CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

sábado, 14 de diciembre de 2013

- PRIMERA PARTE: DOCTRINA - ESPIRITUALIDAD DE LA MONTAÑA (MEDITACIONES DE LAS CUMBRES)




- PRIMERA PARTE: DOCTRINA  
ESPIRITUALIDAD DE LA MONTAÑA (1936) (Capítulo 7): 
(MEDITACIONES DE LAS CUMBRES) Julius Evola


Hablar hoy de la espiritualidad de la montaña no es demasiado fácil, sobre todo porque en la actualidad asume con frecuencia el aspecto de un tópico. En pocas épocas, como la actual, se ha hablado tanto de «espíritu» y se ha tendido a introducir el «espíritu» en todas partes, cual si se tratara de una especie de salsa destinada a condimentar ad libitum toda clase de ingredientes; por otra parte, esto contrasta llamativamente con la constatación de que vivimos en una época carente de puntos de vista y de principios auténticamente trascendentes casi por completo, algo inherente al mundo contemporáneo.

En gran parte de estas referencias modernas a la espiritualidad hay que ver, más que algo positivo en sí, más bien una aspiración confusa que podría tener un valor si el ulterior contacto con algo más elevado se orientase hacia una firme autoconciencia. Aquí queremos exponer algunas consideraciones sobre la montaña y el deporte alpino y sus verdaderas posibilidades espirituales.

Lo primero que hay que decir es que la espiritualidad de la montaña corresponde a lo que, en el sentido más elevado, puede llamarse una tradición, lo que por sí fundamenta que estas posibilidades son reales, que nada tienen que ver con una moda pasajera, ni con una proyección del inconsistente entusiasmo de las generaciones jóvenes.

Hemos tenido ocasión de reunir documentación relativa al simbolismo de la montaña. Ésta ha simbolizado desde los tiempos más remotos, y en casi todas las civilizaciones, los estados interiores trascendentes y se ha considerado la divina sede alegórica de los héroes y, en general, de todo ser transfigurado que ha sobrepasado la condición humana; así, en los más variados mitos de la humanidad tradicional, ascender a las cumbres o ser arrebatado hacia ellas es imagen de un misterioso proceso de superación, de integración espiritual, de participación en la «supra-vida» olímpica y en la inmortalidad. Para quien no comparte la falsa opinión, propia del precedente siglo materialista e iluminista, de que el mito de los Antiguos no era más que poesía y fantasmagoría arbitraria, todo esto asume el valor de un testimonio preciso para investigar en su significado oculto. […] El hombre antiguo no escogía al azar la montaña como medio de expresión simbólica de significados trascendentes; a ello le indujeron razones analógicas, pero, así como un presentimiento de aquello mismo que la experiencia de la montaña puede sugerir a la parte más profunda de nuestro ser, una vez que se ha realizado adecuadamente.

Para precisar este contenido superior es necesario ante todo eliminar todas las interpretaciones de la espiritualidad de la montaña y de la ascensión alpina en boga hoy en día, o bien acotar su alcance para subordinar los puntos de vista condicionados a un punto de vista absoluto.

La primera entre las acepciones más corrientes es la puramente «lírica». Se trata del mundo de la retórica literaria y de la «poesía» en su peor sentido; es decir, en el sentido del sentimentalismo burgués y del idealismo convencional y estereotipado. Aquí entra en cuestión esencialmente la montaña-panorama vista desde lejos con todos los añadidos de lo «pintoresco», del gusto más dudoso; entran en juego los Alpes como objeto de pirotecnias líricas tan brillantes, aladas y «elevadas», como huérfanas de todo contenido serio y de toda base de sentimiento sencillo y directo. Esta retórica de la montaña es desconocida para el hombre de los montes y el verdadero alpinista. Queda confinada en el mundo libresco estetizante y, por fortuna, hoy se considera superada; aparece como un residuo del romanticismo del siglo XVIII, como la compensación de una generación burguesa que no sabía aspirar a las alturas más que a través de arranques fáciles y de lugares comunes de lirismo verbal.

