Cuenta la leyenda que todos los años, al llegar la primavera, Pedro Pidal acudía a la explanada del Pozo de la Oración, situada entre las poblaciones cabraliegas de Poo y Carreña, y se detenía a observar la inmensa mole de caliza que, allá a lo lejos, interrumpía el discurrir del horizonte y atravesaba las nubes con una implacable osadía vertical. Se dice que al hombre —hemos de imaginarnos a un tipo, si no anciano, sí entrado ya en años, consciente de que cada vez iba a dejando a sus espaldas más tiempo del que le quedaba por vivir— se le empañaban los ojos mientras encendía un cigarro que fumaba con parsimonia, y que solo tras apurarlo por completo y aplastar la colilla contra el suelo se decidía a pronunciar, casi en susurros, una frase, siempre la misma, que en varias ocasiones escucharon los familiares y amigos que solían acompañarle en tal lance y se mantenían a una prudencial distancia para no estropear un ritual que tenía mucho de catarsis ni contaminar la mística del momento en que Pidal, marqués de Villaviciosa, mantenía sus ojos empapados en lágrimas clavados en el Urriellu y le inquiría con el mismo tono con el que se recibe a un ser querido que acaba de regresar de un largo viaje: “¿Cómo has pasado el invierno, viejo amigo?”
Puede que la historia sea cierta —al fin y al cabo, no hay razón ninguna para dudar de su veracidad— o puede que sea solo fruto de las fantasías de los muchos hagiógrafos que el noble tuvo tras su muerte. Lo que sí está fuera de toda sospecha es que Pedro Pidal fue el primer hombre que consiguió coronar una cima que casi todos consideraban impracticable y que durante siglos había llenado de ensueños y delirios el imaginario colectivo de quienes, o bien habitaban en sus proximidades, o bien percibían de cuando en cuando su silueta en la lejanía. Pidal no estuvo solo en aquella curiosa aventura en la que muchos sitúan el origen de la historia del alpinismo español y que él mismo narró con detalle en un librito delicioso que hoy resulta casi inencontrable. Le acompañaba un pastor llamado Gregorio Pérez que procedía del muy pintoresco pueblo de Caín —un ínfimo núcleo de casas acorralado entre montañas—, que recibía por ello el apelativo de el Cainejo —en realidad, el gentilicio que se aplicaba a los vecinos de aquella aldea cuyo topónimo lucía unas resonancias trágicamente bíblicas— y que terminaría siendo el primer guarda de lo que originalmente se llamó Parque Nacional de la Montaña de Covadonga y se acabaría convirtiendo en los Picos de Europa. Pidal y el Cainejo hicieron cima en el Urriellu el cinco de agosto de 1904. Su gesta, que en todo momento estuvo aderezada por una gran dosis de inconsciencia, deshizo el mito de la inviolabilidad de aquella inmensa mole calcárea de origen paleozoico e hizo que lo que hasta entonces había sido solo un bello sueño pasara a constituir un reto de difícil alcance, pero cuya consecución podía enmarcarse en el, por otro lado, siempre difuso marco de lo posible.
Unos años antes de que aquellos dos lunáticos de las montañas consiguieran su propósito, en 1855, el geólogo alemán Guillermo Schulz, autor del primer mapa topográfico y geológico de Asturias, ya había rebautizado al Urriellu como Naranjo de Bulnes, seguramente a causa de una veleidad poética que le llevó a sustituir su nombre tradicional por otro que enfatizara el color anaranjado que exhibe la imponente pared de caliza y que, de paso, tuviera en cuenta el bucólico pueblecito de Bulnes, que se levanta no demasiado lejos de su base. La ocurrencia del científico teutón, pese a que nunca ha llegado a gustar nada a los oriundos de la zona ni ha sido capaz de lograr el quórum en el conjunto de la población asturiana, hizo cierta fortuna al otro lado de la Cordillera Cantábrica, hasta el punto de que su hallazgo toponímico ya se usaba con cierta normalidad en 1904, el año de aquella escalada inaugural, y por supuesto también en 1906, cuando él mismo hizo cima en solitario y, no contento con igualar la hazaña de su ilustre predecesor, se propuso doblar la apuesta haciendo noche en la cumbre.
