
LA MONTAÑA EN LA PINTURA ROMÁNTICA
Volker Rühle, a propósito del ingenio literario, suscribía que en cuanto a la materia poética, la Naturaleza no debía manifestarse ni bella, ni costumbrista, sino en su dimensión metafísica, buscando en dicha plasticidad los rescoldos esotéricos y mágicos que no pasaban desapercibidos para aquellos jóvenes adscritos al movimiento sturmmer. El sapere aude kantiano pronto trasnochado ante la evidencia de un sentimentalismo tardo barroco, echaría por tierra las divisas cartesianas de una Natura sometida al arbitrio humano; Karl Philip Moritz (1756 – 1793) destacó la profundidad de la nueva percepción: a la par que nacía un concepto ilustrado y, en definitiva, burgués, de razón, lo natural adquiría una característica anímica que estrechamente se entretejía con complejas conexiones de culpabilidad tan propias del espíritu pietista septentrional.
En concordancia con las prédicas de Lessing (1729 – 1781), el esbozo de una mímesis artística capaz de comprender la realidad que había resultado del collage fortuito en el que se convirtió la Aufklärung alemana en las postrimerías del Setecientos, no podía obviar los verdaderos límites de la modernidad, amén de las manidas dicotomías de verdad y expresión artística o, la más célebre a la postre, de pintura y poesía. Se postulaba una nueva sensibilidad, más si cabe, cuando es Goethe (1749 – 1832) quien entra en escena publicando los avatares de su joven desafortunado. En 1774, el ánimo de la juventud germana, ya de por sí bastante exaltado años atrás por la irrupción del Sturm und Drang, se identifica con el Werther que siente la fiera necesidad de regresar a la Naturaleza y redescubrir los sentimientos escondidos en su silvestre follaje.
Tras una amena conversación con un compañero erudito, amante del Arte en sus más inverosímiles manifestaciones, él llegaba a la conclusión de que la nueva sensibilidad sugerida por un Goethe joven aún, no era más que la elongación del discurrir ilustrado. Hablaba mi interlocutor de la autonomía del género pictórico del paisaje, y parlamentaba describiendo con pasión aquellos lienzos de los italianos Carracci y Dominichino, y, sobre todo, de los franceses Poussin y Lorrain. En este punto diferíamos. Se trataba de diferentes concepciones de la misma Naturaleza. En el ámbito mediterráneo, tras los experimentos de Giotto para crear un fondo natural con fundamento, los pintores se habían afanado por idear un marco creíble, pero se trataba de meras bambalinas sin más importancia que la de acompañar o albergar la escena principal, que era, ante todo, una figuración humana, entendida ésta tanto desde la temática bíblica como mitológica. Es cierto que en los óleos de Poussin (1594 – 1665), repetidos hasta la saciedad, el espectador se halla ante lo que la crítica historiográfica ha etiquetado como paisaje trágico y que en su devenir biográfico corresponde a sus postreras etapas, pero en todos sus ejemplos reitera el mismo pecado pictórico, el del exceso. Al igual que Claude Lorrain, castellanizado Claudio de Lorena (1600 – 1682), ambos son admiradores de una Naturaleza excesivamente teatralizada, convertida en tramoya y muy impregnada de la deux ex machina barroca. Sería interminable la lista de artistas que proponen nuevas alternativas (Salvatore Rosa, Meindert Hobbema, Paul Brill, Ruysdael...).
Frente a la concepción meridional de una realidad natural amable, pintoresca, de suaves lomas, orografías curiosas y campiñas en las que restalla una luz cálida y reconfortante, la mentalidad nórdica presentaba, debido a la herencia flamenca, una Natura agreste, salvaje y, como recordará el lector en las explicaciones previas, con un fuerte marchamo sentimental. Es cierto que los estilos se mezclan, y en ocasiones, genios del pincel como Reinhart o Koch, intelectuales y viajeros, retoman las composiciones paussinianas para elaborar complicadas pinturas de lo que se ha venido denominando paisaje heroico, pero aún así, aquí ya hay una diferencia fundamental: la montaña que pinta Koch, ya no es una roca de cartón piedra que hace las veces de escenario natural, sino que se convierte en un mineral. Fernow, a la sazón improvisado profesor de estética para extranjeros instalados en Italia, dictaba en sus lecciones romanas que el Arte debía crear a través de la imaginación del artista, máxima que ya contradecía a las claras lo expuesto por Immanuel Kant. El filósofo de Königsberg había defendido que el Arte debía parecerse a la Naturaleza, no imitando, sino actuando como ella, siguiendo un diseño originario muy preciso.
