REFLEXIONES DE WALTER BONATTI
Ponencia de apertura del Congreso Internacional «Montaña Aventura 2000-URSS y Occidente, tradiciones y previsiones a examen» (1989)
El Congreso se celebró en la casa de Maquiavelo, en San Casciano, cerca de Florencia. La sala acoge un Comité Honorario, científicos de diversas disciplinas, alpinistas selecionados entre los más representativos de la Unión Soviética, Estados Unidos, Japón, Canada, Nueva Zelanda y una estados europeos. Nutrida asistencia de público. El objetivo del encuentro es sensibilizar al mundo de la montaña y de la aventura en general sobre la necesidad de salvaguardar el ambiente y los valores morales esenciales del alpinismo.
La practica del alpinismo y de la montaña en general representa una de las máximas expresiones que ha inventado el hombre para su proprio placer, tanto físico como intelectual. Sin embargo, en las últimas décadas su significado moral y cultural se ha oscurecido. El alpinismo, en su fórmula más extendida en la actualidad, se dispersa, al menos entre nosotros, en una serie de aspectos de los que emerge una enorme confusión de tendencias y de motivaciones. En las reuniones mantenidas en esta década, todos los asistentes han terminado por resultar, en alguna medida, atrapados. El discurso privilegiado en estas ocasiones hacía referencia al concepto del alpinismo hoy y su realización filtrada por el espónsor , por el valor de la imagen, por la afirmación técnica y por su peso comercial. Y así, se ha hablado de clasificaciones, de récord de velocidad en una escalada, de prestigio y de supremacía sobre los demás. Alguno de los congresistas había observado que el alpinista de estos tiempos está sometido a problemas psicológicos, a crisis de identidad; se había citado incluso la necesidad de volver a una práctica limpia de la montaña. Pero después todos estaban de acuerdo en que el alpinismo, hoy en día, necesita dinero, mucho dinero. Este es el primer elemento contaminante de cualquier cosa. Una empresa termina de este modo envenenada, corrompida, degenerada. Hoy interesa, sobre todo, la conveniencia personal, el negocio publicitario, con la pretensión de pasarlo por información y con el rechazo de reglas, ideales y principios. Todavía en un pasado reciente, el alpinismo se concebía como una satisfacción interior. La competición, si así queremos llamarla, era sobre todo con uno mismo. Medirse con las montañas era indagar en el proprio yo. En todo caso, implicitamente, había una confrontación con los demás y en las cimas se descubría una perfecta comunión con la naturaleza. Esto era el alpinismo tradicional y todavía no se ha olvidado. Los más maduros aceptábamos estas reglas, nunca escritas ni codificadas, pero claras y compartidas. Creo, además, que esto es como cualquier otro juego: una vez que libremente se acepta jugar, hay que atenerse a las reglas del juego. Si al jugar al póker hago trampas para ganar como sea, realmente no estoy jugando, ni estimulo mi inteligencia ni mi creatividad, ni me comprometo, ni encuentro sorpresas. En realidad ¿a que estoy jugando? Esta ha sido la razón de que, desde hace treinta años, venga luchando por un alpinismo limpio, sincero, coherente y constructivo. Y así será, insisto, si se respetan reglas éticas fundamentales. Hoy en día hay un rechazo a las reglas. Pero si rechazamos las reglas rechazamos también nuestro meridiano de Greenwich sobre el que basarnos para medir y medirnos. Sin puntos de referencia, sin reglas, todo está permitido, todo es posible. Pero, en mi opinión, así no tiene valor porque no guarda relación con nada ni con nadie. ¡Sin reglas no se es nadie!. ¿Qué hay entonces más allá de las montañas si no es el hombre?