Hay que aclarar que aquellas dos expediciones tuvieron que desarrollarse en condiciones bastante penosas, teniendo en cuenta el territorio por el que discurrieron y las limitaciones de una época en la que los Picos de Europa aún eran un paraje casi virgen y solo llegar hasta allí podía suponer, dependiendo del punto de partida, varias jornadas de viaje. Pese a su altura, que alcanza los 2519 metros, el Urriellu no se deja ver con facilidad, principalmente porque su portentosa efigie se encuentra atrincherada detrás de otros montes —los que conforman el macizo central de los Picos de Europa, también conocidos como los Urrieles— y porque es difícil encontrar el cielo lo suficientemente despejado para discernir desde la distancia una silueta a la que ya se le han colgado todos los epítetos posibles. En los días claros, puede contemplarse desde el Pozo de la Oración —el mismo mirador al que se asomaba Pedro Pidal, en cuya memoria se erigió en tiempos un monolito que hoy casi ha quedado arrinconado al pie de la carretera— y también desde la encantadora aldea de Camarmeña, que se encarama sobre los tejados de Poncebos y alberga una enigmática capilla en la que, según cierta tradición no demasiado conocida, recibió sepultura el obispo don Pelayo.
No resulta tan sencillo llegar hasta la vega del Urriellu, el valle de origen glaciar cuaternario que se abre al mismo pie de la montaña, pero tampoco reviste una complicación, digamos, excesiva: en realidad, solo se requieren unas condiciones físicas medianamente aceptables y ocho o nueve horas libres, que es el tiempo que por término medio se emplea en andar y desandar el camino. La ruta hasta el Urriellu —mejor recorrerla entre la primavera y el otoño: el invierno es una estación demasiado hostil en unos parajes habituados a defenderse de las intromisiones— admite dos variantes que discurren por lugares cuyos nombres remiten a un tiempo y a unas formas de vida que parecen ya remotos de tan olvidados: Pidal y el Cainejo optaron por llegar hasta su base partiendo desde Bulnes, a través del canal de Balcosín y la majada de Camburero (hoy a Bulnes se llega en funicular desde Poncebos; de todos modos, es muy recomendable hacer el camino hasta allí a pie, por mucho que eso suponga añadir un par de horas más al total del recorrido); la inmensa mayoría de quienes deciden emprender la aventura por su cuenta, en cambio, prefieren comenzarla en Sotres y seguir por los llamados invernales del Texu hasta desembocar en el collado de Pandébano. En ese lugar se inicia la senda que atraviesa la Terenosa y el Collado Vallejo para dibujar después una endiablada pendiente en zigzag que hay que afrontar con tanta fortaleza como paciencia. La recompensa, bien está decirlo, vale la pena: pocos espectáculos hay más impresionantes que el de la mole del Urriellu recortándose majestuosa sobre el cielo de la vega; pocas sensaciones más reconfortantes que la de tener el mundo (o, al menos, todo lo que de él importa) a nuestro alcance, aunque en el fondo eso sea una hermosa mentira. Desde ese rincón inverosímil esquinado en lo más abrupto de la ya de por sí complicada orografía asturiana, las nubes son un colchón de espuma extendido a nuestros pies y el mar una promesa etérea que se confunde con el cielo. Lo difícil allí es no abstraerse de las miserias del mundo. Cuando se está rodeado de belleza, resulta imperdonable ensuciar el embelesamiento trayendo a colación asuntos mundanos.
