CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

sábado, 11 de enero de 2014

- LA MONTAÑA DESNUDA-REINHOLD MESSNER (LA DECISIÓN)

LA DECISIÓN

Nota a la edición española
En el verano de 2005 unos lugareños encontraron en el glaciar del Diamir los restos de mi hermano Günther. Numerosos huesos, restos de  ropa, una bota. Poco después recuperamos todo y lo incineramos. La  bota, que sólo podía ser de Günther, así como algunas muestras de  tejido, recojidas de manera estrictamente profesional por el Doctor  Hipp (médico que tomó parte en el viaje), nos las trajimos. En el instituto de medicina judicial de Innsbruck se confirmó, mediante pruebas genéticas, que el fallecido era mi hermano. De este modo se sabe por fín cómo murió mi hermano –a consecuencia de una avalancha al pie del flanco del Diamir– y que todos esos reportajes sensacionalistas que decían otra cosa no eran sino campañas de difamación bien orquestadas: un triste capítulo de la historia del alpinismo.
Reinhold MESSNER,septiembre de 2006

La bengala roja
A finales de junio todo está preparado para un primer ataque a la cumbre. El equipo funciona y, en el campo base, todos esperan que no se produzcan más retrasos. Perder tiempo ahora es malgastar una oportunidad. Los cinco estamos a tal altura en la pared que me siento demasiado lejos, desamparado, en el nevero de Merkl, como perdido en el universo. Günther y yo miramos ahora constantemente hacia arriba. «Si el tiempo sigue así, no podemos vacilar», nos decimos a nosotros mismos.
El primer plan de ataque de Herrligkoffer lo superamos hace ya dos semanas. En el siguiente no hemos pensado aún. ¿Qué haremos si en dos días vuelve a caer una nevada?
Gerhard se encuentra delante de la tienda, sentado en su cochoneta. Felix y Peter hacen la comida. Günther está en la tienda. Cuando sale, tiene que cerrar los ojos ante la intensa luz. Sostengo con la mano derecha el Teleport, un aparato de radio de varios kilos de peso, y presiono el botón para establecer la comunicación. Hablo una última vez con el campo base por radio. El mismo 26 de junio, cuando no son más de las 14:00 h, se toma la decisión.
—Campo IV llamando a campo base, cambio.
—Aquí Karl desde campo base. ¿Qué tal?
Hablamos durante un buen rato: sobre el equipo que han de traernos, bombonas de oxígeno y víveres; sobre el próximo ataque a cumbre y el reparto del trabajo. Luego pasamos al tema del tiempo.
—En el oeste y en el este hay grandes bancos de nubes. Se acercan por momentos. Tenemos que darnos prisa –digo.
—El tiempo no aguantará así mucho más –responde Karl.
—Günther, Gerhard y yo queremos llegar hoy al campo V. Nos iremos de aquí cuando el sol se oculte por detrás del collado oeste, a eso de las cinco.


Posteriormente, Herrligkoffer narrará la situación vivida ese día de la siguiente manera: «La tarde del 26 de junio, Reinhold Messer se comunica por radio desde el campo IV. Quiere escalar esta misma tarde con su hermano y Gerhard Baur al campo V, que Felix Kuen y Peter Scholz habían instalado esa mañana. Dice que hay un gran frente nuboso en el sur que hace necesario tomar una decisión urgentemente.»
Impresionado ante la buena disposición de Herrligkoffer, me atrevo a hacer una propuesta:
—Si el pronóstico del tiempo es favorable, mañana alcanzaremos el corredor Merkl, hasta donde lleguemos. Si la previsión es desfavorable, quiero intentar ascender solo, todo lo que pueda. Quzás incluso hacer cumbre. De lo contrario, si se produce otro temporal, no tendremos ninguna posibilidad. En ese caso no podríamos organizar la escalada por el corredor Merkl en etapas.
A Karl le entusiasma mi propuesta. Él también sabe que, si el tiempo empeora, sólo podremos seguir adelante si actuamos con rapidez. Sin embargo, Felix Kuen se muestra muy escéptico, y se limita a transmitir a los demás lo que oye de la conversación:
—Oigo hablar a Reinhold, pero no al doctor Herrligkoffer. Si el tiempo empeora, Reinhold quiere tratar de escalar por el corredor Merkl. Según él, así lograríamos, como mínimo, dejar atrás la pared entera. Dice en voz baja que lo va a intentar solo. Quiere estar de regreso en el campo V por la noche.
Aparte de este inciso, Felix no se pronuncia. ¿Acaso mantienen Herrligkoffer y él un acuerdo tácito? Qué sé yo. Entretanto se me ocurre la idea de las bengalas.
—Karl, ¿puedes informarnos por la noche del pronóstico del tiempo con bengalas? Roja en caso de mal tiempo y verde en caso de bueno. Es que en el campo V ya no tenemos radio. Pesa demasiado.
—Buena idea, pero sólo tenemos bengalas rojas y azules –contesta Karl después de un rato.
«Eso no supone ningún problema», pienso yo.

