CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

sábado, 20 de abril de 2013

- LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL Y EL CUERPO

LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL Y EL CUERPO

¿Es posible hablar de la experiencia espiritual en términos totalmente generales y sin hacer referencia -al menos como punto de partida- a un tipo particular de experiencia, si no incluso a una experiencia singular? Sea de ello lo que fuere, hemos de señalar las condiciones de validez de semejante discurso universal y los límites de lo que entonces se pretende decir.

Efectivamente, de suyo, la experiencia espiritual huye del lenguaje. No es un hecho de expresión verbal, sino una prueba del espíritu; pertenece más a la sensibilidad personal o colectiva y a eso que está por encima de toda percepción, incluso la más elevada, que a la racionalidad y a la palabra clara y distinta. En su diccionario, Littré describía la experiencia como «acto de probar, de haber probado»; pero si vamos a ver el término «probar», nos encontramos con la siguiente descripción: «aprender mediante la propia experiencia». De este modo, los dos términos, experiencia y probar, se definen el uno por el otro; lo cual quiere decir que no existe una definición. Estamos en el nivel de las percepciones primeras en que se desarrolla el lenguaje, pero para las que no puede haber ningún lenguaje.

Se observará, por otra parte, que Littré pone el «probar» al lado del «haber probado»; pone de alguna manera en el mismo plano el pasado y el presente, lo cual no deja de plantear algunos interrogantes. La memoria de la experiencia no es la experiencia y el depósito habitual de experiencias repetidas -en el sentido en que se habla de «un hombre de experiencia»- tampoco es la experiencia actual. Realizar una experiencia espiritual y ser lo que comúnmente se dice «un hombre espiritual» es algo muy distinto: entre las dos cosas está la mediación del tiempo, de la memoria y de la interpretación. Pues bien, hay que reconocer que el discurso de la experiencia espiritual pertenece al «haber probado» más que al aprobar»; no es nunca contemporáneo de la experiencia del que habla; viene siempre después y explica más bien la memoria de la experiencia (con la interpretación más o menos espontánea que está ligada al recuerdo) que la experiencia misma. Por consiguiente, cabe preguntarse cuál es el valor de una reflexión teórica sobre la experiencia espiritual. La única palabra válida en este sentido ¿no debería ser entonces una palabra provocativa, es decir, más bien dirigida a suscitar la experiencia que a explicarla?

La experiencia, imposible de captarse mediante la palabra, se escapa en su mismo brotar del lenguaje, incluso por su multiplicidad, una multiplicidad tan grande que puede preguntarse si existe algún rasgo en común entre los modos sumamente diversos según los cuales se puede o se cree poder «tocar» el espíritu. Habría que poder decir inmediatamente lo que es experiencia espiritual y lo que no lo es; pero ¿en nombre de qué puede hacerse esto? La cosa resulta más difícil todavía por el hecho de que el que reflexiona sobre una experiencia espiritual pertenece a una tradición cultural determinada y no tiene ciertamente muchos instrumentos para penetrar profundamente en otras. Y entonces, ¿en nombre de qué hablar de la experiencia espiritual «en general»? Pienso por ejemplo en las experiencias ligadas a la asunción de una especie de «droga mística»; ¿cómo valorar un itinerario desconcertante como el que nos describe Carlos Castañeda en sus obras tan impresionantes y para las que carecemos de categorías en donde colocarlas? 2. En la experiencia de un Antonin Artaud, el viaje a México y el contacto con los Tahumara parece haber sido decisivo, como parece ser que lo fue también el paso a través del peyotl 3. Es verdad que no hay que andarse con prisas a la hora de hablar de experiencias desviadas ni subrayar de forma orgullosamente negativa la proximidad, en Artaud, de la locura y de la experiencia espiritual. Esta proximidad puede ser que sea -¿quién podrá saberlo?- esencial a esa experiencia; ¿dónde se encuentra la frontera exacta entre el delirio y la mística? ¿Y quién puede decir qué raptos místicos son auténticos y cuáles no lo son, cuál es el éxtasis verdadero y cuál el mistificado? Además, ¿cuál puede ser la aportación que puede dar a una reflexión sobre la experiencia espiritual un camino como el de Roger Bastide y Jean Ziegler, etnosociólogos de prestigio. que no solamente buscaron en las culturas afro-brasileñas una alternativa a la ausencia trágica de una palabra significativa sobre la muerte en la mentalidad y en la práctica occidentales, sino que se sometieron a una iniciación en los rituales de esas poblaciones que nosotros calificaríamos espontáneamente de «primitivas», ya que ellas por lo menos tenían algo que decir sobre los vivos y sobre la muerte? 4. De un camino semejante podemos ciertamente recoger al menos la convicción de que no existe teoría de la experiencia espiritual que no haya de tener en cuenta la experiencia de la muerte.