No resulta tan sencillo llegar hasta la vega del Urriellu, el valle de origen glaciar cuaternario que se abre al mismo pie de la montaña, pero tampoco reviste una complicación, digamos, excesiva: en realidad, solo se requieren unas condiciones físicas medianamente aceptables y ocho o nueve horas libres, que es el tiempo que por término medio se emplea en andar y desandar el camino. La ruta hasta el Urriellu —mejor recorrerla entre la primavera y el otoño: el invierno es una estación demasiado hostil en unos parajes habituados a defenderse de las intromisiones— admite dos variantes que discurren por lugares cuyos nombres remiten a un tiempo y a unas formas de vida que parecen ya remotos de tan olvidados: Pidal y el Cainejo optaron por llegar hasta su base partiendo desde Bulnes, a través del canal de Balcosín y la majada de Camburero (hoy a Bulnes se llega en funicular desde Poncebos; de todos modos, es muy recomendable hacer el camino hasta allí a pie, por mucho que eso suponga añadir un par de horas más al total del recorrido); la inmensa mayoría de quienes deciden emprender la aventura por su cuenta, en cambio, prefieren comenzarla en Sotres y seguir por los llamados invernales del Texu hasta desembocar en el collado de Pandébano. En ese lugar se inicia la senda que atraviesa la Terenosa y el Collado Vallejo para dibujar después una endiablada pendiente en zigzag que hay que afrontar con tanta fortaleza como paciencia. La recompensa, bien está decirlo, vale la pena: pocos espectáculos hay más impresionantes que el de la mole del Urriellu recortándose majestuosa sobre el cielo de la vega; pocas sensaciones más reconfortantes que la de tener el mundo (o, al menos, todo lo que de él importa) a nuestro alcance, aunque en el fondo eso sea una hermosa mentira. Desde ese rincón inverosímil esquinado en lo más abrupto de la ya de por sí complicada orografía asturiana, las nubes son un colchón de espuma extendido a nuestros pies y el mar una promesa etérea que se confunde con el cielo. Lo difícil allí es no abstraerse de las miserias del mundo. Cuando se está rodeado de belleza, resulta imperdonable ensuciar el embelesamiento trayendo a colación asuntos mundanos.
Nos han hecho falta unas pocas líneas para llegar hasta aquí, así que tal vez quepa subrayar que, sobre el terreno, el ascenso es bastante más arduo y cansado, y solo lo consumarán con sus facultades físicas intactas quienes dispongan ya de un buen bagaje de caminatas a sus espaldas. Los más aguerridos, de hecho, considerarán cosa banal el haber acometido tan asequible hazaña y querrán algo más. Ya se sabe: lo que para casi todos es punto de llegada, para algunos lo es solo de partida, y el hecho de que el Urriellu despierte un respeto casi reverencial entre montañistas y curiosos no significa que sea fácil resistirse a probar suerte imitando a los muchos que, desde Pidal y el Cainejo hasta hoy, han ascendido sus más de 2500 metros. Cuando uno está de pie en la vega, sin resuello tras la caminata de más de tres horas, y tiene ante sí el portentoso bloque calizo alzándose como una esfinge sin rostro que soporta imperturbable el paso de los siglos, no sabe si estimar en lo que vale el mérito de cuantos han conseguido auparse a lo más alto o estremecerse pensando en su locura. Sin embargo, igual que no todo es blanco o negro, tampoco el Urriellu tiene una sola cara. Es cierto que el marqués y el pastor abrieron una de las vías más difíciles y que la vertiente occidental del Picu protagoniza las fantasías más húmedas, y las pesadillas más recurrentes, de cualquier alpinista más o menos experimentado, pero también que han sido tantos los que se han internado por sus hendiduras que, a día de hoy, en las paredes del Urriellu se dibujan casi un centenar de itinerarios y algunos hacen que la epopeya, dentro de lo que cabe, resulte asequible. La vía más sencilla se conoce como “directísima de los Martínez”, fue abierta en 1944 por los hermanos Alonso y Juan Tomás y casi puede considerarse una autopista hacia el cielo de los Picos de Europa; de ello pueden dar fe las decenas de turistas y aficionados que la utilizan cada año para alcanzar sus cinco minutos de íntima y personal gloria. Curiosamente, acaso sean paradojas del destino, la ruta más difícil de cuantas se han intentado hasta la fecha también lleva la firma de dos hermanos, los Pou, que en 2009 hicieron cumbre siguiendo un entramado de grietas que fueron encontrando en la, a priori, inexplorable cara oeste y al que bautizaron como Orbayu.
