CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

miércoles, 26 de enero de 2011

- EL MAR AIRADO Y LA MONTAÑA-JARDÍN. Por Antonio Medrano


EL MAR AIRADO Y LA MONTAÑA-JARDÍN
(La vía de la acción. Antonio Medrano)

Una alusión a este estado áureo podría entreverse en la conocida oda A la vida retirada de Fray Luis de León, cuyo mensaje es mucho más profundo de lo que generalmente se piensa.
¡ Qué descansada vida la que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido!
Esa «descansada vida» es la vida serena y apaciguada que vive quien, huyendo del ruido mundano generado por el ajetreo activista, sigue la senda de la recta acción, que es la predicada y recorrida por los sabios de todas las épocas y latitudes. Senda oculta para la mayoría de los mortales que, con su vista nublada por la ignorancia, prefieren hacer su libre antojo y entregarse al bullicio alienante de la acción desordenada. El sendero que ensalza Fray Luis es el camino de la sabiduría que conduce a la paz del estado primordial. Camino difícil de encontrar sobre todo en tiempos de crisis, que son tiempos de oscuridad y confusión.
No es casualidad que el gran poeta y místico castellano sitúe su vivencia poética en plena naturaleza, en un vergel, huerto o jardín que él mismo ha plantado con su mano, y en que no es difícil ver un reflejo del Jardín del Edén. Es oportuno recordar que, según la definición de Scheeben, este último es «el jardín místico plantado por el amor de Dios» e iluminado por «el Sol de la gracia». En tan apacible jardín, que el aire fresco orea y que es regalo por la fuente de la Verdad, uno vive «un día puro, alegre, libre», rodeado de música y cantando en honor de Dios y de su Creación, mientras los demás se abrasan miserablemente «con sed insaciable del peligroso mando», ensalzando la sangre o el dinero (nueva alusión a la codicia activista).
El paisaje que evoca la oda luisina contiene, por otra parte, imagines simbólicas tan ricas como el monte y la isla, ligadas ambas a la idea del Pasaíso primordial, que muchos mitos describen como «Montaña del ser» o como «Isla de la Verdad y la Vida». Se trata de un oasis de paz, vestido de verdura (el verdor que es el símbolo de vida, juventud y lozanía), que está enclavado en un monte-huerto o monte-isla, en cuya cima se respira un aire puro y limpio capaz de limpiar el alma de toda impureza:

Del monte en la ladera
Por mi mano plantado tengo un huerto
que con la primavera
de bella flor cubierto,
ya nuestra en esperanza el fruto cierto.