Practicar el alpinismo es uno de los mil modos de ser y de conocerse. Ir a la montaña no debería tener otro significado que el de búsqueda, nunca el de huida, porque en un determinado momento hay que saber volver a la propia individualidad, a los propios sentimientos, el único espacio posible antes de vacío. Así pues, la montaña debería preparar para ir más lejos. El alpinismo es bastante más que una técnica, es bastante más que un récord y que una colección de cimas. No basta con saber atacar una montaña, la curiosidad y la reflexión son muchos más importantes para anticipar, para comprender y para sentir. Lograr que en la montaña trabajen los músculos y el cronómetro será un juego divertido, según dicen algunos, pero tiene bien poco que ver con la aventura creativa. Además, si en nosotros solo está el atleta, antes o después experimentaremos la tristeza del declinar, por estar privados de otros recursos más desarrollados. De aquí surgen las inevitables crisis existenciales. Muchos escaladores de hoy no lo creen así. Entre estos hay quien trepa por breves recorridos atléticos, pero superprotegidos, con la ambición de realizar empresas aventureras y creativas, al tiempo que se desvincula del «tabú de la tradición». Precisamente hoy que el culto a la aventura es tal como para inducir a comprársela prefabricada, sorprende constatar cómo se puede llegar a considerar la verdadera aventura como un tabú que hay que derribar. Por el contrario, se eleva a nueva dignidad una serie de gestos estériles que jamás podrían ser considerados como aventureros. Pero si de verdad se quiere que el alpinismo siga siendo aventura, habría que renunciar a esos medios técnicos y a esa organización que actúan sobre la espontánea determinación del hombre. La aventura ya no puede manifestarse si decaen el ingenio, la imaginación, la resposabilidad; cuando se viene abajo o se banalizan factores naturales como lo desconocido y la sorpresa. Y tampoco puede subsistir la aventura donde se alteran, incluso se destruyen, peculiaridades como la incertidumbre, la precariedad, el coraje, la exaltación, la soledad, el aislamiento, el sentido de búsqueda y de descubrimiento, la sensación de lo imposible, el gusto por la improvisación y por ponerse a prueba solo con los propios medios: todo lo que hoy ha desaparecido de la vida cotidiana. Allí donde no se usan dados cargados para vencer a cualquier precio, existen aún el juego, la sorpresa, la fantasía, el entusiasmo del éxito y la duda de la derrota. Es decir, la aventura. Hoy en día, está demostrado que técnicamente todo es posible en la montaña. Desperdigados por el mundo, hay todavía muchos picos y paredes inviolados que antes o después alguien escalará, valiéndose de todas las sofisticaciones hoy en uso. Pero, a mi juicio, no se aportará nada nuevo ni interesante puesto que, simplemente, se seguirán unos pasos, sea en el terreno de la técnica, sea en el de la organización, donde ya está todo resuelto. Hoy más que nunca estamos invadidos por superficialidad, engaños, especulaciones de todo tipo y falsos mensajes entremezclados, en ocasiones, con erudición de pacotilla. Pero recordemos que lo que la moda no garantiza nunca es la verdad. Lo que cuenta en el alpinismo no son tanto las escaladas deslumbrantes como la aventura humana, el saber crearla independientemente de los éxitos. Sólo así, el hombre, fruto de las propias experiencias y de la propia sensibilidad, crecerá.
Lo imposible y lo desconocido son dimensiones de la montaña, no deberíamos suprimirlas. Lo imposible, para que tenga sentido, debe ser vencido, no destruido. Son la mente recta y el corazón firme los que llevan lejos, no sólo la fuerza atlética. Tampoco hay que hacer nada heroico. Heroico, en todo caso, es seguir siendo uno mismo y mantenerse íntegro. También lo desconocido, como lo imposible, es una componente valiosa de la aventura. Afrontarlo significa entrar en competición directa con las propias incertidumbres y la precariedad. Lo desconocido correoe por dentro. Basta con poco para reducirlo o hacerlo desaparecer. Un pequeño radiotransmisor o señalador electrónico llevado en una empresa, parece poca cosa pero, insisto en la metáfora, es como jugar con dados cargados. Sería necesario luchar abiertamente con las propias limitaciones. Eso es algo muy distinto de la «mutilación masoquista» que alguno ha insinuado. La curiosidad es otro elemento muy importante para llegar a los grandes espacios que hay en nosotros. Quizá, la aventura comenzó, precisamente, el día en que por curiosidad el mono bajó del árbol. El espacio es una necesidad irrenunciable para el ser humano, pero no creo que sea necesario ir al K2 o a la Antártida o a la Amazonia para sentirse cómodo. El mundo de Livingstone se ha terminado, también parecen ya leyendas las epopeyas de Amundsen, Scott, Nansen. El presente, en cambio -¡Que contraste!- no parece más que un frenético cambio de situaciones, de medios, de métodos y pronto también mundos. Pero mientras el hombre conserve su maravillosa capacidad de soñar, se sobrepondrá a todos los límites y condicionamientos. Hoy todo el mundo habla de aventura, quizá porque la realidad ofrece poca y cada vez menos. Pero no podemos confundir aventura con el espectáculo y con el negocio que deriva de él; convenzámonos de que en este creciente deseo generalizado de inconsistente aventura, casi siempre damos no con los aventuremos sino con sus fans, víctimas de una cierta política de la aventura. El alpinismo sigue siendo un juego precioso y fascinante, pero muy a menudo se busca el éxito fácil e interesado, lograr el récord como sea. Esto parece ser ahora el único motor. En las ostentosas y caóticas nuevas formas de alpinismo, hay una tendencia muy marcada, tal vez causada por los tiempos que nos ha tocado vivir: la especialización. Dudo de su validez fuera de los ambientes estrictamente científicos. A mi juicio, la especialización es siempre árida y humanamente limitatoria.