—Bueno, entonces lo hacemos así: el rojo significa que va a hacer mal tiempo, en ese caso lo intento solo. Avanzaré hasta donde pueda, pero con la intención de volver al campo V a pasar la noche. El azul significa que el pronóstico es favorable. Avanzaremos los tres hasta la parte inferior del corredor Merkl y, en los días siguientes, los cuatro intentaremos un ataque a cumbre. Si la previsión es dudosa, lanza una bengala azul y otra roja, y ya decidiremos nosotros desde arriba lo que hacemos.
Hablamos del color de las bengalas y de su significado repetidas veces. Yo no tengo ninguna duda sobre lo acordado.
Sin muchas palabras, los tres, Gerhard, Günther y yo, nos preparamos para el ascenso. El sol ya se ha ocultado detrás del collado oeste. Las mochilas están listas. Es hora de partir.
Como si se tratara de setas, del denso mar de nubes situado a nuestros pies surgen distintas figuras. Estas formaciones se extienden a lo largo y a lo ancho. Una parece un martillo, otra es como la cabeza de un animal… Günther tose. Pero no porque esté resfriado. Con el carraspeo quiere decir que tenemos que irnos. Los tres escalamos el nevero de Merkl. Cuando son casi las ocho de la tarde nos detenemos unos minutos. Ya es de noche. Miramos impacientes hacia el campo base. Esperamos la señal acordada.
A las ocho en punto vemos subir una bengala roja. Muy abajo, en el valle, pero fácil de reconocer: ¡una bengala roja! Y sólo una. Esperamos la segunda bengala. No aparece. Todos pensamos lo mismo: el parte se muestra desfavorable. Estamos desilusionados. La solución es fácil. Queda en nuestras manos decidir qué hacer ahora. No lo pienso mucho. A lo mejor durante algunos minutos, pero luego lo tengo muy claro: hemos de adelantarnos al mal tiempo. Quiero intentar un ataque a cumbre a la mañana siguiente, solo y lo
más rápido posible. Así lo hemos acordado Karl y yo.
Los tres seguimos escalando. Poco después buscamos cobijo en la tienda, justo debajo del corredor Merkl. Es un campamento espartano, demasiado pequeño para tres hombres, el suelo está duro. De los toldos cuelga hielo.
—Mañana avanzaré hasta donde pueda –mascullo tumbado–, mientras vosotros equipáis la parte inferior del corredor.
—Pero si sólo quedan doscientos metros de cuerda, Reinhold.