En segundo lugar, tenemos la espiritualidad de la montaña considerada en términos de naturalismo. Es una concepción propia de una generación de un espíritu opuesto al que hemos descrito aquí y que se puede llamar «la generación de la crisis». En buena medida, se trata sobre todo de una tendencia alemana. Por una especie de oscura necesidad de compensación orgánico-biológica y también psíquica, por un instinto de revuelta contra una civilización que se ha convertido en sinónimo de árido intelectualismo, de mecanicismo, de utilitarismo, de conformismo, se produjo una especie de éxodo hacia la naturaleza y de absoluta necesidad de la propia anti-ciudad y anti-cultura, en la que naturalmente la montaña y el alpinismo jugaron un papel importante. Así surgió una especie de nuevo misticismo primitivista de la naturaleza y de la vida deportiva en la naturaleza, que en buena parte se basa en las mismas premisas que un J. J. Rousseau y la misma crítica contra la civilización de un Nordau, un Freud, un Lessing, un Bergmann o un Klages.

Ahora bien, ante un fenómeno de este género es importante que no haya malentendidos. Es evidente que no se puede objetar nada al hecho de que las masas se consuelen, se relajen y se reanimen en una toma de contacto con la naturaleza y con la montaña. Incluso es deseable. Y el deporte, que surge entonces, lleva a cabo una función de protección social de valor indiscutible. Pero no se deben confundir cosas muy distintas, no se debe creer que las sensaciones más o menos físicas de bienestar, de alivio orgánico y de fuerza renacida, tienen algo que ver con la espiritualidad y que el hombre en un clima de práctica primitivista y naturista vaya a encontrarse más cerca de la parte esencial del propio ser, que en la disciplina y en la lucha de la vida civilizada. Ya, el carácter de evasión y de reacción que posee este fenómeno en gran parte de los casos y esta exaltación de la naturaleza bastan, por su negatividad, para limitar su alcance. Más allá de la civilización, en su sentido limitado, materialista-social e intelectualista que este término ha asumido en los últimos tiempos, más allá también de la anti-civilización, es decir, de la «naturaleza» entendida como mera antítesis de aquélla, se encuentra el plano en el que la personalidad espiritual puede asumir y reforzar el sentido de sí misma. Y es de este plano del que estamos hablando aquí, y no del de las condiciones y de los mejores medios para reparar o preservar organismos y cerebros minados por los venenos materiales y psíquicos de la vida moderna.

Pasemos a un tercer punto. Se trata también de superar la actitud según la cual la espiritualidad de la montaña y de la ascensión alpina viene resuelta en términos de simple sensación y de heroísmo físico. Aquí entra ya en escena la elite constituida por aquellos que practican seria y activamente el alpinismo, y es una de las interpretaciones más difundidas y en su fundamento en absoluto banales. La montaña es espíritu en todo lo que implica: disciplina de los nervios y del cuerpo, valor lúcido, desprecio del peligro y, al mismo tiempo, exacta noción del mismo, espíritu de conquista y, en suma, impulso hacia la acción pura en un ambiente de fuerzas puras. Ahora bien, si es cierto que todo esto contiene un alto valor educativo, también es oportuno llegar a una distinción ulterior. Esta distinción, ante todo, concierne, de nuevo, a la finalidad. Como el naturismo tiene su razón de ser en un plano dado, el alpinismo tiene también su razón de ser como escuela de las cualidades indicadas; e indudablemente es deseable que las nuevas generaciones lleguen a ser capaces en la mayor medida posible de evocar aquel espíritu de valor y de aquellas dotes psico-físicas que la práctica activa de la montaña puede propiciarles. Pero, ¿Es este el plano más elevado al que se puede aspirar?

