
Adrián Soto Briseño
Si lleváis los ojos puestos en el cielo, nunca
perderéis el camino a vuestra patria.
Novalis
Con la intensión de preservar la esencia del universo mítico-religioso que declinaba bajo el racionalismo utilitario de la naciente sociedad burguesa, los escritores románticos de la Alemania del siglo XVIII descubrieron en la montaña un símbolo que contenía, en sus manifestaciones dentro de distintas culturas, cierta unidad intrínseca de significado, pues casi todas las tradiciones tienen ese profundo símbolo: basta recordar el monte Merr de los hindúes, el Haraberezeiti de los iramos, Tabor de los israelitas, Hingjor de los germánicos, etc. (Vázquez, 397); este descubrimiento adquirió gran relevancia, ya que fundamentándose en su universalidad se podría demostrar que la conformación de la mitología era continua e inherente a la constitución del ser humano, con independencia de las diferencias culturales y de credo. El tema de la montaña cobró tal importancia para el romanticismo que una de las críticas de Novalis contra la naturaleza antipoética y burguesa del Wilhelm Meister Lehrjahre (1796) consistió en que Goethe había ignorado casi en su totalidad aquel motivo literario en la composición de su novela.1
Pero, ¿qué características confluían en la simbología de la montaña para que cobrara aquellas proporciones con renovada fuerza?, sólo definiéndolas será posible comprender los atributos que adquirió al revitalizarse dentro el ideario romántico. Para los antiguos la cima de la montaña cósmica representó el lugar en el cual la tierra aspiraba a fundirse con el firmamento, su eje vertical lo constituía el axis mundi: era la materia encerrada en su propio misterio que ascendía a la trascendencia, superando su dependencia corporal, poseía un carácter sagrado, refundiendo la idea de masa como expresión del ser (Vázquez, 397); a su vez, el eje horizontal era el filo en que ascendían y declinaban los ecos de otro universo, la montaña cósmica se revelaba como la unión de dos mundos, los cuales se manifestaban en la intersección de la multiplicidad y en la oposición de contrarios en una continua transfiguración; por lo general, las montañas gemelas representaban más estrechamente esta relación,2 pues en ellas se mostraban explícitos ambos mundos, como los dos aspectos rítmicos de la creación manifiesta (Vázquez, 396).
En las culturas antiguas la tierra era representada dimensionalmente por figuras geométricas y equidistantes, como el cuadrado o el cubo, sus aristas personificaban los cuatro puntos cardinales y los cuatro elementos alquímicos que confluían en un centro. Por su parte, el cielo estaba asociado al círculo como espacio supradimensional; la montaña cósmica sintetizó ambas representaciones manifestándolas físicamente, produciendo así un ligamento o intersección entre el principio superior y el inferior, dando origen al mandala,3 el símbolo formado por la convergencia de la dualidad, el cual implicaba un continuo proceso de transubstanciación: por ello simboliza también el sacrificio perpetuo que renueva la fuerza creadora por la doble corriente de ascenso y descenso, aparición y desaparición, evolución e involución (Cirlot, 295).

A pesar de la profunda relación del minero con su materia de trabajo y de que Novalis considerase que las fuerzas creadoras de la Naturaleza habían adquirido una sensibilidad más sutil a través de un continuo proceso evolutivo, como representante de la Naturaleza indómita la montaña romántica habría de conducir también a terribles abismos en una doble correlación, lo cual se debió ante todo a que en una época en la cual la escisión del ser ha puesto en crisis los principios de la individualidad, la relación del hombre con la Naturaleza será necesariamente conflictiva; así, la montaña amenazará al minero si permanece impuro en su seno, y el hombre sentirá la escisión de la Naturaleza como algo inherente a su ser más íntimo, desgarrándose en el intento de reunificar los fragmentos que lo constituyen.

En el cuento de Tieck, la montaña de las runas se reveló sólo en una ocasión a Christian, el protagonista; sin embargo, desde el inicio la presencia de esa majestuosa mole parece dominar desde la lejana bruma del horizonte, como un terrible augurio, y ciertas fuerzas desconocidas se manifestaron como principios psicológicos que condujeron a Christian a un proceso de alienación en el cual finalmente se perderá a sí mismo: algún poder desconocido se ha apoderado de mi voluntad, apartándome de la sociedad de mis padres y demás parentela, y he caído en este cepo como el pájaro fascinado, prisionero en una red, de la que en vano intenta librarse. (Tieck, 38) Un extranjero le indicó al protagonista el camino hacía la montaña de las runas, éste era el emisario de un orden antiguo que despertó en Christian el recuerdo de una época de comunión idílica con la Naturaleza, y su capacidad de evocación le provocó un entusiasmo irreprimible, estimulando la magia oculta tras incontables siglos de civilización, abriendo así las puertas de sus sentidos.