El hombre sólo puede ser universal en sus intereses y en sus aspiraciones. El hombre está hecho de arrojo y de precariedad. El hombre se identifica por su ingenio y por su creatividad. Así pues, también el alpinismo debería ser más aventura e invención que especialización. Naturalmente, se trata de consideraciones generales y no se puede negar que en algunas prestaciones especializadas y extremas hoy, hay un cierto componente de aventura. Este tipo de aventura está inspirada, sostenida y animada casi siempre por un perverso mecanismo hecho de intereses concretos. Medios de comunicación, business, y publicidad forman entre ellos una coalición que presiona y exige cada vez más y que condiciona a sus protagonistas. Así nace la nueva aventura, incluso la alpina, como un nuevo producto ofrecido por el mercado. Los destinatarios serán, naturalmente, los “bien pilotados” espectadores, lectores y el público en general. Recientemente, al menos entre nosotros, se han establecido competicioness de escalada. Se trata de una disciplina nueva, creo que ya reglamentada, que tiene por finalidad la competición entre climbers, una confrontación que se lleva a cabo en unos rocódromos levantados para este uno. Así caemos en el virtuosismo puro, en el que se hace del medio un fin. La novedad ha suscitado pareceres discordantes y también prejuicios. De todas formas, teniendo en cuenta el punto al que hemos llegado, no puede excluirse que este nuevo modo de entender la escalada entre en la lógica de la competición deportiva. Y ahora una referencia a un malentendido recurrente sobre el uso del término empresa o fenomenal empresa y del adjetivo increíble aplicado a escaladas realizadas por una vía normal, y en condiciones normales, de un ocho mil metros. Empresas han sido, sin duda, la conquista de algunas cimas del Himalaya. Pero lo han sido hasta hace treinta-treinta y cinco años, cuando los medios técnicos y las posibilidades físicas eran muy limitadas y abundaban las incognitas. Quizá fue también empresa escalar por primera vez el Himalaya sin botella de oxígeno. Y lo digo con cierta reserva porque en aquella época, en 1978, los tiempos estaban ya maduros y se había dado un gran salto desde los tiempos de Hillary y Tenzing. A partir de aquellos «primitivos» años cincuenta, el equipamiento personal y los materiales técnicos han mejorado año tras año y se han hecho más ligeros. También se han producido grandes progresos en la alimentación, la medicina, la farmacopea y la fisiología. Hace años, la falta de oxígeno de los ocho mil metros, frenaba a hombres excepcionales, fuertes y con determinación. Hoy llegan allí decenas de alpinistas, hombres y mujeres, jovencísimos y cincuentones, en la mayor parte de los casos sin usar botellas de oxígeno. Hasta 1988, la cima del Everest había sido alcanzada por 210 personas. Estupendo, pero mucho ojo a la confusión. Hay que admitir que algo ha cambiado por la suma de medios técnicos, físicos, químicos y psicológicos que hoy tenemos a nuestra disposición. Esta es la nueva situación. Sería oportuno adoptar nuevos parámetros de evaluación que no toleren el superlativo y la hipérbole. En 1986, se repitieron los catorce ocho mil de la Tierra. Quien lo consiguió, logró sin duda una notable colección de cimas. Digo colección a propósito. La palabra empresa, en el sentido de representación de un hecho épico, lo reservaré con más propiedad a escaladas del tipo de la del polaco Jerzy Kukuczka, del inglés Doug Scott, del italiano Renato Casarotto y algunos pocos más, especialmente del Este europeo -el primero de todos Tomo Cesen-, todos ellos artífices de extraordinarias aventuras realizadas en los límites de lo humanamente posible.
