mejor, para acoger a esta fuerza transformadora de la experiencia de la misma montaña y que estén dispuestos a concentrarse en la preparación técnica ante el peligro y en el amor a la fatiga y al riesgo, despreciando los placeres contemplativos (los cuales, como parace deducirse de las palabras antes citadas, se reducen al «sueño de una bella y difícill conquista en los días de reposo»). El punto de vista justo parece, aquí, ser el de arriba, es decir, que es preferible un exceso que un defecto.

Nosotros creemos que en la montaña acción y contemplación deben ser dos elementos inseparables de un todo, fuera del cual pierden inmediatamente su específico y más alto significado. Para comprenderlo, tomemos los dos términos aisladamente y llevemos la cosa hasta el absurdo. El límite de una contemplación sin acción podría muy bien llevarse a cabo en un aereoplano. Cómodamente sentados en los saloncitos caldeados de un aparato de la línea Venecia-Munich, o Venecia-Viena, volando a cinco o seis metros de altura, especialmente en invierno, se puede gozar de un tal espectáculo cíclico y «oceánico» de los Alpes y de los cielos, que hacen palidecer las «contemplaciones» (en sentido restringido) que uno puede ofrecerse desde las más excelsas cimas alpinísticamente alcanzadas.

En cuanto a la simple «acción», sin contemplación, pensemos en ciertos equilibrismos sobre los rascacielos americanos y en ciertos espectáculos de trapecios circenses, en los que todo depende del exacto impulso calculado hasta la fracción de segundo. Nos preguntamos si, respecto a la disciplina ante el peligro, al control de los reflejos, a la técnica, las escuelas de escalada pueden ofrecer algo más. Está claro, pues, que las dos cosas, en sí mismas, tienen un valor relativo: el alpinismo es una cosa importante, seria, educativa en un sentido superior y no solamente profano y moderno, sólo cuando lleva a cabo una especial acción que extrae su sentido de una contemplación y una especial contemplación que extrae su sentido de una acción.

Que el tecnicismo del alpinismo moderno, enfocado sobretodo a la búsqueda del record, a la caza de la máxima dificultad, de la pared nunca escalada aún cuando la cima sea de fácil acceso por el otro lado, etc. - que tal tecnicismo, con su inevitable mecanicismo, representa por sí mismo una regresión respecto al ideal totalitario ahora enunciado – ello parece difícilmente contestable. Lo que espiritualmente puede dar la montaña porque, por así decirlo, se siente escogido y llamado por ella, nosotros creemos que ninguna escuela y ninguna técnica del quinto o sexto grado puede darlo. En realidad, ya la repetición y la práctica conducen fatalmente a un embotamiento de la sensibilidad. El recuerdo de nuestras propias experiencias personales así lo demuestran.

Escalando cimas y glaciares, con un mínimo de conocimientos técnicos puede llegar un día en que, creada la routine, la técnica domine al miedo y el ánimo adriestre en ocuparse esencialmente de la mejor resolución, momento a momento, del problema teórico impuesto por las sucesivas escaladas en el hielo o las consiguientes subidas por las rocas. Es, éste, un método que sirve mucho para adriestrar «deportivamente» y para educar el cuerpo y los nervios, pero que fatalmente lleva a una extinción de la experiencia espiritual de la montaña y también a una minimización de aquellas posibilidades de «catarsis» que puede, según hemos dicho, contener. No se cambian las cosas hablando de la montaña como «gran escuela de coraje, escuela de alpinos escaladores y alpinistas especializados en las empresas». Estas son meras especializaciones, que naturalmente tienen su alto valor, pero en su campo. Aquí la montaña se concibe simplemente como la dificultad X que debe ser superada con medios adecuados de acuerdo con una especial forma de acción directa con fines precisos. Y, cual es la acción guerrera. Este es un ámbito bien circunscrito, en el cual no tienen razón de ser consideraciones de orden superior.