Tras la ambigüedad narrativa de Tieck el proceso de alienación de Christian es fácilmente explicable: algo ha cambiado en el hombre, pues en abierta oposición a la Naturaleza terminó perdiendo su contenido intrínseco, transformando su interior en un vacío puro, y esa oquedad se sustentó sobre una premisa falsa, inconcebible: la idea de que el individuo sensible es lo único existente. Pero si el hombre es un ente natural, es decir, si se encuentra inserto y ha emanado de la Naturaleza, esta vejación atentará contra él mismo, de ahí que su ser no sea capaz de sostenerse en la vacuidad, pues en él se ha abierto un verdadero abismo interior, y en el preciso instante de su surgimiento el nuevo hombre ha de caer, arrastrado por el devenir de los fenómenos; la montaña romántica conjura entonces los poderes de la totalidad, invocando al mundo de los espíritus para, en venganza, despertar en la fantasía humana los abismos más brutales de la Naturaleza manifiesta; y como una pulsión renovada, sus potencias abstractas dominaron la oquedad interna del hombre, reactivándo aquel vacío que se había visto reducido a mero instinto, ya sin voluntad.

Retomando el argumento del minero luchando en el interior de la montaña, que Achim von Arnim había acentuado en su obra, Elis Fröbom, el personaje de Hoffmann, se encuentra escindido, pero ya no como consecuencia de la absolutización del yo derivada de la filosofía fichteana, sino a partir de la duplicidad del principio femenino en que se manifiestan las fuerzas de la Naturaleza; pues Elis ha cometido una impiedad al convertirse en minero con la intensión de casarse con Ulla, la hija de Pehrson Dahlsjö, vigilante del horno de fusión y dueño de una frälsen en la montaña de Stora-Kopparberg; por tanto las potencias que subyacen bajo la montaña se le manifestarán como la reina de los elementos, quien lo reclamará, fragmentando su individualidad hasta someterlo a sus deseos: se sentía partido en dos mitades, como si su parte mejor, su auténtico yo, se encontrara abajo, en el centro de la tierra, y descansase en brazos de la reina. (Hoffmann, 197)
Según se infiere del cuento de Hoffmann la única forma de dominar aquellas fuerzas primigenias que yacen en el seno de la montaña consiste en confrontarlas consigo mismas, con su identidad inherente, reafirmando el dominio que el hombre ha adquirido sobre ellas; por eso, antes de aceptar a Elis como trabajador, Pehrson Dahlsjö le advirtió: los poderosos elementos que el minero osa gobernar lo destruirán si no empeña todo su ser en afirmar su imperio sobre ellos, si abre camino a otros pensamientos que debiliten sus fuerzas, ya que todos ellos han de estar dirigidos íntegramente al trabajo en la tierra y el fuego. (Hoffmann, 189) Pero, debido a su amor por Ulla, Elis es incapaz de fijar sus pensamientos, y pronto su carácter comenzará a cambiar, sus extraños impulsos harán evidente que ya no concibe los valores de utilidad que la sociedad otorga a los bienes naturales: Elis anunciaba alegremente (…) que había descubierto las venas más ricas y, cuando los otros sólo encontraban simple roca, se burlaba de ellos, diciendo que sólo él entendía los signos misteriosos, la reveladora escritura que la mano misma de la reina grababa en los abismos. Según él, en realidad era suficiente con entender los signos, sin necesidad de extraer a la luz del día lo que estos anunciaban. (Hoffmann, 197) Elis ha dejado de pertenecer al mundo de los hombres, y su nueva realidad, adquirida al haber ajustado su visión a los abismos, impedirá que se reintegre de nuevo a las sociedad humana, pues la revelación de los secretos de la Naturaleza conlleva la exigencia de una entrega total, un voto eterno con la reina de las profundidades en los abismos subterráneos que nunca han visto la luz.