Kukuczka, a un año de distancia de su predecesor Reinhold Messner, consiguió los catorce ocho mil, pero a diferencia del primero lo ha hecho expresando altísimas cualidades, superando vías y condiciones (incluso económicas) verdaderamente extremas. El extraordinario Kukuczka habría estado hoy entre nosotros, si la suerte no le hubiese matado, mientras escalaba su amado Himalaya. Permanezca vivo en nosotros su recuerdo. Las generaciones jóvenes, a su pesar, son la proyección del pasado, en lo bueno y en lo malo: el resultado de todo lo que nosostros hemos sembrado a manos llenas. Los protagonistas de los acontecimiento del K2-1954, que pusieron en tela de juicio la honestidad de una tradición alpina, son adultos. También es adulto quien ha trepanado hasta la cima con un motocompresor el Cerro Torre en la Patagonia. Y también es adulto quien ha escrito El séptimo grado. El autor del libro, Reinhold Messner, se indigna hoy con los jóvenes y lamenta en un periódico que la nueva «la nueva generación sólo parece preocupada por el récord»; olvida que su influencia sobre el modo de entender la montaña de estas nuevas generaciones ha sido decisiva, ya que expone en su libro una nueva concepción de la montaña basada en la práctica deportiva (1). Ser profeta es difícil, hacerlo mal te convierte en culpable. Todos somos un poco profetas, pero algunos construyen su espacio y dan carisma a sus teorías profanando el pasado. No se puede decir que brillen por su objetividad. Ni por su coherencia. Coherencia no es ceguera, testarudez, limitación, sino consciencia de las propias elecciones y aceptación de las responsabilidades que derivan de ellas. Es claridad de intención y firmeza de carácter. Virtudes todas traicionadas hoy día por la desvergüenza de quien está siempre preparado para el camaleontismo de conveniencia para que cuadren todos los cuentos. ¿Está el alpinismo hoy enfermo y contaminado? Sin duda. ¿Hay hipocresía en el mundo de la montaña? Por supuesto. Pero no debe imputarse al alpinismo sino a quien lo practica. El patrocinio bo es un fenómeno condenable, es valioso si está bien usado y, además, es antiguo. Pero en la actualidad es una carga.
Casi siempre se reduce a un verdadero negocio, una comercialización de cosas y de ideales que altera las reglas del juego, a veces la propia historia. El patrocinio moderno acaba convirtiéndose en una forma de coerción. El patrocinador, con su contratar y comerciar, ejerce alguna forma de presión sobre su patrocinado que, a su vez, puede forzar el estado de las cosas. ¡ Por esto se puede llegar a morir en la montaña! A esto hemos llegado: ya no es el patrocinador el que apoya una empresa sino que la empresa se reduce al servicio del patrocinador. Pero también me preocupa que la gente en general tenga propensión a las concesiones, a procurarse ventajas con facilidad. También esto es corrosivo para la dignidad del individuo. El beneficiario del patrocinador, vistosamente instrumentalizado y reducido a vendedor de humo, afirma, a pesar de todo, ser un hombre libre e independiente. Pero, en realidad, lo espera una espiral de ruindades de las que será difícil escapar. Si, después, la fortuna no lo acompañase o no consiguiera cuanto se ha anunciado clamorosamente, el asunto sería todavía peor: habría que recurrir a cualquier cosa para rendir cuentas. Es evidente que todo esto no constituye la mejor situación para garantizar pureza e ideales. Tampoco se puede hablar de libertad de acción y de elección. De hecho, quien se pone al servicio de un vendedor, incluso con la ilusión de poder ampliar el radio de acción, pronto verá que la propia libertad de maniobra se reduce y condiciona cada vez más. Tenemos ejemplos de esto. Hay quien, astutamente, tiende a enmascarar las «propias elecciones» anunciando que la expedición costará una fortuna. Con esto da a entender que para poder realizarla necesitará quien le proporcione el dinero. Pero llega la noticia de que alguien acaba de terminar una empresa del mismo tipo que ha costado pocos millones: una empresa realizada sin tanto bombo y platillo, pero mucho más brillante desde el punto de vista de la aventura. Así pues, lo que cuesta una fortuna no es una empresa, sino la puesta la en escena. Por otra parte, es el espónsor el que impone sus reglas y, una vez desembolsado el dinero, tiene que conseguir beneficios y exaltará la empresa, real o supuesta, porque la imagen servirá para «vender más». Desde hace un tiempo se ataca también a la palabra moralidad. Se la considera «deformación» o «algo sin importancia» o «confusión de los elementos de la lógica». Si consideráramos la moralidad en su sentido más verdadero nos daríamos cuenta de que no es una «confusión de elementos». Al , ni contrario, es un valor, es una riqueza que nunca pagará en dinero. Nos preguntamos hasta qué punto la aventura sigue siendo una elección de vida a la que dedicar lo mejor de sí mismo para realizarla y realizarse. Naturalmente, estas ideas no quieren ser moralistas, ni elevar un muro entre buenos y malos. Simplemente quieren establecer posibles relaciones entre algunas causas y efectos.