Esto aparte, es, no obstante, un hecho que entre las últimas generaciones aparecen evidentes síntomas de materialización y de mecanización del alpinismo, a los cuales -con especial referencia a la manía del record y de lo dificil por lo difícil- no es ajena una cierta influencia de la mentalidad americana y de su frívolo activismo. Otro peligro – debido a otros factores- es el «colectivista», es decir, el fenómeno «masa» que invade las mismas montañas con inevitables consecuencias de «aplebeyamiento» y de pérdida de la calidad (calidad espiritual, bien entendida, como nivel y valor de una experiencia, y no calidad como capacidad del sexto grado, superior al tercero). Hay, en fin, un snobismo especial, el de aquellos que adoptan la actitud de un Trenker (1), con una mezcla de falsa simplicidad y obstentación.

Es así como en la montaña – especialmente en las estaciones obligadas – se acaba ya por no encontrar demasiado «sitio». Será por ello una gran fortuna si los mejores elementos consiguen superar las desviaciones ya indicadas y encontrar en las montañas y en las cumbres el camino de una experiencia positivamente integral, de una especie de silenciosa ascesis y de una liberación interior. Esto, si se quiere, en el fondo no va a excluir nada. El problema se refiere esencialmente al punto de referencia.

lunes, 13 de enero de 2014

- ALPINISMO, DEPORTE OLÍMPICO

ALPINISMO, DEPORTE OLÍMPICO
MEDALLA OLÍMPICA DE ALPINISMO

La medalla olímpica al merito en el alpinismo, himalayismo y actividades de montaña, fue un premio que ha sido galardonado en tres ocasiones, durante los Juegos Olímpicos, en 1924, 1932 y 1936,  por la excelencia, logros y empeño, durante un periodo de cuatro años, en el campo de la práctica del alpinismo. Un aspecto trágico de este premio, fue el hecho de que dos de los ganadores murieron realizando expediciones de escalada, poco antes o poco después, durante el año de su adjudicación.

La decisión de otorgar un premio por el destacado rendimiento en actividades de montaña fue propuesto y decidido en el congreso de fundación del Comité Olímpico Internacional (COI), realizado del 16 al 23 de junio de 1894 en París. Pierre de Coubertin, fundador de los Juegos Olímpicos de la era moderna, fue siempre partidario y desde el inicio demostró su apoyo al desarrollo de esta idea.

La asignación de un premio al merito deportivo para la práctica del alpinismo, ya estaba prevista desde los primeros juegos olímpicos, pero no se otorgaron en ausencia de candidaturas en 1896, 1900, 1904 y 1908.

En los Juegos Olímpicos de Verano de 1912 en Estocolmo, el presidente del comité responsable de los nombramientos por los méritos en el alpinismo Erik Schwede Uhlen, no se atrevió a seleccionar un ganador. Entre las causas, fue el hecho de que algunos de los escaladores nominados que participaron en expediciones, fueron pagados, y esto era contrario a la Carta Olímpica. Otra de las dificultades, estaba relacionada con el hecho de poder disponer de parámetros de comparación de las varias disciplinas (escalada en hielo, nieve o roca) y problemas asociados al tener en cuenta las condiciones climáticas y las medidas de seguridad y protección, en la progresión durante la escalada, como parte de la dificultad.

Las dificultades para elegir un ganador también impidieron el premio durante los Juegos Olímpicos de verano de 1920, mientras que los juegos programados en el año 1916 no se realizaron a causa de la Primera Guerra Mundial.

El 28 de mayo 1921 se celebró una conferencia del Comité Olímpico Internacional sobre el tema del montañismo. Tres años más tarde, en 1924, el premio fue otorgado por primera vez en la Semana Internacional de Deportes de Invierno en Chamonix. En cuanto a los siguientes juegos de 1928, ninguna actuación fue considerada digna de medalla olímpica. Esto se debió principalmente al hecho de que la expedición de 1924 al monte Everest fue considerado un evento extraordinario y se consideró que significaba un difícil y alto nivel para el resto de las candidaturas.

Pierre de Coubertin, le atribuyó gran importancia a la adjudicación y quedó tremendamente decepcionado porque el premio quedara vacío en la edición de 1928, a partir de entonces se pronunció por una mayor cooperación con las asociaciones de escaladores. Posteriormente la medalla fue otorgada en los Juegos Olímpicos de Verano en 1932 y 1936 .