En cualquier caso, no dejan de ser vanas fórmulas de aproximarse a lo inasimilable, porque lo que mejor caracteriza al Urriellu es el curioso enigma que rodea a su propia idiosincrasia, el sobrecogimiento que embarga a quienes lo encuentran delante de sus ojos y ni pueden ni saben apartar la vista de su impasible figura, aquélla que ha visto morir a muchos de los que intentaron dominarla (porque también hay una historia trágica que tiene como héroes a quienes no llegaron a culminar su propósito, una larga serie de nombres anónimos que también han contribuido a forjar el mito y para los que estos parajes tienen un recuerdo que se hace recurrente en las inscripciones que jalonan el camino) y que ha engendrado leyendas tan curiosas como esa que asegura que el cuélebre —tal vez el personaje más temible de la variopinta mitología asturiana: una monumental serpiente alada que arrasa cuanto encuentra y despierta auténtico pavor en las aldeas— prepara al final de cada jornada el nido en su cima o la que narra el modo en que, al caer la noche, el Picu se transforma en una suerte de director de orquesta que marca con su batuta el soplido de los vientos que se deslizan por los intersticios de los Urrieles.
Ninguna puede refutarse porque no hay nadie que se haya quedado a la intemperie para comprobarlo. Como ocurría con los antiguos dioses, lo único que los mortales podemos hacer con el Urriellu es demorarnos en la contemplación de esa inverosímil filigrana de caliza, estremecernos ante su inconmensurable grandeza y desear que sean muchas las primaveras en que se nos permita acudir a sus proximidades para rendirle una descreída pleitesía y preguntarle qué tal ha pasado la estación de las nieves.
En cualquier caso, no dejan de ser vanas fórmulas de aproximarse a lo inasimilable, porque lo que mejor caracteriza al Urriellu es el curioso enigma que rodea a su propia idiosincrasia, el sobrecogimiento que embarga a quienes lo encuentran delante de sus ojos y ni pueden ni saben apartar la vista de su impasible figura, aquélla que ha visto morir a muchos de los que intentaron dominarla (porque también hay una historia trágica que tiene como héroes a quienes no llegaron a culminar su propósito, una larga serie de nombres anónimos que también han contribuido a forjar el mito y para los que estos parajes tienen un recuerdo que se hace recurrente en las inscripciones que jalonan el camino) y que ha engendrado leyendas tan curiosas como esa que asegura que el cuélebre —tal vez el personaje más temible de la variopinta mitología asturiana: una monumental serpiente alada que arrasa cuanto encuentra y despierta auténtico pavor en las aldeas— prepara al final de cada jornada el nido en su cima o la que narra el modo en que, al caer la noche, el Picu se transforma en una suerte de director de orquesta que marca con su batuta el soplido de los vientos que se deslizan por los intersticios de los Urrieles.
Ninguna puede refutarse porque no hay nadie que se haya quedado a la intemperie para comprobarlo. Como ocurría con los antiguos dioses, lo único que los mortales podemos hacer con el Urriellu es demorarnos en la contemplación de esa inverosímil filigrana de caliza, estremecernos ante su inconmensurable grandeza y desear que sean muchas las primaveras en que se nos permita acudir a sus proximidades para rendirle una descreída pleitesía y preguntarle qué tal ha pasado la estación de las nieves.
Nos alegramos que todos hayan regresado con salud
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