He puesto un ejemplo que tiene cierto carácter de extremismo por el sencillo motivo de que quería subrayar cómo la geografía de la experiencia espiritual se extiende hasta los confines de la geografía de las culturas para poner en evidencia cuanto antes la fragilidad congénita de un discurso sobre la experiencia espiritual «en general». De aquí podemos sacar además legítimamente la siguiente conclusión: cuando se trata de la experiencia espiritual, la atención y el empeño son mucho más importantes que el discurso. No es posible tocar el campo de la experiencia espiritual sin un alma de discípulo; aquí -más que en otros lugares, en teología- no es posible comprender, discernir, valorar más que en la medida en que se cree. Por otra parte, el propio terreno de la experiencia espiritual es mucho más amplio que cuanto se puede inicialmente imaginar y la multiplicidad de las experiencias nos invita a no reducir demasiado de antemano un espacio humano multiforme.

Si las cosas son así, ¿no habrá que pensar que cualquier intento de aproximación a la experiencia espiritual de un modo totalmente general está abocado al fracaso? En realidad, si no hay forma de tener un discurso «directo» sobre la experiencia espiritual, se puede intentar afrontarla, por así decirlo, desde atrás o bien tomarla al revés. Habría que encontrar un espacio en el que se manifieste de alguna manera sin decirse, un espacio en el que sin embargo las huellas de la experiencia espiritual fueran lo suficientemente visibles para que pudieran ser reconocidas. Este espacio lo podemos encontrar desde luego si prestamos atención a un hecho que puede parecer una paradoja, pero que es una evidencia, a saber, que toda experiencia espiritual, si es verdaderamente humana, es también e inseparablemente una experiencia corporal. Sea cual fuere la naturaleza exacta de la experiencia espiritual, lo cierto es que se manifiesta y se expresa, que quedan modificados por ella los campos de la sensibilidad, de las actitudes y de las acciones humanas. Mi intención sería entonces descubrir, yo diría que sonsacar, la experiencia espiritual en el corazón de ciertos movimientos o de ciertos estados que prueba el hombre en su propio cuerpo; el postulado de un método semejante es evidentemente una antropología en la que el cuerpo, el corazón y el espíritu no son elementos separados, sino elementos presentes en toda experiencia verdaderamente humana, de manera que la totalidad del hombre pueda percibirse en cualquiera de los niveles en los que sea considerado el mismo hombre. Nos gustaría intentar aquí sorprender y reconocer la experiencia espiritual en el nivel «corporal», por tanto fuera de cualquier connotación demasiado inmediatamente mística o incluso religiosa.

UN TEXTO NO MÍSTICO

En esta aproximación podrá ayudarnos una narración que no tiene nada que ver con la literatura espiritual. Se trata de unas páginas en las que Maurice Herzog, uno de los primeros si no el primer alpinista que escaló el Himalaya y alcanzó una cima por encima de los 8.000 metros, describe su reacción íntima en el momento de llegar a la cima del Anapurna:

Me siento precipitado en algo nuevo, insólito. Tengo impresiones muy vivas, extrañas, que nunca había sentido antes cuando me encontraba en la montaña. Hay algo de irreal en la percepción que tengo de mi compañero y de cuanto me rodea... Sonrío interiormente ante la miseria de nuestros esfuerzos. Me contemplo desde fuera haciendo estos mismos movimientos. Pero el esfuerzo queda abolido, como si no hubiera pesadez alguna. Aquel paisaje diáfano, aquel ofrecimiento de pureza, no es mi montaña.

