LA AMISTAD DE LA PIEDRA
Cuando Borges quería ilustrar su idea de que en alguna ocasión, rompiendo la habitual hojarasca modernista, Lugones había logrado algún verso de calidad, solía citar éste: «Yo que soy montañes sé lo que vale / la amistad de la piedra para el alma». Yo también soy montañes y por ello, además de reconocer el acierto expresivo, puedo percibir también la exactitud del juicio. Pero esa curiosa amistad no ha sido algo evidente en la historia humana; más bien es un sentimiento perfectamente reciente, como que cuenta con poco más de un siglo.
Las altas montañas inaccesibles, abruptas, con escarpes vertiginosos, con simas estremecedoras, con nieves perpetuas o periódicas, en donde nacen los rios, donde sólo las águilas y algunos cervidos habitan, donde las nubes y las tormentas surgen y se enredan, con horrísonos ruidos de aludes y de ventiscas, fueron durante milenios miradas por el hombre como un espacio hostil del que había que mantenerse alejado. Algunas religiones, desde las de la India, pasando por la griega, que situaron en ellas el espacio propio de los dioses y los genios, la misma mosaica, que recibe los preceptos de su Dios en el Sinaí, a donde sólo Moisés ascendío, han subrayado la total extrañeza de las altas montañas para el hombre haciéndolas el lugar propio de los dioses que gobiernan a éstos. Los romanos, que, para extenderse fuera de la península itálica tuvieron que superar arrojadamente los pasos alpinos en varios lugares, no dedicaron, en su amplia literatura, un solo párrafo de admiración por las altas montañas, para las que fueron perfectamente ciegos. Tito Livio dice en algún lugar que los altísimos montes de los Alpes no eran «convenientes para el uso de los hombres». Julio César, que los cruzó más de una vez (aún hay un «Julius Pass» en uso en los Grisones), los ignoró en su obra literaria. El encanto de la naturaleza era el campestre y el virginiano a lo sumo el de las dominables y dulces colinas, no más arriba. En la Edad Media las altas montañas eran lugares donde habitaban dragones y monstruos. Aún en 1753 un miembro de la «Royal Society» presentó una clasificación detallada de los dragones de los Alpes. En las altas montañas apenas se asomaban -y esto era visto como un peso más de su humilde condición- los montañeses, cazadores, pastores, buscadores de cristales, a quienes las primeras nieves expulsaban obligándoles a recogerse en sus pobres moradas, encerrados durantes largos meses, conviviendo físicamente con sus ganados, asustados y ocultos ante la furia y los ruidos y las caídas de nieves y de piedras que la montaña produce activamente en el invierno. Nadie sentía la belleza de las cumbres. Será Rousseau el que introduce una variación en esta apreciación. En su «Nueva Heloísa» dice que los altos montes «son merecedores de la contemplación de los hombres. No les faltan para ser admiradas sino espectadores que sepan verlos». Una nueva forma de ver el paisaje salvaje, y no el cultivado, ha surgido. Vendrán enseguida los científicos y en cabeza el ginebrino Horacio Benedicto de Saussure, que culmina sus investigaciones y mediciones con la memorable ascensión al Mont Blanc, la cumbre más alta de Europa, cuya altura él mide con casi completa exactitud, cumplida en 1787 (aunque un año antes Balmat le había precedido). (Un precioso libro de Numa Broc, «Les montagnes au siècle des lumières», 1991, cuenta esa historia con notable lucidez). A partir de ahí el ritmo de conquistas alpinas sigue. Ramond coge la anorcha y la lleva a los Pirineos franceses. Las montañas entran en el recetario romántico -aunque hay aún un texto de Chateubriand de 1806, «Viaje al Mont Blanc», en realidad un viaje a Chamonix y sus cercanos glaciares, que intenta, sorprendentemente, cortar esa efusión, que parece querer reservar para sus caras selvas americanas.