—Cortadla e instaladla en los tramos más difíciles –digo.
Sólo hablamos si resulta estrictamente necesario, la tensión es enorme. En el interior de la tienda, reina un silencio excepcional. Günther y yo estamos tumbados uno al lado del otro. Gerhard se ha colocado perpendicular a nosotros, a nuestros pies. Hace frío, el ambiente es seco, y el espacio, mínimo. Dormitamos. No se puede dormir en estas condiciones. Pasamos una noche espantosa. Así no podemos recuperarnos, no tenemos ni saco de dormir ni hornillo. Además, cada vez hace más frío: unos 30 ºC bajo cero. No hay nada de beber, por lo que tenemos sed constantemente. La sensación de aislamiento absoluto sigue presente, incluso cuando me quedo transpuesto. Y cada vez que me despierto es como si mirase al vacío total: a nuestros pies, con una fuerza imponente, se extiende un único precipicio. ¡Qué abismo! Es como si estuviese suspendido en un lugar incierto entre el cielo y la tierra, a 4.000 metros sobre el campo base. Por encima de nosotros, el corredor Merkl, el punto clave que nadie conoce. Y, mucho más arriba, la cumbre. No, no hay en el mundo un lugar peor. ¡Qué vacío! Pero ¿qué estamos haciendo aquí?

La ascensión a la cumbre
A las dos de la mañana me pongo en pie en la tienda. No oí el despertador a medianoche. Estoy vestido: en las piernas llevo tres capas y de las cinco que tenía de cintura para arriba tampoco me he quitado ninguna. Ahora únicamente me falta ponerme los sobrepantalones, el calzado y mi anorak, en el que la tarde anterior me encargué de guardar lo más importante para el ataque a cumbre: una foto de la pared y una cámara Minox. Todos mis movimientos parecen estudiados, y aun así, actúo con torpeza.
Es de noche. Una luz tenue atraviesa la pared de la tienda al colocarme la linterna frontal. Soy consciente de que me espera una pared vertical: roca, hielo y, más abajo, el vacío infinito. Lo sé sin tener que asomarme afuera para comprobarlo. Sobre mi cabeza no hay más que cielo, y el de esta noche está plagado de estrellas. ¡Esto sí que es suerte!
Termino de vestirme sentado en una colchoneta de aire a medio inflar. Günther y Gerhard parecen dormidos. Cojo los crampones, el piolet y los cubreguantes. Por último guardo la pila de la lámpara frontal en el bolsillo superior de mi anorak y me deslizo por la puerta hacia el exterior. Al principio me siento apocado y en cierto modo perdido. Nuestro campamento es estrecho y hasta aquí no llega todavía el resplandor de la luna. Sin embargo, su brillo consgue acariciar los rincones más profundos del corredor Merkl. Es hora de reanudar la marcha. ¡Adelante! ¡A la cima!

Al mirar hacia arriba, por primera vez siento cómo un escalofrío me recorre la espalda y pienso que ésta va a ser la escalada más difícil de mi vida. Parece que mi mente se hubiera desdoblado en dos planos distintos de conciencia: me veo a mí mismo trepar como si fuera otra persona. Como si supiera de verdad dónde me encuentro. En la infinidad de estos casi 5.000 metros de elevado desierto vertical, los detalles pasan de repente a ser lo único importante. Supero el primer lomo rocoso. La fina nieve polvo de debajo de mis pies resbala ladera abajo por la superficie salpicada de blanco. Luego paso a encontrarme bajo el primer escalón escarpado: con cuidado me quito dos pares de guantes, los guardo en los bolsillos del anorak y comienzo a trepar. Clavo las puntas delanteras de un crampón en una pequeña muesca de la pared y me aferro a la roca con una de mis manos enguantadas de blanco. Llevo el piolet colgado de la muñeca. El golpeteo del metal contra la pared resuena en la oscuridad. ¡Extraños sonidos me acompañan esta noche!
Para realizar largos tan complicados he traído guantes de seda. Con ellos me siento seguro hasta en las rocas más difíciles. En este preciso instante me invade una profunda paz. Y por el momento apenas siento el fino aire de estas cotas. «No pienses, sigue escalando», me ordena la razón. Es como si me debatiera entre dos niveles de conciencia. Ante mí se alza otro abrupto obstáculo. No parece fácil. Lo cierto es que pinta más complicado de lo que en realidad es: cuarto grado de dificultad, o lo que es lo mismo, un tramo delicado de escalada en roca, pero tranquilamente factible en solitario. Sigo avanzando seguro, raudo.
¿Alcanzaré pronto la mitad del corredor Merkl? En todo caso voy confiado. Pero no miro abajo. ¿Para qué? Desde que he encontrado mi ritmo me siento como siempre en la montaña: yo mismo. Parece que el terreno se abarca bien con la vista y que es posible atravesarlo. ¡Entonces adelante! Así tampoco perderé temperatura corporal. Soy alpinista, confío en cada uno de mis pasos.