Es la montaña de mis sueños...

Me aprieta una alegría; soy incapaz de definirla. ¡Es todo tan nuevo y tan extraño!
No es una excursión como la que hacía en los Alpes, en donde detrás de ti sientes una voluntad, unos hombres de los que tienes una conciencia oscura, unas casas que puedes ver si te das la vuelta.

No es eso.

Hay una fractura inmensa que me separa del mundo. Me muevo en un ambiente distinto: desértico, sin vida, seco. Un ambiente fantástico en el que la presencia del hombre no está prevista, ni siquiera es de desear. Desafiamos una prohibición, hemos traspasado una barrera, y sin embargo nos elevamos sin miedo. Me aferra el pensamiento de la famosa escalera de Teresa de Avila. Unos dedos me aprietan el corazón... .

Antes de decir unas palabras de comentario sobre este texto, hay que citar además unas líneas que se refieren a lo que sucede cuando Herzog vuelve a encontrar a sus compañeros, unos centenares de metros más abajo:.

Terray, loco de alegría, me coge las manos... Su sonrisa desaparece de su rostro: « Maurice, ¡tus manos!» No me había acordado de que no llevaba los guantes: mis dedos, morados o blancos, están duros como trozos de madera. Mis compañeros se miran desesperados. Se han dado cuenta de la gravedad del incidente.

Y más adelante este comentario:

Sí, el Anapurna ha sido vencido; se ha escalado el primer 8.000 metros. Cualquiera de nosotros estaba dispuesto a darlo todo por aquel resultado. Pero ¿qué piensan hoy mis compañeros al ver nuestras manos y nuestros pies?

Aunque el lugar en que se encuentra no es menos real y material que el suelo que pisaba doscientos metros más abajo, Herzog lo siente de un modo totalmente distinto; lo describe con el vocabulario de la novedad (nuevo), novedad que toma el rostro de lo insólito (extraño, extraordinario) y finalmente de lo onírico: la montaña en que se encuentra no es ya la montaña que él conoce; es irreal, fantástica, es la montaña de sus sueños; pero, fijémonos bien, no es que la montaña de sus sueños se haya convertido en realidad; al contrario, es la realidad, la montaña real, la que accede a lo irreal, al terreno del sueño, en definitiva más verdadero que el otro terreno. En la cima de la montaña nunca escalada la realidad cambia de signo y de sentido.

La irrealidad más verdadera no se extiende solamente a la montaña, sino al ser mismo del alpinista que tiene un sentimiento de desdoblamiento; aunque concretamente él sigue en su ascensión realizando los mismos gestos esforzados, el esfuerzo sin embargo ha quedado abolido, la pesadez ha desaparecido, es como si hubiese obtenido una especie de apoyo interior que le sostiene y sobre el que puede mantenerse a distancia de su yo ordinario. A lo onírico de la montaña le corresponde una especie de existencia extática fuera de sí mismo, otra vivencia de su propio cuerpo.

Pues bien, este acceso a lo onírico y a lo extático más reales que lo real se ha verificado como una fractura, como una ruptura. Es significativo que el acceso se perciba como una trasgresión, como la penetración en un ámbito prohibido, vetado, pero en el que se entra con alegría por haber superado antes todo tipo de miedo.