Para terminar, no puedo olvidar lo que, en este momento, atrae la atención de todos: el medio ambiente. Arrinconada la tradicional «conquista » alpinista, alcanzados los más extraños récords de escalada, reducida a estéril gesto la aventura de montaña y cambiada por teatrales encuentros indoor, nace hoy un nuevo movimiento alpinista, esta vez con fondo ecológico. Se trataría de defender la montaña de la contaminación de cualquier tipo y, más ambiciosamente, devolverla a su estado salvaje original. Pero, a mi juicio, de todo esto no han surgido hasta ahora más que contradicciones e insensateces. Dar a conocer a la opinión pública la basura que se abandona en la montaña e invitar a no producir más es un gesto incomiable, pero no resuelve el problema de fondo. Las formas de contaminación son infinitas, pero la cuestión es esta: si justificamos ciertas concesiones dentro de nosotros mismos, siempre llegaremos a consecuencias desastrosas. Ante ciertas formas de actuar en nombre de una útopica montaña reservada para ella misma y para unos cuantos alpinistas privilegiados, podemos preguntarnos si en ciertos modos de proteger el medio ambiente no subyace una política astuta. No quiero polemizar, creo que tales movimientos ambientales, para ser creíbles tienen que garantizar la máxima coherenza en quien los representa. Todos, creo yo, estamos convencidos de que el problema del medio ambiente depende, sobre todo, de un factor cultural y educativo del que tenemos grandes carencias. ¿Queremos mejorarlo de verdad? Empecemos por nosotros mismos, responsables individuales de nuestro proprio papel; seremos más convincentes si lo hacemos con medida y discreción. Esto es lo que emerge hoy en el mundo de la montaña y de la aventura. Son cosas sobre las que se debe reflexionar. No me corresponde a mí decir lo que tiene o no tiene que hacerse. Es deber de cada uno crearse un equilibrio apoyado en su propia moralidad. Se trata, por lo tanto, de una tarea estrictamente personal. Yo me permito, tan solo, desvelar el problema, poner en guardia a quien no sabe. Trasladando todo a un contexto más amplio, creo que la sociedad tiene lo que se merece. Vive, de hecho, el reflejo de la propia intolerancia, de la propia insensibilidad, del proprio egoísmo y de la propia incoherencia. Lamentamos que las cosas vayan mal, pero somos nosotros los responsables, cada uno de nosotros. Somos como cucarachas de agua que forman el océano. Al afrontar los discursos conservacionistas, no hay que olvidar que solo conservando al Hombre y su patrimonio ético-cultural se podrá proteger el medio ambiente en toda su complejidad. ¿Que podemos esperar de ese «nuevo mundo» al que, a menudo, se hace referencia? Yo espero que el hombre haya aprendido la lección y desempolve aquellos valores que erróneamente ha creído superados. El hombre tiene que volver a ser más humano y más limpio, si quiere sobrevivir a ese «nuevo mundo» que él mismo y para sí mismo ha creado.