La luna se ha movido. Ahora mi propia sombra remonta conmigo una pendiente de nieve. Apenas me detengo, trepo sin parar. Hacia arriba y sin rodeos. De nuevo se alza ante mí un precipicio desplomado: el fondo del corredor está helado. La salida, que se encuentra en el extremo superior del obstáculo, está llena de nieve polvo. Con este tosco calzado y a esta altitud –lo tengo muy claro– semejante paso se vuelve demasiado peligroso. ¡No, es imposible! Es evidente que no se puede destrepar por ahí. ¿Habré subido demasiado? Sí, así que toca dar media vuelta, he de hallar una salida más abajo. El corredor me apresa entre sus flancos como una chimenea.
Estoy decidido a descender un tramo e intentarlo más a la derecha. Espero así poder avanzar por la pared derecha del corredor. Pero no, ahí tampoco se puede continuar. Cuando estoy a punto de rendirme y regresar al campo V, descubro otra posibilidad, una última salida: una abrupta rampa que se eleva hacia la derecha.
¡Sí, ésta es mi última esperanza! ¡La única oportunidad que me queda! El terreno es más fácil de lo que pensaba, puede que un tercer grado de dificultad, y únicamente algunas partes de la roca están tapizadas de hielo; la nieve sólo cubre las presas horizontales.
Esta pendiente no es precisamente corta. Mínimo dos largos, no tiene pérdida, será fácil encontrarla durante el descenso.
Así es como supero la escarpadura más difícil del corredor Merkl. De repente vuelvo a sentirme seguro, tan seguro de mí mismo como lo estaría en una ruta en los Alpes.

Dos mundos, un objetivo
Herrligkoffer: «El 27 de junio hacia las 6:10 h veo sobre un campo de hielo a media altura del corredor Merkl un punto negro que avanza hacia arriba relativamente deprisa. A los veinte minutos vuelve a desaparecer de nuestro campo de visión.»
Pronto alcanzaré los 7.800 metros de altitud. A la izquierda, muy por encima de mí, distingo una brecha. ¿Terminará ahí el corredor? Eso significa que pronto llegaré arriba, al final del couloir. Sólo queda un último
obstáculo, un último resalte nevado antes de alcanzar la rampa que pasa por debajo del hombro sur y desemboca en la arista sureste.
Nada puede detenerme, a pesar de estar escalando completamente solo en el rincón más remoto del planeta. No, nunca antes había corrido un riesgo semejante. ¡Este inmenso vacío que se abre a mis pies! ¡Y esta inestabilidad! Basta con una mirada hacia el horizonte para que las dimensiones se difuminen en las sombras nocturnas del suelo del valle. Sin embargo, cuando alzo la vista buscando la claridad diáfana del alba mientras escalo, tengo la impresión de que este mundo no está unido a la Tierra. Puede que falten unos 300 metros más hasta la cumbre. ¡Nada en comparación con los 4.200 que ya he superado! Recupero la esperanza. Y la confianza. Este último asalto, el trapecio somital del Nanga Parbat, se me antoja en estos momentos como una montaña independiente, una pirámide en suspensión: una isla sobre las nubes.