Después de la interrupción de los Juegos Olímpicos durante la Segunda Guerra Mundial, el alpinismo viene eliminado del programa olímpico, sin una justificación formal por parte del Comité Olímpico. La Unión Internacional de asociaciones de Montañismo y Escalada (UIAA), autoridad que unifica todas las asociaciones a nivel internacional, desde 1995, es miembro integrante del ARISF (Association of the IOC Recognised International Sports Federations) organización que integra todas las asociaciones deportivas internacionales reconocidas por el Comité Olimpico Internacional y que se declara favorable, al reconocimiento de la escalada como disciplina olímpica.

MEDALLA OLÍMPICA DE ALPINISMO

Juegos Olímpicos de Chamonix 1924

El premio fue entregado a los miembros de la primera expedición Británica en el Everest de 1922, dirigida por el general británico Charles Granville Bruce. La expedición había alcanzado una altitud de entre 8.300 y 8.500 metros. Cada uno de los 13 participantes recibieron una medalla de plata honorífica de la mano del mismo Pierre de Coubertin. Bruce que estaba preparando otra expedición al Everest no pudo estar presente en Chamonix para la ceremonia. Edward Struth hizo los honores en su lugar. Durante la ceremonia de entrega, prometió regresar a los juegos sucesivos, para recoger la medalla por conquista del Everest.

George Mallory, que participó en la expedición de 1922 y posteriormente fue seleccionado para la expedición de 1924, murió cuando intentaba escalar el Everest con Andrew Irvine.
Charles Granville Bruce debido a su gran experiencia en los Himalaya (1892 Karacorum, con William Martin Conway, 1895 Nanga Parbat con Albert F. Mummery, 1907 Trisul, con Thomas George Longstaff) fue nombrado jefe de la expedición Británica de 1924. También fue presidente del Royal Alpin Club entre 1923 y 1925. 

Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1932



















El premio fue otorgado a los hermanos alemanes de Munich y estudiantes de ingeniería, Franz y Toni Schmid por su primera ascensión de la cara norte del Cervino en 1931. La merecida y sacrificada medalla les fue concedida, tras cumplir una epopeya de 34 horas en la pared de la montaña, un vivac de pie, alcanzado la cima durante una tormenta eléctrica y un descenso bajo la lluvia de más de 36 horas.

Theodor Lewald, entonces presidente del Comité Olímpico Alemán, anunció la entrega de la medalla a los dos hermanos, el último día de los Juegos. Toni Schmid nunca recibió la distinción ya que murió 75 días más tardes de los Juegos con su compañero de cordada, el 16 de mayo de 1932, escalando la parte norte-oeste de Wiesbachhorn.


Juegos Olímpicos de Berlín 1936 

La última edición del premio fue otorgada al suizo Günther Oskar Dyhrenfurth junto con su mujer Hettie Dyrenfurth, de origen judío, por los meritos durante sus dos expediciones al Himalaya en 1930 y 1934.

Ambos emprendieron dos importantes expediciones al Himalaya, en 1930/1931 la expedición al Kangchenjunga logrando varias cimas de más de 7000 metros. Recordemos que recibieron la Medalla Olímpica al mérito en Alpinismo en los juegos de Berlín de 1936, durante la época nacionalsocialista, que recogió el mismo Günther Dyhrenfurth en una recepción. 

En 1934 organizaron una nueva expedición, esta vez al Karakorum, con el objetivo de alcanzar la cima del Gashebrum I. En esta expedición,  Hettie Dyrenfurth ascendió al Sia Kangri (7.315 m), logrando un nuevo record de altitud para una mujer, hasta entonces en poder de Fanny Bullock Workman, que había ascendido al Pinnacle Peak (6930 m) en 1906. Mantuvo el record durante veinte años, hasta que Claude Kogan subió a más de 7.600 m en el Cho Oyu (a la vuelta Hettie escribió el libro Mensabb im Himalaya).

Más tarde, entre 1952 y 1986, su hijo Norman emprendería siete importantes aventuras más en el Himalaya. Su carrera culminó en el primer ascenso de una expedición americana al Monte Everest. Rodó las primeras imágenes en movimiento tomadas desde la cima y fue homenajeado por el Presidente John F. Kennedy