Parece finalmente que esta transgresión de la prohibición, este paso de la barrera, se hizo posible porque, desde el punto de partida de la ascensión, «cada uno estaba dispuesto a darlo todo» para llegar a la cima: toda la realidad conocida, objetiva, palpable, todos los accesos a esa realidad, todas las connivencias con ella quedaban negadas de antemano siempre que fuera necesario. El permiso de acceder a la zona prohibida se concedía entonces en la renuncia por principio a todo lo demás; al haberse distanciado de todo, el alpinista en cierto sentido quedaba asimilado a aquel ámbito prohibido. La fractura se había revelado al final, pero estaba ya al comienzo; sin embargo, cuando la ascensión es un hecho cumplido y el alpinista vuelve a la realidad concreta y sin embargo menos real que la otra, una llaga en su cuerpo carnal atestigua que ha tenido acceso a la realidad del sueño, yendo más allá de lo prohibido; en él ha muerto definitivamente algo terreno, signo permanente en su carne de la altura imposible a la que se le ha concedido levantarse.

Este cuerpo y el otro

Este breve comentario «literal» al texto de Maurice Herzog puede orientar nuestra reflexión en la siguiente dirección: la experiencia realizada llegando a la cima de la montaña pone en juego una especie de dialéctica entre el estado del cuerpo, tal como lo sentimos en la vida común, y «otro» estado, experimentado muy brevemente pero que es sentido como el estado último, aquél al que miran sin saberlo necesariamente todos los movimientos humanos. Por otra parte, el paso del estado común al estado que para no prejuzgar nada llamaremos «otro» es descrito como fractura y parece en principio exigir una renuncia; en esto vemos una especie de paradoja, el de una discontinuidad e incluso una cierta oposición entre el cuerpo actual y el «otro» cuerpo, pero sin que haya una sustitución del primero por el segundo.

¿No podría decirse que se da una «experiencia espiritual» siempre que el hombre siente en sí mismo un «paso» semejante que se inscribe en su cuerpo? ¿El «espíritu» podría ser quizás aquello que se alcanza y se vive, en una renovación de la conciencia de sí mismo, mediante esta transformación, esta «metáfora» de la experiencia corporal? No es esta la ocasión de precisar en este contexto si se trata del espíritu del hombre, del espíritu de la humanidad, del espíritu de Dios o de cualquier otro nombre que se pueda o se quiera dar a lo que se percibe; esta denominación depende precisamente de la diversidad de las culturas y de las creencias a las que he aludido anteriormente. Digamos que, a nivel de la investigación que estamos realizando aquí, se trata del espíritu innominado que se reconoce por las huellas que deja en la metáfora del cuerpo. En esta perspectiva es como podemos seguir la reflexión sobre el relato de Herzog.

La práctica ascética del cuerpo

El texto de Maurice Herzog impresiona precisamente porque no describe una ascensión «mistica», sino una ascensión concreta, cuyo relato ocupa todo el libro. Pues bien, este texto nos atestigua una especie de discontinuidad que se manifiesta en el alpinista en el momento de llegar a la cima: se crea un estado nuevo, una percepción distinta del mundo y del propio cuerpo. Pero esta novedad no habría sido posible sin la ascensión concreta; por consiguiente, hay una práctica del cuerpo que constituye la propedéutica viva a la experiencia espiritual, expresada a su vez también ella en otra experiencia corporal. Hemos de decir algo sobre esta práctica propedéutica del cuerpo; al leer el relato de Herzog o, más en general, al llegar a conocer las reflexiones de los alpinistas sobre su deporte, se ve hasta qué punto esa práctica es sumamente atenta, exigente... e inútil.

En efecto, la actuación del cuerpo en esta subida ha sido sumamente onerosa. La llegada a la cima no es solamente fruto de un dominio físico sin parangón alguno con lo que se requiere en un uso «normal» del cuerpo, a nivel de las operaciones de desplazamiento y de producción. Este dominio ha ido provocando hora tras hora el descubrimiento y la construcción de aquel cuerpo, como musculatura y respiración, como atención e inteligencia encarnadas en el espacio específico de la montaña cuya realidad, amiga o enemiga, es preciso ensayar continuamente. Experiencia vivida de transformación corporal, ya que en una medida muy grande el cuerpo ha tenido que explorar sus propios recursos y los medios para ponerlos por obra en una progresión cada vez más dificil; experiencia, además, de desgaste, de cansancio indescriptible, de impotencias repetidas en las que hay que consentir sin amargura y sin nerviosismos; experiencia finalmente, y sobre todo, de relación humana completa y de solidaridad viviente, a través del cuerpo, con los compañeros de cordada.