Examinando el aspecto interno del asunto, a saber, prescindiendo de las cualidades para adecuarse a los fines de salud, energía y disciplina física de una nueva generación, es un hecho que existe un amor al riesgo y un heroísmo cuyo resultado, consiste frecuentemente en exasperar una manifestación puramente física, cerrada, dura, de la personalidad y de la virilidad, que en el hombre moderno se halla ya anormalmente desarrollada y, ciertamente, no constituye la mejor condición para la reconquista de una verdadera espiritualidad, libre y trascendente. Se tiene justamente que reconocer que el mismo alpinismo vivido según este único espíritu no se podría distinguir demasiado de la simple búsqueda de emociones fuertes por la emoción en si misma, que provoca especialmente en América todo tipo de extravagancias y demasías, atrevimientos milagrosos y de acrobacias, saltando desde aviones, carreras hacia la muerte, etc., pero que al final no significan nada distinto de una especie de excitante o de estupefaciente, cuyo uso nos dice más de la ausencia que de la presencia de un verdadero sentido de la personalidad, más de una necesidad de aturdirse, que de autocontrol. También el interés técnico de la ascensión puede degenerar fácilmente, y no es raro encontrar escaladores a los que el hábito lleva automáticamente a estudiar posibles vías de ascenso por la fachada de los edificios.

Sin embargo, es cierto que sí debe señalarse un elemento susceptible de propiciar en la experiencia de la montaña una realización de carácter superior. Se trata del elemento «emotivo», del elemento «sensación». Pero entonces, lo esencial consiste en ver en esto sólo el punto de partida y la «materia prima»; consiste en considerar la sensación como un medio y no como un fin. Sobre este particular haremos más adelante algunas consideraciones generales.

Especialmente el hombre moderno adopta ante lo que siente una actitud completamente errónea. La sensación es para él un hecho que comienza y termina en sí mismo, respecto al cual se mantiene pasivo. Es demasiado débil para separar de la sensación-emoción el elemento puramente irracional, aquello que en ella se reduce a una mera impresión o sacudida del alma, y para extraer de ella, con un acto interior, algo que sirva directa y activamente al espíritu como conocimiento en un sentido superior.

Y esto se aplica también a la experiencia de la montaña. Quien se siente irresistiblemente preso de la montaña, a menudo sólo ha sabido captar como emoción una grandeza que no sabe concebir; no ha sabido abismarse en un nuevo estado interior surgido de lo profundo y realizar su propia naturaleza. Así, no sabrá decir por qué había buscado horizontes cada vez más vastos, cielos cada vez más libres, las cumbres más ásperas, por qué también de cima en cima, de pared en pared, de peligro en peligro, de vicisitud en vicisitud, había visto huir ante sí y desvanecerse misteriosamente todo aquello que en su vida cotidiana le parecía más vivo, más importante, más apasionante. Lo que al él le habla y le mueve es el poderoso mensaje interior, que se hace evidente en todo aquello que la naturaleza alpina tiene de más no-humano, casi de destructivo y de espantoso en su grandeza, en su soledad, en su inaccesibilidad, en su inhumano silencio, en la primordialidad desencadenada de sus tempestades, en su inmutabilidad a través de la monótona sucesión de las estaciones y el vano alternarse de las nieblas y de los libres cielos plenos de sol: todo esto confiere el sentido de inmediatez de lo que es caduco y que, como tal, se eclipsa ante un presentimiento de lo eterno.

De este modo la montaña puede actuar como «símbolo» y como símbolo puede encaminarnos hacia una determinada realización interior. Pero de ordinario el hombre se queda en el aspecto emotivo, que presenta siempre el carácter más de turbación que el de conquista y conocimiento. De la irracionalidad de las impresiones y visiones, de arrojos inexplicables y de inexplicables y gratuitos heroísmos procede el impulso de seguir hacia adelante, como largo camino de una ascensión, que al final llega de manera inadvertida a actuar interiormente. En la subconciencia se encuentra inscrito en una realidad más vasta y que de ella recibe, no solo transfiguración en el sentido de calma, suficiencia, simplicidad, pureza, sino también un aflujo casi sobrenatural de energías, no susceptible de ser comprendido con los falaces determinismos de la fisiología, una indomable voluntad de seguir adelante, de empeñarse aún más, de alcanzar nuevas alturas, nuevos abismos, nuevas paredes, porque precisamente en eso se traduce la inadecuación de las acciones materiales con respecto al significado que ahora lo animan, la trascendencia del impulso espiritual con respecto a las condiciones externas, a las empresas, a las visiones, a las audacias que han propiciado su despertar y que ahora constituyen la materia necesaria para la manifestación concreta de aquel mismo impulso.

