LA MONTAÑA DEL SER Y DEL HONOR
«La vida es una pluma, el honor es una montaña», escribe un antiguo poeta chino con atinada metáfora. La vida, en efecto, es como una pluma que, ligera y volátil, está a merced de cualquier ráfaga de viento. El honor, en cambio, tiene la consistencia de la roca, la firmeza y majestad de la montaña, que nada puede mover ni alterar. Frente a la pequeñez y levedad de la primera (la pluma de la vida) se alza la grandeza y solidez de la segunda (la montaña del honor) expresando en elocuente imagen visual la gradación jerárquica existente entre ambas. Como una montaña compara también al honor Ernst Moritz Arndt al calificarlo de Felsenberg «montaña roqueña»: Nur Eines steht, ein Felsenberg die nie seiner Stätte rücket: das Herz, das nimmer überzwerg vom graden Pfad der Ehre blicket. («Sólo una cosa permanece erguida, cual montaña roqueña, / que no vacila ni se mueve de su sitio: / el corazón que jamás se tuerce / y cuya mirada no se aparta del recto sedero del honor»). El mismo mensaje de solidez, fuerza y reciedumbre que nos trasmite el adagio oriental. No se podría expresar más gráficamente la consistencia y majestad del mundo del ser en el que descansa el honor. Precisamente por ser el honor una montaña, la persona de honor vive en una cima inaccesible para las intrigas y los torpes manejos del alma vulgar y mediocre. Se halla en una altitud situada por encima de la vida y de la muerte, y con más razón aún por encima de la infamia y la bajeza. Poco puede el soplo impotente de los necios y malintencionados contra la mole inmensa y señorial de ese macizo rocoso, hecho de ser y de verdad, en cuya cima mora el hombre honrado y honorable. El ventear estúpido e inquieto, envidioso y rencoroso, podrá agitar y mover la frágil pluma de su vida, pero no logrará hacer mella en la soberbia y enhiesta cumbre de su ser, lleno de bien merecida honra. No se puede dejar de señalar que en la simbología tradicional, la montaña es símbolo de elevación, verticalidad, eternidad y trascendencia. En ella se materializa de forma visible y emblemática la estabilidad, permanencia e inconmovilidad del Ser. Con su altitud y su cima apuntando al cielo, la montaña representa la vertical del ser que se eleva serena y majestuosa, victoriosa y dominadora sobre la horizontal del existir. Y por ello, se alza asimismo como símbolo de la felicidad pura y del gozo pleno, que sólo el Ser otorga: il dilettoso Monte del dante, the delectable Mountains de John Bunyan (desde las que se divisa the shinig shore, «la orilla radiante»). No es raro encontrar en la diversas vías espirituales y culturas tradicionales, tanto de Oriente como de Occidente, expresiones como «Montaña del Ser», «cima del Ser» y «cumbres del Ser». También locuciones tan expresivas como «Ser-monte» y «Hombre-montaña», título este último que en el Taoísmo y el Shinto es otorgado al Sabio que ha realizado la plenitud de su ser viviendo en armonía con el orden universal y, por ende, con el Ser o Principio supremo. Por ello, y a tenor de lo antes expuesto, bien podemos concluir que la montaña del honor no es sino una elevación o parte integrante de la cordillera del Ser. Puesto que el honor descansa en el ser, se nutre del ser, consiste en ser, y ya que ha sido siempre concebido y descrito como sólida montaña, nada más lógico que relacionarlo con la mística y arquetípica Montaña del Ser. Parece plenamente justificado el imaginarlo como planta, joya o flor vivaz que brota en su alta cumbre y en verdes laderas. Esa Montaña del Ser en la que se afirma y desarrolla el honor es también la Montaña del Sol. Es la soleada Sonnenberg sobre la que se alza el Sonnenburg (Sun-burg o Sun-castle), el dorado «castillo del Sol». Lugar cuya función es proteger y cobijar al ser humano frente a las inclemencias del devenir (en alemán cobijar se dice bergen, palabra que tiene el mismo origen que Berg, «montaña», y Burg, «castillo»). Se trata de una elevada y noble sede en la cual podemos encontrar un hogar, un refugio seguro en el que sentirnos cobijados (geborgen) y cuya protección cada día se transforma en festivo y gozoso Domingo, como decía William Law. Nuestra existencia se desarrolla así en un perpetuo «día del Señor» (este es el significado de la palabra Domingo, derivada del latín Dominus), consagrado a festejar su Luz y vivido como radiante «día del Sol» (eso es lo que significan las palabras que en alemán y en inglés designan al Domingo: Sonntag y Sunday). Nos instalamos en un Sonn-tagque es a la vez Sein-tag, «día del Ser» o Being-day: día en el cual el Sol del Ser resplandece en su plenitud y que, por eso mismo, nos hace felices, alegres y contentos, con esa honda satisfacción que da el ser. En esas alturas soleadas se abre en nosotros la certeza de ser, nos sentimos ser más y con mayor hondura. En el sentido del honor se proyecta la sombra protectora e