Kukuczka, a un año de distancia de su predecesor Reinhold Messner, consiguió los catorce ocho mil, pero a diferencia del primero lo ha hecho expresando altísimas cualidades, superando vías y condiciones (incluso económicas) verdaderamente extremas. El extraordinario Kukuczka habría estado hoy entre nosotros, si la suerte no le hubiese matado, mientras escalaba su amado Himalaya. Permanezca vivo en nosotros su recuerdo. Las generaciones jóvenes, a su pesar, son la proyección del pasado, en lo bueno y en lo malo: el resultado de todo lo que nosostros hemos sembrado a manos llenas. Los protagonistas de los acontecimiento del K2-1954, que pusieron en tela de juicio la honestidad de una tradición alpina, son adultos. También es adulto quien ha trepanado hasta la cima con un motocompresor el Cerro Torre en la Patagonia. Y también es adulto quien ha escrito El séptimo grado. El autor del libro, Reinhold Messner, se indigna hoy con los jóvenes y lamenta en un periódico que la nueva «la nueva generación sólo parece preocupada por el récord»; olvida que su influencia sobre el modo de entender la montaña de estas nuevas generaciones ha sido decisiva, ya que expone en su libro una nueva concepción de la montaña basada en la práctica deportiva (1). Ser profeta es difícil, hacerlo mal te convierte en culpable. Todos somos un poco profetas, pero algunos construyen su espacio y dan carisma a sus teorías profanando el pasado. No se puede decir que brillen por su objetividad. Ni por su coherencia. Coherencia no es ceguera, testarudez, limitación, sino consciencia de las propias elecciones y aceptación de las responsabilidades que derivan de ellas. Es claridad de intención y firmeza de carácter. Virtudes todas traicionadas hoy día por la desvergüenza de quien está siempre preparado para el camaleontismo de conveniencia para que cuadren todos los cuentos. ¿Está el alpinismo hoy enfermo y contaminado? Sin duda. ¿Hay hipocresía en el mundo de la montaña? Por supuesto. Pero no debe imputarse al alpinismo sino a quien lo practica. El patrocinio bo es un fenómeno condenable, es valioso si está bien usado y, además, es antiguo. Pero en la actualidad es una carga.
Casi siempre se reduce a un verdadero negocio, una comercialización de cosas y de ideales que altera las reglas del juego, a veces la propia historia. El patrocinio moderno acaba convirtiéndose en una forma de coerción. El patrocinador, con su contratar y comerciar, ejerce alguna forma de presión sobre su patrocinado que, a su vez, puede forzar el estado de las cosas. ¡ Por esto se puede llegar a morir en la montaña! A esto hemos llegado: ya no es el patrocinador el que apoya una empresa sino que la empresa se reduce al servicio del patrocinador. Pero también me preocupa que la gente en general tenga propensión a las concesiones, a procurarse ventajas con facilidad. También esto es corrosivo para la dignidad del individuo. El beneficiario del patrocinador, vistosamente instrumentalizado y reducido a vendedor de humo, afirma, a pesar de todo, ser un hombre libre e independiente. Pero, en realidad, lo espera una espiral de ruindades de las que será difícil escapar. Si, después, la fortuna no lo acompañase o no consiguiera cuanto se ha anunciado clamorosamente, el asunto sería todavía peor: habría que recurrir a cualquier cosa para rendir cuentas. Es evidente que todo esto no constituye la mejor situación para garantizar pureza e ideales. Tampoco se puede hablar de libertad de acción y de elección. De hecho, quien se pone al servicio de un vendedor, incluso con la ilusión de poder ampliar el radio de acción, pronto verá que la propia libertad de maniobra se reduce y condiciona cada vez más. Tenemos ejemplos de esto. Hay quien, astutamente, tiende a enmascarar las «propias elecciones» anunciando que la expedición costará una fortuna. Con esto da a entender que para poder realizarla necesitará quien le proporcione el dinero. Pero llega la noticia de que alguien acaba de terminar una empresa del mismo tipo que ha costado pocos millones: una empresa realizada sin tanto bombo y platillo, pero mucho más brillante desde el punto de vista de la aventura. Así pues, lo que cuesta una fortuna no es una empresa, sino la puesta la en escena. Por otra parte, es el espónsor el que impone sus reglas y, una vez desembolsado el dinero, tiene que conseguir beneficios y exaltará la empresa, real o supuesta, porque la imagen servirá para «vender más». Desde hace un tiempo se ataca también a la palabra moralidad. Se la considera «deformación» o «algo sin importancia» o «confusión de los elementos de la lógica». Si consideráramos la moralidad en su sentido más verdadero nos daríamos cuenta de que no es una «confusión de elementos». Al , ni contrario, es un valor, es una riqueza que nunca pagará en dinero. Nos preguntamos hasta qué punto la aventura sigue siendo una elección de vida a la que dedicar lo mejor de sí mismo para realizarla y realizarse. Naturalmente, estas ideas no quieren ser moralistas, ni elevar un muro entre buenos y malos. Simplemente quieren establecer posibles relaciones entre algunas causas y efectos.
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