Ética del alpinismo
César Pérez de Tudela
El alpinismo ha sido a través del tiempo algo que forma parte de su propia esencia. Algo tan sutil, que es muy difícil tratar de definirlo, pero que configura un ser, o un no ser, alpinístico. El alpinismo no es sólo hacer un turismo acrobático por las grandes montañas. Es una aventura humana que una todas las fuerzas del hombre y que constituye la razón de su existencia. Esa forma de ser y de vivir tan especial en lo que viene llamado ética del alpinismo, y ella es la que eleva al alpinismo por encima de un simple juego de circo.
La ética es la ciencia que estudia el carácter y las virtudes de los hombres. Es la filosofía de las costumbres. Las costumbres son el caracter de la colectividad. Ética es también la conducta del hombre en cuanto es susceptible de moralidad.
El alpinismo es la actividad del rito y del estilo. Las mejores virtudes del hombre adquieren en este juego contrastes que pueden parecer incomprensibles.
Es una actividad en que lo espiritual tiene un factor decisivo. De ahí que su práctica lleve consigo unas normas, sin el cumplimiento de las cuales no hay alpinismo en su mejor sentido.
El código existe, aunque no hay nada escrito. Aunque de su observancia o incumplimiento no se desprendan responsabilidades legales.
Las normas deben brillar siempre, por la actividad misma, que en su acepción más pura no extraña ventaja material, porque constituye por encima de todo una aventura del espíritu.
La vida del alpinista es un raro mundo transparente, en el que todas las realizaciones que otorgan un prestigio están montadas sobre su proprio honor. El palmarés de un deportista de la montaña no es contestable por ningún procedimiento probatorio. Nadie duda ni nadie afirma falsamente, porque a nadie le interesa ser en ficción, en una aventura solitaria basada en un deseo de conocerse verdaderamente a sí mismo. El hombre va a las montañas porque lo desea él. A nadie más interesa. La razón de la realidad alpina no es lo que los demás crean, sino de lo que uno es capaz. Los escasos insensatos que no asimilan pronto este código de honor pronto se alejarán de las cimas, que requieren mucho esfuerzo, mucha fuerza moral, mucho espíritu de constante renovación interior.
El alpinista supera las más exigentes pruebas, por la utilidad que le reporta a su espíritu. Por ser en verdad lo que quiere ser. Por vencer su miedo, por conocer su valer auténtico. En la mística que rodea los ambientes de la montaña está inserto un afán de ayudar al semejante. Es el alpinista el hombre que más hace por el amigo o por el desconocido. Acostumbrado a humanizar las rocas grandiosas de las montañas, y los parajes más salvajes, con sus sufrimientos y sis alegrías, lo da todo por el prójimo cuando éste lo requiere. Es una raza distinta que une a los hombres, sin distinción de clases, nacionalidades o diferencias ideológicas.
La ruda vida de las montañas hace hombres responsables y formados. Moldeados en una severa escuela del honor y hombría. Sólo los hombres fuertes pisan las cimas. Por ello todavía no hay limitación ni ordenanzas. La responsabilidad la llevan los hombres en sí mismos.
Cuando los jueces entiendan sobre los comportamientos de los alpinistas y juzguen sus imprudencias; cuando las leyes reglamenten y prevean lo que no debe ocurrir en las cimas, la mejor característica del alpinismo habrá desaparecido.
Todavía es una lección la que los alpinistas dan cada día al mundo. Su optimismo, su generosidad, su alegría, su libertad, empleada en una empresa que sólo otorga ventaja al espíritu.
Estamos ante un mundo nuevo -a pesar de ser viejo en el tiempo-, lleno de vigor, fuerza y peligro. Un mundo que ha nacido de la audacia y energía del hombre: alpinismo.
No sólo atrae lo nuevo al alpinista -como al resto de la humanidad-; le atrae también la belleza y el ideal de la bondad. El alpinista ha descubierto lo nuevo en sí mismo, y ha llegado a la conclusión inconsciente de que nada en la vida puede lograrse sin un alto coeficiente de riesgo, trabajo y aventura.
El alpinista es el hombre que todavía cree en la poesía y en la belleza de los crepúsculos, sin detectar la claridad del silogismo.
Que este mundo, fuente inagotable de energías del espíritu que es el alpinismo, no se derrumbe prensado por un orden que no sea el puramente cósmico.
Sólo cuando el rito del alpinista de escudriñar el cielo y ver las estrellas – cuando parte hacia la escalada-, de sentir el frío y de sentir el miedo al crisparse sus manos en la presa, desaparezca, habrá desaparecido una de las más hermosas formas de vivir de los hombres, en una civilización en la que todo está contaminado, manchado y maldito.