Arriesgar el cuerpo

Pues bien, todo esto no se ha realizado -y quizás no podía realizarse- más que en una perspectiva de gratuidad; el trabajo del cuerpo y su movilidad no se ordenan a ningún desplazamiento útil, a ninguna producción de objetos; desde el principio se ordenaron a la conquista de una cumbre; y esto significa que tenían como finalidad al hombre mismo. La subida a una cumbre nunca alcanzada significa la voluntad de hacer retroceder los confines del poder humano sobre los elementos por medio de una superación del poder del hombre sobre su propio cuerpo, al que se exige todo lo que puede rendir. En el fondo, lo que se buscaba en la escalada ¿no era quizás la respuesta a la pregunta de qué es el hombre? Una respuesta que no podía ser solamente oral, sino que tenía que ser el resultado de una nueva y laboriosa construcción del cuerpo, a cualquier precio que fuese. Y al hablar de «precio», subrayo una vez más la paradoja de que, para tomar efectivamente las verdaderas dimensiones del hombre en toda su extensión, ha sido necesario arriesgarlas todas ellas.

Pues bien, para esta conquista «inútil» y sin embargo indispensable de una cumbre se han revelado necesarias todas las fuerzas útiles del cuerpo; como si la llamada de una cumbre por conquistar, el presentimiento de una transfiguración del espacio y del cuerpo mismo llegado a aquel punto del espacio fuera el motivo perfectamente apropiado para un desarrollo físico total y para la construcción de un equipo compacto como no es posible alcanzar otro. Como si, recíprocamente, la intención del alpinista provocase cierto juego del cuerpo y el cuerpo, una vez logrado su objetivo, se hubiera revelado otro. Como si en el mismo trabajo corporal del alpinista se dibujase otra dimensión, que debía revelarse al final como fruto de la ascensión, pero sin que tuviera con ella ninguna medida en común. Como si. Finalmente, para llegar a esta dimensión fuera necesario poner en la balanza y por así decirlo perder anticipadamente el cuerpo mismo cuya verdad última se iba buscando.

El cuerpo transfigurado

El término de esta ascensión ascética no puede expresarse por el alpinista más que en otro registro, distinto del de la palabra y la experiencia. Sigue todavía hablando de su cuerpo y de sí mismo, pero no puede hacerlo de la misma manera. La prosa de su relato cede el sitio a la evocación, a las imágenes, a las sugerencias, como si le faltasen palabras para decir la nueva experiencia, como si las palabras fueran capaces de decir la subida, pero no de describir al hombre que ha llegado a la cima y que está experimentando lo que buscaba, pero que no conocía hasta el momento preciso de llegar. Quizás sea aquí perfectamente adecuado el término de transfiguración: aparece una nueva figura, que el alpinista estaba buscando desde el principio pero que solamente ha podido percibir en sí mismo al final de su ascensión. Y cuando desciende, sus compañeros ya no ven más que sus manos muertas.

¿No podríamos calificar de litúrgico este uso arriesgado del cuerpo definido por una intención espiritual y que tiende a una transfiguración? ¿No podríamos decir que no se da experiencia espiritual auténtica sin esta práctica del cuerpo? No es posible llegar a la experiencia espiritual sin esta práctica exacta y laboriosa del cuerpo tal como se manifiesta en la experiencia que de él tenemos, pero en una orientación de todos los movimientos y usos de ese cuerpo hacia una especie de situación que los trasciende y que desemboca en una especie de transfiguración. Entonces, y solamente entonces, se descubrirá que el cuerpo utilizado en esta acción «litúrgica» estaba ya habitado por una dimensión interior; el sentido de este cuerpo tal como podemos percibirlo y vivirlo nosotros es dado sin duda alguna por el otro cuerpo, es decir, se trata del mismo cuerpo pero transfigurado al final del camino litúrgico. Pero para que esto resulte perceptible, hay que estar dispuestos a «darlo todo»; el camino corporal, en su fidelidad misma a este cuerpo, es preparación de una ruptura, cuyas modalidades de todas formas no tienen por qué ser necesariamente violentas, por medio de la cual estará permitido acceder al cuerpo transfigurado.