En los distintos estratos6 que conforman el Empédocles (1800) de Hölderlin el volcán sintetiza los cuatro elementos que constituyen el universo: el agua está representada por los manantiales y las corrientes subterráneas, el fuego por el magma, el aire por las nubes en su cima y la tierra por la constitución de la montaña; estas distintas esferas confluyen en el eje horizontal como los cuatro puntos cardinales en la montaña cósmica; el volcán Etna se transforma así en la elevada esfera en la que culminará la lucha ideal entre lo limitado y lo infinito, lo orgánico y lo aórgico, hasta superar los distintos niveles de síntesis conceptuales, liberando al ser humano de su perpetua escisión. En la antigüedad el filósofo Empédocles creía que las disonancias entre los cuatro órdenes de la Naturaleza habían producido este universo, y sólo su reconciliación provocaría que se fundieran nuevamente en un caos primigenio: la concordia unas veces / los amista, y en unos los compone; / otras, por el contrario, la discordia / a todos los separa y enemista; (Diógenes, 436) por tanto, el universo de las formas subsiste de la continua fluctuación de atracción y rechazo entre sus elementos, y el alma muta en un continuo proceso de transubstanciación. Se desconoce cómo ocurrió la muerte del Empédocles histórico, en la antigüedad existían varias teorías al respecto, algunos afirmaban que se había proclamado un dios ante el pueblo: yo os saludo ya dios, que entre vosotros vivo inmortal, (Diógenes, 422) y para demostrar aquella divinidad recién adquirida se lanzó al cráter del Etna en un terrible delirio; empero, cuenta Diógenes Laercio, una de sus sandalias de bronce delató su muerte, pues debido a la combustión del magma salió despedida al exterior ante las miradas de los aterrados espectadores.
Por su parte, en la obra de Hölderlin el sabio Empédocles ha trastornado los fundamentos de la sociedad siciliana al afirmarse como un dios, ya en las culturas antiguas lo divino era fundamento esencia de toda institución, y si alguno de los integrantes de la comunidad toma para sí los atributos de los dioses, liberando una conciencia más plena del mundo, la estructura social comenzaría a resquebrajarse en una eterna disgregación; abre así un espacio antinatural, pues hay en él un ser terrible que todo lo transforma. (Hölderlin, 41) Empédocles comprende entonces que ha inaugurado un orden imposible y determinante, en que la vida es incapaz de sustentarse en él, intuye que no puede salvar a los hombres, y por propia convicción decide convertirse en un marginado e indagar en la vía hacia su reintegración en el cosmos.
En soledad Empédocles ha logrado una comunión tan profunda con la Naturaleza que los órdenes han comenzado a mezclarse: Dicen que las plantas están pendientes / de su paso, y que las aguas bajo tierra / se afanan por brotar donde su bastón el suelo toca! / y cuando en las tormentas mira al cielo, se rasga una nube y resplandece el claro día; (Hólderlin, 39) pero lo aórgico que subyace bajo las manifestaciones de la Naturaleza que Empédocles somete no puede depender de lo orgánico y circunstancial, pues se instaura más allá del mundo de los conceptos, lo aórgico es en sí, lo eterno inconmensurable. Por tanto, con la lucha entre los elementos antitéticos comienza la disolución de las disonancias, en un proceso de reunificación de los elementos dispersos en la búsqueda por restituir al hombre en el santuario del mundo; pero la deificación es imposible, a menos que el filósofo siciliano delegue la reafirmación de su individualidad y su dependencia de la forma, pues aquel aparente dominio de Empédocles sobre la Naturaleza se apoya sobre una tensión insuperable, ya que el momento de máxima plenitud es también (…) el de máxima hostilidad... y de una aparente posibilidad de reconciliación: lo orgánico que se ha hecho aórgico se encontraría a sí mismo y retornaría a sí mismo. (Mas, 35)

Se ha mostrado aquí el recorrido que realizaron los románticos en su búsqueda de fundamentación mítica, a partir del símbolo de la montaña, la cual es en su más profunda constitución mítica la reafirmación de la materia sobre el abismo, y a la vez reafirmación del espíritu sobre la materia. La búsqueda de los escritores alemanes del siglo XVIII fue tan abrumadora como necesaria, en ella se cifraba la plena regeneración del ser humano; lo que descubrieron se fundó sobre una posibilidad remota, un acto de fe: que el ser humano desligado de cualquier vínculo natural sólo podría salvarse a sí mismo al confrontarse con las fuerzas abstractas de la totalidad. En la montaña cósmica los románticos no lograron descubrir aquel símbolo de cohesión universal que tan fervorosamente anhelaban, sino una vía individual de reunificación con el absoluto que cada uno debía realizar: la salvación del hombre que observa en los cielos abiertos las infinitas posibilidades de su interior.