Ese huerto primaveral, bañado en el frescor y la luminosidad de la mañana, es el huerto del propio ser, sembrado por la luz Espíritu, mostrando la bella flor de la virtud y anunciando el fruto que será la recta acción, sembradora a su vez de orden y belleza. La mañana y la primavera son, por cierto, la fase del día y la estación del año que en todos los mitos se corresponden con la «Edad de oro», primavera auroral de la humanidad.
Fray Luis describe más adelante cómo «la cumbre airosa» de ese bello monte derrama bienes sin fin en torno suyo; cómo desde su altura descienden, «por ver y acrecentar tanta hermosura», el agua de «una fontana pura» regando el campo. Y nos dice también cómo en ese paradisíaco jardín-montaña se puede escuchar a «las aves con su cantar sabroso no aprendido», ser despertado por sus apacibles y dulces gorjeos en vez de por las preocupaciones y la agria porfía de quienes viven sumidos en el ajetreo mundano («los cuidados graves / de que es siempre seguido / el que al ajeno arbitrio está atendido»).
No estará de más recordar que, según diversos mitos, el hombre primordial podía entender el lenguaje de los pájaros y que éste, a su vez, se asocia a la inspiración poética, a lo que se añade esa nota tan elocuente desde el punto de vista simbólico del despertarse oyendo ese canto que desciende de lo alto: el despertar a una vida nueva; el despertar como iluminación, como liberación del torpor del sueño y de la oscuridad de la noche; el despertar de la vulgaridad prosaica, apegada a lo material, en que de ordinario vivimos.
Observemos, por otra parte, que el monte-jardín del que nos habla Fray Luis de León está rodeado simbólicamente por las aguas, detalle que lo configura simbólicamente como isla. Es un monte-isla sereno y sosegado en torno al cual brama un «mar tempestuoso», «la mar airada» donde tantos naufragan, siendo presa del temor, la desconfianza y el llanto «cuando el cierzo y el ábrego porfían». En este sentido se nos presenta como símbolo de la cumbre del ser, que permanece firme e inconmovible en medio de las aguas del devenir, sin verse afectada por su agitado oleaje.
El mar embravecido simboliza aquí el caos y la agitación del activismo, la actividad sin forma ni límite alguno que amenaza con desmantelar y devorar la vida humana; la informe acumulación de acontecimientos, fatigas, inquietudes, contratiempos y sinsabores en la que, como en una inmensa masa oceánica, corremos peligro de naufragar y hundirnos.
Magnífica imagen ésta de «la mar airada» para expresar ese furor activo que, cual furiosa tempestad, sacude y desarbola sin misericordia las naves más o menos precarias con que los hombres tratan de hacer su singladura vital; naves construidas y botadas con temeraria precipitación, sobre todo en estos tiempos que corren. Obsérvese que es también el mar el que motiva las reflexiones del anciano de la playa del Restelo en el poema de Camoens, pues el prudente anciano luso lanza sus amonestaciones, con la visión del océano ante sus ojos, a quienes están a punto de embarcarse rumbo a un destino incierto.
La imagen del mar amenazante, furioso y caótico, que ruge en torno a la nave de la propia vida, sugiere de forma inmediata la idea del «ruido mundanal». Ese ruido mundano del que se huye -o, lo que es lo mismo, al que se pone fin para dejar paso al silencio y la paz- es el griterío de las pasiones, el murmullo hirviente de la concupiscencia, que da pábulo a la ambición y el desasosiego. Se trata tanto del ruido del mundo circundante, que nos atrae, nos aturde y altera, intentando seducirnos y absorbernos en la vorágine, como del ruido que está en nosotros mismos, el ruido del alma alterada y en ebullición, movida por el ansia de poseer, de moverse y expresarse, de ser más o aparentemente ser más ante los demás.
Es el ruido generado por el activismo, ya sea mental, verbal o gestual y fáctico-operativo, es decir, concretando en gestos, hechos y obras: ruido de la mente, ruido de la verborrea insustancial, ruido del actuar descontrolado y descentrado. Son, en definitiva, los cantos de sirena que, provengan de dentro o de fuera, tratan de perturbar nuestra paz interior y de apartarnos de nuestra ruta, la ruta que nos lleva a nuestra patria, la Isla de la quietud y del perenne verdor.
En la simbología tradicional el mar ha simbolizado siempre el devenir, la horizontalidad, la inestabilidad, el mundo de lo que pasa y fluctúa, el caos de la existencia fenoménica con su fuerza amenazante para el hombre. Frente a él, la montaña representa el ser, la estabilidad, lo que permanece, la verticalidad que se afirma para sobresalir serena y majestuosa sobre la horizontalidad terrestre y acuática. En todas las tradiciones la montaña es el símbolo de la transcendencia, de lo sagrado e inconmovible, del Principio supremo, de la Presencia divina, del Misterio que se oculta tras la existencia, de lo Eterno, de lo Absoluto. «Para los hombres de la edad de oro, ascender a una montaña -escribe Frithjof Schuon- era realmente acercarse al Principio».