Y no parece atrevido decir que éste debe haber sido también el secreto de las más grandes empresas que parecen haber ido más allá de los límites de las posibilidades humanas comunes. Pero también a este nivel debe buscarse la verdadera realización, la superación del elemento instintivo e irracional, la plena y firme autoconciencia, es decir, la transformación de la experiencia de la montaña en un modo de ser. Entonces surge entre los mejores la conciencia de que todo marchar, todo ascender, todo conquistar, todo osar, es el único medio contingente de expresión de una realidad inmaterial, que podría hacerlo por muchos otros medios: y esto sería la fuerza de aquellos que, en el fondo, pueden decirse a sí mismos que nunca regresamos desde las cumbres hasta la llanura, de aquellos a quienes no les importa ni el ir ni el volver, porque la montaña está en su espíritu, porque el símbolo se ha convertido en realidad, porque la corteza ha caído. La montaña no es para ellos ni novedad de aventuras, ni romántica evasión, ni sensación contingente, ni heroísmo por el heroísmo, ni deporte más o menos tecnificado. Ella se une a algo que no tiene ni principio ni fin y que, conquista espiritual inalienable, forma ya parte de la propia naturaleza, como algo que se lleva consigo por doquier, para dar un nuevo sentido a cualquier acción, a cualquier experiencia, a cualquier lucha en la vida cotidiana.

Por este camino de la montaña, más allá del símbolo natural que ofrece directamente a los sentidos, se puede acceder también al simbolismo doctrinal y tradicional que a él subyace, es decir, al contenido más profundo del conjunto de los antiguos mitos antes aludidos, en los que la montaña aparece como «lugar» de naturalezas divinas (el Olimpo helénico, el Walhalla como monte, el budista «Monte de los Héroes»), de substancias inmortalizantes (el haoma y el soma de la tradición indoirania) de fuerzas de realezas solares y sobrenaturales ( el monte solar de las tradiciones de la romanidad imperial helenizada, el monte como sede de la «gloria» mazdea, etc.), de «centralidad espiritual» (el monte Meru y los otros montes simbólicos concebidos como «poli»), etc. De hecho, en esto no debe entenderse que las diversas figuraciones, personificaciones o proyecciones de los estados trascendentes de conciencia, de despertar o de iluminación interior, que son auténticas cuando no representan más que algo vago, «místico», fantástico, sino que al contrario, aparecen según los caracteres de una evidencia y de una normalidad de orden superior, de manera que hace aparecer como anormal todo lo que antes aparecía como más común, familiar y habitual.

Es posible que los Antiguos, que ignoraban el alpinismo o bien conocían sólo unas formas rudimentarias, y por consiguiente concebían la montaña recubierta por una inaccesibilidad e inviolabilidad reales, precisamente por esto se vieron abocados a aprehenderla como símbolo y elemento de espiritualidad trascendente. Hoy, cuando la montaña se ha conquistado físicamente y pocas son las cumbres que todavía invioladas por el hombre, es importante hacer que esta conquista no equivalga a una profanación ni a una «caída» de significado. Por tanto, es esencial que nuestras nuevas generaciones lleguen paulatinamente a elevar la acción a la categoría de un rito que poco a poco se arriesguen a encontrar aquel punto de referencia trascendente, a través del cual las vivencias, entre la inmutable y simbólica grandeza de las montañas, de coraje, de riesgo y de conquista, las disciplinas del cuerpo, de la sensibilidad y de la voluntad se eleven al valor de caminos para la realización de aquello que en el hombre está más allá del hombre, pero reciben su más alta justificación en el contexto del nuevo movimiento ascendente y espiritualmente revolucionario de nuestra estirpe.

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