--------------------------------------------------------------------------------
1 La referencia es la siguiente: en el ‘Meister’ no se toca para nada la fantasía gnóstica o del paisaje. Sólo raras veces Goethe hace intervenir a la Naturaleza. Una vez al comienzo de la cuarta parte. Con ocasión del atraco, Goethe toca sólo de pasada la montaña romántica. (Novalis 1804,134)
2 En las civilizaciones grecolatinas a la montaña doble se le asociaba con Marte, en su carácter de Jano, bajo el signo de Géminis: esta montaña tiene dos cimas para representar visualmente su sentido ambivalente y dual. (Vázquez, 396)
3 El mandala está constituido por la intersección de dos círculos, que por razones de síntesis iconográfica se representan como una figura almendrada, el haz que conforma el lado izquierdo representa a la materia y el de la derecha al espíritu.
4 Vázquez refiere a la vez que la montaña corresponde por su forma al árbol invertido cuyas raíces están en el cielo y cuya copa, en la parte inferior, expresa la multiplicidad, la expansión del universo, la involución y la materialización; (Vázquez, 395) ambos extremos representan el nadir, el punto más bajo de la materia, que se vincula recíprocamente con el cenit, en una perpetua correlación.
5 Esta afirmación es un tanto parcial, y sirve sólo para efectos de este ensayo, pues la influencia del simbolismo de la montaña romántica se extiende más allá del siglo XVIII; por ejemplo, basándose en los cuentos de Achim von Arnim y E.T.A. Hoffmann, Hugo von Hoffmannsthal escribió su obra “Das Bergwerk zu Falun” (1899) y Richard Wagner proyectó componer una ópera pensando en este tema como argumento (1841-1842); e incluso la narración de Rober Musil “Grigia” (1921) es una reelaboración de los poderes de atracción que ejercen el principio femenino y la montaña romántica.
6 Desde 1786 hasta 1800 Friedrich Hölderlin escribió distintas versiones de la tragedia que giraba en torno al filósofo siciliano Empédocles, pero durante el desarrollo de su proyecto se encontró con graves problemas conceptuales, los cuales provocaron que la tragedia quedara inconclusa; sin embargo, Hölderlin puso en práctica una nueva concepción de la tragedia que había ideado desde la época en la cual tradujo, o más bien adaptó, la Antígona de Sófocles, pues el phatos de la tragedia era para él la expresión de la lucha entre la forma y el contenido del principio de la divinidad.
--------------------------------------------------------------------------------
Bibliografía:
Cirlot, Juan-Eduardo, Diccionario de símbolos, Editorial Labor, Barcelona, 1991, 480 pp.
Laercio, Diógenes, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, Tomo II, trad. José Ortiz y Sanz, Librería Perlado Editores, Buenos Aires, 1940, 288 pp.
Mas, Salvador, Hölderlin y los griegos, Ediciones Visor, Madrid, 1999, 160 pp.
Novalis, Enrique de Ofterdingen, trad. José Miguel Mínguez, Editorial Bruguera, Barcelona, 1983, 288 pp.
------, Escritos escogidos, trad. Ernst-Edmund Keil y Jenaro Talens, Ediciones Visor, Madrid, 1984, 184 pp.
Hölderlin, Friedrich, Empédocles, trad. Anacleto Ferrer, Editorial Hiperión, Madrid, 1997, 376 pp.
Hoffmann, Ernst Theodor (Wilhelm) Amadeus, Los hermanos de san Serapión I, Trad. Celia y Rafael Lupiani, Editorial Anaya, Madrid, 1988, 304 pp.
Perez-Rioja, J. A., Diccionario de símbolos y mitos (Las ciencias y las artes en su expresión figurada), Editorial Tecnos, Madrid, 1962, 368 pp.
Tieck, Ludwig, Lo superfluo y otras historias, trad. José M. Mingues, ediciones Alfaguara, Madrid, 1987, 168 pp.
Vazquéz Hoys, Ana María y Oscar Muñoz Martín, Diccionario de la magia en el Mundo Antiguo, Aldebarán Ediciones, Madrid, 1997, 448 pp.
--------------------------------------------------------------------------------
Adrián Soto (Ciudad de México, 1979) es poeta y ensayista. Es egresado de la carrera de Lengua y Literaturas Alemanas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado Quetzalcóatl, la efigie de luz en Editores Mexicanos Unidos, y el prólogo al ensayo “La Cristiandad o Europa” de Novalis en la colección Pequeños Grandes Ensayos de la Dirección General de Publicaciones de la UNAM. Se ha especializado sobre todo en romanticismo alemán y en literatura japonesa contemporánea.
No hay comentarios :
Publicar un comentario