César Pérez de Tudela
S.O.S. En el Naranjo de Bulnes
Publicaciones Controladas, S.A. 1973
César Pérez de Tudela
El alpinismo ha sido a través del tiempo algo que forma parte de su propia esencia. Algo tan sutil, que es muy difícil tratar de definirlo, pero que configura un ser, o un no ser, alpinístico. El alpinismo no es sólo hacer un turismo acrobático por las grandes montañas. Es una aventura humana que una todas las fuerzas del hombre y que constituye la razón de su existencia. Esa forma de ser y de vivir tan especial en lo que viene llamado ética del alpinismo, y ella es la que eleva al alpinismo por encima de un simple juego de circo.
La ética es la ciencia que estudia el carácter y las virtudes de los hombres. Es la filosofía de las costumbres. Las costumbres son el caracter de la colectividad. Ética es también la conducta del hombre en cuanto es susceptible de moralidad.
El alpinismo es la actividad del rito y del estilo. Las mejores virtudes del hombre adquieren en este juego contrastes que pueden parecer incomprensibles.
Es una actividad en que lo espiritual tiene un factor decisivo. De ahí que su práctica lleve consigo unas normas, sin el cumplimiento de las cuales no hay alpinismo en su mejor sentido.
El código existe, aunque no hay nada escrito. Aunque de su observancia o incumplimiento no se desprendan responsabilidades legales.
Las normas deben brillar siempre, por la actividad misma, que en su acepción más pura no extraña ventaja material, porque constituye por encima de todo una aventura del espíritu.
La vida del alpinista es un raro mundo transparente, en el que todas las realizaciones que otorgan un prestigio están montadas sobre su proprio honor. El palmarés de un deportista de la montaña no es contestable por ningún procedimiento probatorio. Nadie duda ni nadie afirma falsamente, porque a nadie le interesa ser en ficción, en una aventura solitaria basada en un deseo de conocerse verdaderamente a sí mismo. El hombre va a las montañas porque lo desea él. A nadie más interesa. La razón de la realidad alpina no es lo que los demás crean, sino de lo que uno es capaz. Los escasos insensatos que no asimilan pronto este código de honor pronto se alejarán de las cimas, que requieren mucho esfuerzo, mucha fuerza moral, mucho espíritu de constante renovación interior.
El alpinista supera las más exigentes pruebas, por la utilidad que le reporta a su espíritu. Por ser en verdad lo que quiere ser. Por vencer su miedo, por conocer su valer auténtico. En la mística que rodea los ambientes de la montaña está inserto un afán de ayudar al semejante. Es el alpinista el hombre que más hace por el amigo o por el desconocido. Acostumbrado a humanizar las rocas grandiosas de las montañas, y los parajes más salvajes, con sus sufrimientos y sis alegrías, lo da todo por el prójimo cuando éste lo requiere. Es una raza distinta que une a los hombres, sin distinción de clases, nacionalidades o diferencias ideológicas.
La ruda vida de las montañas hace hombres responsables y formados. Moldeados en una severa escuela del honor y hombría. Sólo los hombres fuertes pisan las cimas. Por ello todavía no hay limitación ni ordenanzas. La responsabilidad la llevan los hombres en sí mismos.
Cuando los jueces entiendan sobre los comportamientos de los alpinistas y juzguen sus imprudencias; cuando las leyes reglamenten y prevean lo que no debe ocurrir en las cimas, la mejor característica del alpinismo habrá desaparecido.
Todavía es una lección la que los alpinistas dan cada día al mundo. Su optimismo, su generosidad, su alegría, su libertad, empleada en una empresa que sólo otorga ventaja al espíritu.
Estamos ante un mundo nuevo -a pesar de ser viejo en el tiempo-, lleno de vigor, fuerza y peligro. Un mundo que ha nacido de la audacia y energía del hombre: alpinismo.
No sólo atrae lo nuevo al alpinista -como al resto de la humanidad-; le atrae también la belleza y el ideal de la bondad. El alpinista ha descubierto lo nuevo en sí mismo, y ha llegado a la conclusión inconsciente de que nada en la vida puede lograrse sin un alto coeficiente de riesgo, trabajo y aventura.
El alpinista es el hombre que todavía cree en la poesía y en la belleza de los crepúsculos, sin detectar la claridad del silogismo.
Que este mundo, fuente inagotable de energías del espíritu que es el alpinismo, no se derrumbe prensado por un orden que no sea el puramente cósmico.
Sólo cuando el rito del alpinista de escudriñar el cielo y ver las estrellas – cuando parte hacia la escalada-, de sentir el frío y de sentir el miedo al crisparse sus manos en la presa, desaparezca, habrá desaparecido una de las más hermosas formas de vivir de los hombres, en una civilización en la que todo está contaminado, manchado y maldito.
César Pérez de Tudela
S.O.S. En el Naranjo de Bulnes
Publicaciones Controladas, S.A. 1973
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