Pero el cambio cualitativo vendrá con la consagración de los ingleses del alpinismo como un «sport», formalizado ya a mediados del siglo XIX (el «Alpine Club» se funda en 1857; Whimper conquista el Cervino en 1865). La ida a la montaña y la victoria sobre todas sus asperezas y rigores pasa a ser considerada como una superación de la voluntad, la ascesis suprema en la que se pone en la balanza la propia vida, ascesis casi catártica en sus efectos estéticos y morales. En España ese momento se retrasa cincuenta años. Giner de los Ríos y los institucionistas descubren Guadarrama, en 1904 Pedro Pidal, co el guía Gregorio el Cainejo, conquista el Naranjo de Bulnes, que es el inicio del alpinismo de escalada. Los clubes de montañeros de Barcelona y de Madrid han concluido ya antes de la guerra la virtual conquista de todas nuestras montañas.
Todo esto que he esquematizado rápidamente, ha supuesto un cambio completo en las actitudes y mentalidades colectivas así como una revolución de los sentimientos. De objetos de temor o de repulsión, las montañas han pasado a ser objetos de placer, tanto estético como deportivo. El sentimiento de la montaña se convierte en una forma exaltante del sentimiento de la naturaleza. Esa evolución culmina entre nosotros en el intento de preservar a las montañas de la invasión turística, adoptando la técnica, pensada para otras necesidades y funciones, por cierto, de los parques nacionales o regionales. (La Convención Alpina, firmada por once Estados europeos en 1991, me parece ser el modelo adecuado, y no el de la congelación inhumana de la vida arcaica de los pueblos montañeses, a los que, por cierto, el art. 130.2 de la Contitución y directivas comunitarias ordenan proteger y no limitar.)
Pero, entre tanto, en el pecho del hombre ha quedado abierta la llaga de la emoción de las montañas, que ha sustituido ya en todo nacido a la vieja repulsión o temor.
Pocos ejemplos más eficaces podrían invocarse de cómo la literatura, las ciencias, los hábitos deportivos nuevos han logrado cambiar, en muy pocas generaciones, el espiritu humano. Cada vez son más los hombres que buscan y necesitan las montañas para integrarse plenamente en la naturaleza primigenia. Ortega explicó que la caza suponía unas vacaciones de humanidad, para recuperar los viejos instintos predadores inscritos en nuestros genes desde el origen del hombre. El montañismo, en sus distintos contenidos, que practican cada fin de semana más de un millón de españoles, son unas vacaciones análogas, pero más profundas. En la montaña recuperamos nuestra condición de hijos de la tierra, quedamos remitidos a nuestras propias fuerzas, hemos de superar nuestros temores, nuestras debilidades, tenemos que cumplir objetivos difíciles, arriesgamos algunas veces nuestras vidas, desarrollamos el sentido de la fraternidad humana (nunca se ha oído que en una cordada alguien haya desenganchado su mosquetón para eximirse del riego común; la mera hipótesis de que así pudieran haberlo hecho, cosa que la justicia entonces y los técnicos ahora excluyen formalmente, destruyó el honor montañero y amargó la vida para siempre a los Taugwalder, que guiaban al equipo de Whymper en la histórica conquista del Cervino, donde murieron despeñadas cinco personas), afinamos nuestra percepción de la naturaleza, nos fortalecemos espiritualmente en una ascesis sorprendentemente estimulante.
«La amistad de la piedra para el hombre » se singulariza especialmente cuando la montaña es, en efecto, pétrea, o el gris acero de las cumbres de Gredos y de Pirineos, o el gris plata de los Picos de Europa y de los Alpes. Quienes tienen el privilegio de vivir o de acogerse con frecuencia en un paisaje dominado por esas rocas son seres privilegiados y dignos de envidia. La dureza del medio es ablandada por un sentimiento de vinculación personal a volúmenes abstractos y variados, mil veces más bellos que los que puedan imaginar pintores y escultores y sobre los cuales resulta fascinante imponer el triunfo de la vida.
Eduardo García de Enterría
No hay comentarios :
Publicar un comentario