Gimnasia mística

Pero antes de hablar de liturgia, en el sentido común de la palabra, será de suma utilidad considerar las técnicas corporales en las que hoy se inicia con tanto gusto el occidente, habiéndolas recibido de lejanas tradiciones orientales. Las sabidurías que nos vienen de aquellos mundos son realmente sabidurías totales; implican una nueva aproximación concreta al cuerpo, en sí mismo y en sus actividades. «Gimnasia mística»: no se trata aquí de un desarrollo voluntario del cuerpo ordenado a la adquisición de cierto grado de resistencia física, de capacidad muscular o de belleza corporal mediante ejercicios de stress, fatigosos y marcados enseguida por la competitividad. En la «gimnasia mística» 9 no se pretende adquirir nada, sino simplemente tomar conciencia, conocer (en el sentido bíblico o claudeliano de la palabra) el propio cuerpo, no ya como instrumento que permita hacer cosas, sino como un dato, como fruto en nosotros de una sabiduría más sabia que nosotros mismos, por la que nos encontramos de múltiples formas en relación. Experimentar la relación doble y fundamental del hombre con la tierra: la pertenencia total, revelada por la adherencia completa al suelo que tiene el hombre extendido en tierra. y cl dominio, o si se quiere la transcendencia, mediante la estabilidad del ser en pie que percibe su propio ser de hombre subiendo por así decirlo de la tierra al cielo a lo largo de sus propios ejes verticales, las piernas y la columna vertebral. Poner atención en todo lo que nos rodea y en lo que estamos viviendo: sentir el aire, oír los rumores, mirar realmente los colores, palpar los volúmenes. Descubrir y controlar luego el juego sutil de la respiración y de su ritmo lento de penetración y de expulsión. Experimentar las regiones del cuerpo, su posición, su reciprocidad, su significado específico.

Esta atención al cuerpo -uno lo descubre rápidamente cuando se abandona a ello- entra realmente en la lógica de la obra de arte. Pone en obra y educa ciertas capacidades insospechadas de sensación y de conocimiento; descubre el eros que lleva al hombre a existir en su cuerpo como en el lugar desde donde es posible alcanzar sin una ruptura violenta el verdadero centro interior de sí mismo, pero también tener intercambios con los demás, en un juego nuevo de este cuerpo re-poseído. El cuerpo, reencontrado artísticamente, modela por sí mismo la propia estética verdadera, de forma que las mismas actividades que tienen en él su origen se convierten en obras de arte y de espíritu: la caligrafía, el tiro al arco... Habría que subrayar además que el cuerpo experimentado de este modo es fuente de atención, pero de una atención que hunde sus propias raíces en lo profundo del ser.

Si quisiéramos expresarnos con precisión, diríamos que en todo esto hay una experiencia viva de la sacramentalidad del cuerpo; una cierta manera de vivirnos y experimentarnos nos lleva más allá del mismo cuerpo, o mejor dicho lleva a una experiencia total, en la medida en que esto pone en obra no solamente el cuerpo sino también la atención, y por tanto una apertura al misterio que nos rodea. No hay que sorprenderse entonces de que se perfile una cierta experiencia de lo absoluto, inscrita en el ser por la mediación de la sabiduría que se revela en la pasividad del cuerpo. Ni tiene que sorprendernos tampoco que se perfile un nuevo equilibrio en terrenos tan diferentes y tan ligados entre sí como el de la sexualidad, la comida, el trabajo. equilibrio que es fruto de una superación de las conductas espontáneas e inmediatas. Este nuevo equilibrio ¿no es el presentimiento de ese «otro» cuerpo al que tiende la «gimnasia mística»?

Ghislain Lafont

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