Al igual que el Ars Topiaria reproduce en el ámbito de la jardinería los distintos modelos de concebir la Natura: uno francés, que la somete a la medición y geometría, y a fin de cuentas, la racionaliza, y otro británico, que la torna en pintoresca, en nuestro asunto estético y pictórico, deberíamos aludir a una tercera vía, cuyos hitos inmediatos a los previamente citados son tal vez Carstens, quizá Carus y Caspar David Friedrich (1774 – 1840). Y aquí la fascinante simbología de la montaña, una montaña que no es sólo una elevación física, sino también espiritual en un paisaje que trasciende lo visible y potencia la sehnsucht romántica, que llega a fundir en aquel crisol de la imaginación la idea de una nación que acabará metamorfoseándose en el volkgeist herderiano. Primero, porque la Europa nórdica siente su gradiente de diferenciación, separándose de la mitología grecolatina y volcándose en las sagas escandinavas y en el reinventado Ossián de McPherson, como había hecho en el siglo XVI al abrazar las doctrinas luteranas para escindirse de la Europa católica; segundo, porque vuelve a retomarse la idea de lo sublime como ese acercamiento a una Naturaleza indómita que amenaza constantemente a la humanidad, a la que hay que aproximarse con una veneración casi panteísta y guardar la distancia, porque al igual que una luz muy brillante tras una breve estancia en la oscuridad ciega, la falta de precaución del artista bien pudiera provocar una sensación de shock ante la inmensidad de lo natural y la pequeñez del ser humano; y tercero, porque ese credo protestante impulsa la visión también pietista en la que lo natural es simbiosis de la fe interior, de la muerte y de la esperanza en una vida futura.
Sólo tres ejemplos en los que la montaña es elemento crucial de esta nueva interpretación de la realidad natural, todos debidos a Friedrich. El primero La tumba de Arminio en dos versiones (una de 1812 en Hamburgo, y otra de 1813 – 1814 en Bremen). El lienzo representa una gruta horadada entre altos riscos. La entrada es abrupta, pero el óleo hamburgués presenta una sobria inscripción: Joven salvador de la patria. El artista ha logrado interpretar la Naturaleza desde una perspectiva heroica, convirtiéndola en símbolo de libertad, tanto a la propia pintura como a la montaña. Una orografía que ahora está inscribiendo un canto a la valentía nacional que se hunde en la historia. Las primeras décadas del Ochocientos marcan la pugna contra el invasor napoleónico, pero esta obra se retrotrae al mítico Arminio, vencedor de Publio Quintilio Varo en la escaramuza del bosque de Teutoburgo (otoño del año 9), héroe bárbaro, según Tácito, de la tribu de los queruscos, que aniquiló tres legiones romanas entre los ríos Rin y Weser para desgracia del Emperador Augusto. El segundo La cruz en la montaña, que, aunque cronológicamente anterior al primero (1807 – 1808, en Dresde), interesa comentarlo a continuación por la simbología religiosa adquirida por el promontorio. Aquí la montaña presenta en su cima un crucificado, tres rayos que alegorizan un atardecer y en sus laderas, un tupido bosque de abetos. Significando la enorme cruz la relación interior entre creyentes y Padre Eterno, incluso, según muchos críticos la fuerza de la fe del hombre; el atardecer, el ímpetu creador; el triple resplandor, una alusión a la Trinidad y los abetos, por último, una clara referencia a la muerte y a la esperanza en Cristo. Por último, Los acantilados de Rügen (de 1818 en Winterthur), representación romántica del paso del tiempo en una escenografía plenamente sublime: los acantilados blancos marcan una vertiginosa perspectiva hacia el mar, infinitamente azul, y entre raíces retorcidas y espigados troncos, la figura de una mujer esquiva, la silueta de un muchacho ensimismado oteando el horizonte y un anciano, arrodillado sobre la hierba que teme la vista magnífica y siente el peligro del borde del precipicio. Todo un paraje en el que se ensalza la resignación y la humildad hacia un destino que se escapa, aprovechando el símil cinematográfico en el tiempo como lágrimas en la lluvia.
R. G. Girón