Es oportuno observar, a este respecto y trasladando estas imágines simbólicas a la realidad misma del ser humano, que en la postura de meditación típica en disciplinas como el Zen, el Yoga o el Taoísmo, en las que se adopta la posición sedente con las piernas cruzadas y la espalda recta, el cuerpo reproduce la forma geométrica típica de la montaña: un triángulo cuyo vértice superior es la cima de la cabeza y cuya base es la recta que une las dos rodillas al tocar ambas el suelo. Es importante apuntar que el entrelazamiento de las piernas al cruzarse simboliza precisamente la unidad o armonización de los contrarios, es decir, la resolución de todo conflicto. En algunos textos hindúes se compara al yogui que medita en postura de padmasana o «doble loto» con el mítico monte Meru, por su estabilidad y serena majestad.
«Haced Za-Zen como una montaña», recomienda el maestro Taishen Deshimaru (recordemos que el Za-Zen es la forma de meditación, en posición sentada sobre un cojín, aplicada en la vía budista del Zen). La frase anterior de Deshimaru es comentada por su discípulo Claude Durix, maestro del Kendo o arte de la esgrima japonesa, el cual, evocando un poema de To-zan en el que ensalzaba la sublime pareja formada por «la montaña azul y la nube blanca» -cada una con su propia vida, firme y serena en lo que ella es, pero al mismo tiempo íntimamente unidas la una a la otra-, dice que deberíamos practicar la meditación sentada con la actitud de una montaña, «en la estabilidad, el equilibrio y la inmutabilidad, a la vez dependientes e independientes, solidarios y solitarios».
Se podría citar la anécdota referida por Eugen Herrigel cuando relataba su primer encuentro con el Zen. Herrigel cuenta la impresión que le produjo ver cómo, en medio de un terremoto que sacudió la ciudad de Tokio, vio con asombro a un japonés que quedaba inmóvil en postura de meditación Za-Zen, como una montaña que no pudiera ser abatida ni verse conmocionada por el templor de tierra, mientras todo el mundo corría en busca de refugio.
El lama Sogyal Rimpoché utiliza la imagen de la montaña para sugerir la estabilidad y la firmeza con que hay que sentarse a meditar. «Siéntate como si fueses una montaña, con la majestad firme e inamovible de una montaña... y deja que la mente se eleve, vuele y se remonte». Se trata, añade el maestro tibetano, de permancer quieto y sereno, en posición natural y relajada tanto del cuerpo como de la mente, al igual que hace la montaña, que está ahí, en su lugar, permaneciento completamente natural, sin moverse, cómoda consigo misma, por muy fuertes que sean los vientos que se abaten sobre ella y por muchos negros nubarrones que traten de ocultar la cima. El lama Rimpoché recurre también a la imagen simbólica antes aducida de la montaña y el mar: compara a la persona que medita con una montaña que se eleva por encima del oleaje del mar, sin que los vaivenes de éste le afecten; las olas, que son semejantes a los pensamientos y a las emociones que surgen en la mente mientras uno medita, van y vienen, pero la montaña no se inmuta, no altera su postura natural. Y a este respecto, trae a colación un antiguo poema en el que se dice que situándose como en la cima de una elevada montaña «la mente exhausta reposa en la gran paz», aun cuando sobre ella lancen sus ataques «el pensamiento neurótico y el karma», que se abaten sobre ella como la furia implacable de las olas que azotan el infinito mar del Samsara».
A la luz de todas estas consideraciones, queda más claro el mensaje que nos trasmite Camoens en la estrofa que abría este capítulo. El poeta portugués viene a decir que el frenesí activista nos saca de ese estado paradisíaco de perfección y normalidad: rompe la serena quietud y la paz de que goza la vida humana cuando está rectamente organizada y orientada, esa paz y quietud que hacen posible que sea auténticamente humana; pone fin al orden y la armonía que el hombre necesita para vivir como tal y sin los cuales se siente arrojado en un mundo inhóspito.
La acción desordenada e injusta perturba ese clima primaveral de eterna juventud y nos lanza a una inclemente «edad del hierro» donde tienen lugar todos los excesos, todos los latrocinios y todas las violencias que podamos imaginar. Se deshace la armonía entre el hombre y su entorno porque se ha roto antes la armonía del hombre consigo mismo y con Dios.
La «encendida senda» de que habla Fray Luis de León es, por el contrario, la senda de la sabiduría activa, la vía de la acción justa, guiada por el amor y la inteligencia. Vía que nos libera de la sórdida atmósfera de la «edad del hierro», de su clima de frialdad, tiniebla y bajeza, para conducirnos hacia las cumbres de la añorada «edad de oro» en la que todo se halla envuelto en una aureola de luz y en una atmósfera cálida, amorosa y cordial. Es el camino recto, construido por la actividad poética y creadora, que sube hasta la Montaña-Isla de la salud y de la paz, hasta el Monsalvat donde reina el Grial con su poder restaurador, sanador y vivificante.

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