iniciadora de la grandiosa Montaña del Ser. Sopla entre sus entresijos el viento montaraz que viene de esos soberbios y altos riscos donde anidan las águilas. Es como si en nuestro mismo ser, en el fondo de nuestra alma, emergiera con su alta y serana cumbre, sobre la cual reverbera la Luz del Sol eterno, transmitiéndonos un mensaje de verticalidad y llamándonos a un alto destino. Su misma altitud, que evoca la alteza de nuestro linaje, nos invita a ascender, e elevarnos, a superarnos, a ir ganando en altura día tras día. Si tenemos en cuenta la tríada Vedantina Sat-Chit-Ananda, podemos deducir que, perfilándose el Monte de la honra como Montaña del Ser o Sat-Parvat, será también la Montaña del Gozo o de la Beatitud, Ananda-Parvat, además de Montaña del Conocimiento, Chit-Parvat. La ruta del honor no es en absoluto una senda de sufrimiento, aunque esté sembrada de renuncias y pueda a veces existir grandes sacrificios, que tal vez lleven consigo una gran dosis de dolor. Puede estar plagada de dificultades y ser costoso el recorrerla, pero bajo esta superficie más o menos dura, quizá hasta dolorosa, su verdadera sustancia está hecha del más profundo y noble solaz de que pueda disfrutar el hombre. Y su desemboltura final no es otra que el dantesco «Monte del Deleite» (il dilettoso Monte), al cual Dante llama también «monte de belleza» o «bello monte» (il bel Monte), presentándolo como la colina (il colle) o elevación llena de verdor que se alza por encima de «la selva oscura», allí donde ésta acaba, junto con su violencia, su angustia y su tenebroso mutismo. El mismo Dante describe a este «Monte del Deleite» como una noble y sublime altura que resplandece bajo la luz solar: es il colle luminoso o il colle iluminato dal Sole («el cerro iluminado por el Sol»), como coinciden en llamarlo la mayoría de los dantistas italianos. Notemos que «la selva oscura» es justamente el lugar «donde el Sol calla» (dove il sole tace) y por eso impera en ella un silencio aterrador, porque en su seno no hay luz ni palabra, siendo por tanto imposible el honor. El honor es flor que crece en lo alto de la Montaña del Ser y del Sol. Florece en las altas cumbres, cual majestuosa, sencilla y radiante edelweiss. Esta bella flor alpina, de color blanco y con hojas en forma de estrella, en la que se sintetiza el misterio, labelleza y la grandeza de la montaña, viene a ser un excelente emblema del honor. Con su noble blancura (eso es lo que significa su nombre: edel, «noble», y weiss, «blanco»), en la cual parece cuajarse el esplendor de las cimas nevadas, nos habla de la pureza y la elevación de la vida honrosa. Al igual que la edelweiss, el honor crece y vive en una atmósfera en la que se respira un aire puro, fresco, blanco y radiante, como la alta montaña, lejos de las miserias mundanas. En él se condensa el aroma serícico y sátvico de la cordillera del ser, sobre cuyos picos cubiertos de nieve reverbera la lus del Sol espiritual (la nieve como símbolo de satva, por su color blanco, evoca las ideas de la verdad, inocencia y pureza). Y ese aroma de altas cumbres es lo que el honor derrama sobre el valle de nuestro devebnir terreno infundiéndole un olor y regusto de eternidad. La flor solar del honor arraiga y se abre señera allá en lo alto, en las blancas cimas del esse, en las que tiene su aliento la nobleza y majestad de lo humano, en las que impera lo real en la doble acepción de lo verdadero y lo regio, lo que tiene realidad y lo que posee realeza. En esas alturas sátvicas, sobre las que se alza el trono de la realeza del ser, en las que el ser humano se satura de bien, verdad y belleza, y en las que se dan con toda intensidad la insistencia, la consistencia y la presencia del «yo soy» (trasunto del divino «Yo soy el que soy») en las que la edelweiss de la honra encuentra su atmósfera más propicia, el clima más favorable para alcanzar la plenitud. La conquista de esa inmarcesible y luminosa flor está reservada a los buenos montañeros, a los audacez y tenaces escaladores del ser. Cuanto más alto subamos en la Montaña del Ser, más probabilidades tendremos de alcanzar esa flor inmarcesible, más podremos gozar de ella, más podremos llenarnos de su belleza y su fragancia. Al ascender por dicha montaña nosotros mismos nos convertiremos en cumbre donde brota la flor nívea y solar. Llegaremos así a ser «hombre-cumbre» o «mujer-cumbre», o al menos nos iremos aproximando a meta tan sublime. Nuesta vida puede verse zarandeada por multitud de conmociones y contrariedades, pero nuestro honor se mantiene firme, erguido e inconmovible como una alta montaña. La vida podemos perderla, la perderemos tarde o temprano, pero el honor permanece indestructible, si hemos sido fieles a nuestra misión y destino, y gracias a él tendremos una vida imperecedera.
Excelente blog, me gusta mucho.
ResponderEliminarUn saludo y muchas gracias por este trabajo.