La decisión de Günther
Ha subido la temperatura, se podría decir que hasta hace calor, y la solana casi me agobia más que el fino aire.
Subo una rampa en diagonal hacia la derecha. Me cuesta abrir huella. ¡Estoy en ello desde hace horas! Mi ritmo ya no es igual que el de esta mañana. Es un trabajo agotador. No obstante, la radiación me consume aún más si cabe. La temperatura es de bajo cero, pero los rayos me perforan como si los concentrara un vidrio focal. Cada dos por tres me paro para descansar apoyándome en el piolet clavado en el muro. Durante las pausas suelo mirar hacia atrás con el fin de memorizar el camino. Para el descenso. De repente me giro extrañado. ¿Me sigue alguien? Sí, veo a un hombre que avanza un poco más abajo. Pero ¿quién? ¡Es Günther! Sin duda. Trepa con seguridad y rapidez. Como si quisiera recuperar el tiempo perdido.
Vuelvo a mirar hacia él. Estoy confundido. Espero. Günther llega por fin y se coloca a mi lado. Tiene la respiración acelerada.
—¿Cómo has encontrado el camino? –me limito a preguntarle.
—Por tus huellas. Y, por lo demás, la ruta es lógica.
—¿Y qué me dices del gran obstáculo?
—Ahí no queda otra posibilidad más que la rampa.
—¿Habéis equipado?
—Sólo hemos empezado.
No hablamos mucho. Günther ha atravesado en menos de cuatro horas todo el corredor Merkl: casi seiscientos metros de altura. ¡Y a semejante cota! No, no cabe duda de que proseguiremos los dos
juntos. «Somos un equipo y pronto pisaremos la cumbre», pienso.
—¿Dónde está Gerhard? –pregunto.
—Se ha dado la vuelta, le dolía la garganta.

Así emprendemos la gran travesía que nos llevará hacia la derecha, pasando por debajo del hombro sur y hasta la arista sureste. Escalamos uno detrás del otro.
Ya está bien entrada la mañana. Trepamos despacio, uno abre huella mientras que el otro descansa. Constantemente escalamos tramos de roca nevada. A menudo nos detenemos. ¡Lo mínimo para recuperar el resuello! Las pausas se alargan cada vez más, debido al calor y a que tenemos que dedicar tiempo a buscar la mejor vía posible. No queremos más que descansar. Hay una fuerza que nos obliga a parar una y otra vez. Pero aun así, no nos planteamos dar media vuelta. Nuestra montaña está ahora envuelta en un manto de nubes, aunque el sol a veces lo traspasa. La niebla juega a acorralarnos y merodea por nuestros pies. En ocasiones, cuando el espeso telón se abre, llegamos a ver la oscuridad del valle de Rupal, aunque sin poder reconocer el campo base. ¡Está demasiado lejos! Pienso que ellos tampoco nos podrán ver desde ahí abajo.
Cruzamos a paso de tortuga los campos de hielo y nieve situados bajo el hombro sur. A escasa distancia de nuestros pies la pared se desploma vertical. Ya no somos conscientes de que este flanco es único en la Tierra. Nos limitamos a continuar, en dirección a la cumbre. ¡Adelante! ¡Más arriba! Una hora sólo nos da para cubrir un tramo irrisorio. La nieve es blanda y profunda. Resplandece. Para colmo, el sol nos abrasa la espalda, ya que logra atravesar la capa de niebla y proyectarse en ángulo recto sobre la pared.
¡La radiación es el mayor inconveniente ahora! Nos desgasta, adormila y vuelve apáticos. ¡Qué calor! Como si la gran altura sólo fuera un factor más que contribuyera a nuestro letargo, durante las pausas encorvamos el cuerpo en la pendiente de nieve. Lo que no podemos es cobijarnos. ¡En ninguna parte! De vez en cuando, uno de nosotros se detiene, lanza una palabra de ánimo al otro y sigue escalando. Nos entendemos a la perfección. Incluso sin hablar mucho.
Acto seguido, el otro se iza de golpe y reanuda el ascenso, aunque sea a ritmo pesado.
He dado dos pasos y ya necesito volver a apoyarme desfallecido sobre el piolet. Subimos atravesando a la derecha. Por último nos obligamos a remontar una abrupta vertiente de nieve, ascendiendo en línea recta. Infinitamente lejos, infinitamente despacio. Por fin nos acercamos a un collado de la arista. Günther dispone la cámara: apunta arriba y abajo. Yo también hago algunas instantáneas. Entre ésas estará la última foto de Günther. En ella se le ve durante la ascensión, saliendo de la pared de roca y hielo más alta del planeta.
Günther se detiene en la arista. Me hace señas emocionado. Grita algo. Pero ¿qué? ¡Me cuenta que ve la cumbre, que ya estamos llegando! No oigo sus palabras, pero sé lo que quiere decirme.
Avanzo por sus huellas. Los dos pisamos ahora la cresta de la arista. Estamos entre dos mundos. Por fin tenemos la certeza de que vamos a hollar la cima. En este instante la razón y las emociones no dan cabida a pensamientos profundos. ¡A nuestros pies se extiende la pared de Rupal, no nos separan ni 100 metros de la meta!

