
Nos adentramos en el bosque, en lo que todavía hoy continúa en orden, en estado natural. Aquí no hay nada superfluo, nada falta y nada sobra, todo se complementa, todo se corresponde, todo es.
Caminamos y con nuestro caminar, algo comienza a moverse también en nuestro interior. Se trata de nuestro primer contacto con lo eterno, con lo vivo, con lo realmente existente. Aquello que no depende de nada más para ser, aquello que no cambia ni degenera, aquello que simplemente es o no es; sin puntos intermedios.
Lo primero que podemos percibir es una atmósfera distinta, completa, plena, en armonía. Un ambiente que nada tiene que ver con el que nos acompaña en nuestras vidas diarias.
Respiramos y nuestro respirar se torna más palpable, más cercano, más real. El fresco aliento de los ancianos árboles y los jóvenes arbustos rebosa por doquier. Nos dejamos imbuir por este éter sagrado, somos penetrados por su atemporalidad, por su mágico danzar, que sobre las hojas verdosas y afiladas que se dibujan a nuestro alrededor fluye con total sutileza.
El característico aroma que segrega la floresta es percibido esta vez de otra manera, ya no husmeado, ni siquiera inhalado, sino incorporado con delicadeza, con suavidad.
Abrimos los ojos, y lo primero que contemplamos es la belleza de todo cuanto nos rodea. Desde la más pequeña alimaña hasta el más majestuoso roble nos obligan a postrarnos ante tal sublimidad. Aquí vuelve de nuevo a aparecer aquél reiterado término: armonía. Nada desentona, no existe ninguna disonancia que pueda alterar nuestra placidez. Vemos la pequeña ardilla roer concienzudamente los dulces piñones sobre la copa de aquel árbol; allá el ruiseñor entona solemnemente melodías que jamás fueron creadas, y aquí mismo, bajo nuestra sombra, camina tranquilo el escarabajo, sin inmutarse por nuestra presencia, sereno, seguro. No podemos más que maravillarnos ante tanta belleza, ante la simpleza de tanta complejidad.
Nos topamos con un frondoso madroño que nos regala un exquisito manjar. Tras haber dado unos pasos nos encontramos con obligada parada, he aquí que descubrimos el serpentear de un inagotable arroyo que se pierde allí donde la vista puede llevarnos. Arrodillados unimos las manos entre el claro líquido, estrellándolo contra nuestro rostro; sentimos el frío, y de repente también el calor de los fluidos internos que nos mantienen con vida, que esta vez se congregan en la zona afectada por el cambio repentino de temperatura. No podemos más que restar en silencio, como huéspedes ajenos a tan equilibrada sintonía.
Nuestro caminar vuelve a ser interrumpido, esta vez por los ruinosos vestigios de lo que fue un gran castillo. Piedra sobre piedra está formada tan augusta fortaleza; mas, pese haber hallado la primera señal humana, el conjunto continúa manteniendo su propia idiosincrasia. Los muros se elevan transmitiendo la misma serenidad que el resto de elementos que forman el paisaje, aunque aquí podemos precisar que la mágia de este todo natural incrementa de forma notable. Aquí se hace todavía más patente aquella atemporalidad que nos invadía en un primer momento. Nos sentimos pequeños ante tanta grandeza.
¿Somos dignos de presenciar tan desmesurada perfección?, ¿Somos tan puros como para permitirnos caminar entre pureza?, ¿O por el contrario traemos con nosotros la inmundicia, la temporalidad, lo material y lo mental a un lugar donde reinan la proporción, la eternidad, el espíritu y la fluidez?
Conciencia os pido, hermanos míos. Quizás no seamos dignos de pertenecer a tal conjunto, pero sí podemos serlo de actuar como visitantes, sin ensuciarlo, sin destrozar su grandeza y sin arrastrar con nosotros las necedades que abundan en nuestras ciudades.
Despojémonos de todo y entremos, como es debido, al sacro Templo donde nunca muere la mágia.
"Puro, duro y seguro"
A día 23 de agosto de 2009
E. Sánchez
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