Tenemos que alcanzarla, los dos, basta con llegar hasta ahí. Mientras tanto no hay lugar para los miedos, no existen ni el ayer ni el mañana. Tan sólo la cumbre y nosotros. Esta primera impresión al salir de la pared sur es para mí el instante más poderoso de nuestra expedición al Nanga Parbat. Todo parece tan irreal… ¡Qué silencio!
Y Günther a mi lado.
Inmediatamente debajo de la arista, a la derecha, se ven la Meseta y el Collado de Plata. ¡Se me antojan tan cercanos, al alcance de la mano! También el Rakhiot Peak. En el circo sureste de debajo de nosotros late el manto de nubes. Pienso en Buhl, visualizo su camino en mi cabeza, sigo su huella con la mirada, primero en la ascensión y después en el descenso. También me acuerdo de Aschenbrenner y Schneider, del genial escalador de altura tirolés Erwin Schneider, de Rebitsch y de muchos otros, también de los jefes de expedición que nunca llegaron tan alto. Günther y yo cruzamos algunos comentarios sobre Merkl y Welzenbach. Es como si estuvieran aquí, a nuestro lado.
Delante de nuestros ojos emerge una arista arqueada, el punto más elevado. ¡Sí, es la cumbre! Pero poco tiene que ver con una pirámide de nieve. A su izquierda se encuentra el hombro sur, una espalda rocosa nevada.
Cuando las ráfagas de niebla se interponen entre nosotros y la cumbre, tengo la sensación de que aumenta la distancia que nos queda hasta llegar, pero es sólo en apariencia.
Avanzamos lentos pero seguros. Primero sobre nieve polvo, luego por recios lomos desdibujados por el viento. El terreno es ahora plano, su escalada no presenta dificultades técnicas. La superficie de la nieve deslumbra, parece que toda la zona fuera lisa. No obstante, sigue habiendo toscas pendientes. Constantemente tropezamos en agujeros que no habíamos visto, ya que con la luz difusa de esta leve bruma no podemos distinguir las irregularidades del suelo. Muchas veces doy pasos en el vacío. Palpo inseguro la capa nívea sobre la que avanzo. A cada paso. Tanteo con el piolet y las botas hasta encontrar un punto de apoyo firme. El proceso se repite una y otra vez.
Günther pisa ahora un campo de nieve. Yo me encuentro a su lado. Hablamos mientras la niebla revolotea inquieta por la cima. En el suelo, puros canales y sastrugis; en el aire, cristales de nieve. ¡Qué magia! El polvo de nieve, que es arrastrado por el viento, vuela rozando el lomo de la montaña.
¿Serán los espíritus del aire los responsables de todo este movimiento? Günther permanece de pie, ocupado con la cámara. Su piolet está clavado en la nieve. Yo sigo escalando, dejo atrás el hombro sur. Las rachas de nieve chocan sobre los sastrugis ante mis ojos.

El viento silba. Günther dispara, cierra el aparato y, al sacar los guantes del bolsillo, roza el piolet con el puño accidentalmente. Pero no, el pico no se cae. Mi hermano vuelve a ponerse los guantes sin prisa. Están cubiertos de nieve, helados, rígidos. A continuación levanta el piolet con la mano derecha y reanuda la marcha. Mientras anda, la cámara se le bambolea sobre el pecho. A cada paso que da, el viento
levanta parte del polvo de nieve que queda suelto bajo sus botas. Lo arrastra consigo. Ahora lo único que me importa es seguir. No me consiento distracciones. Tan sólo cuando alcanzo la brecha situada
entre las cumbres sur y principal me entran ganas de descansar y pararme a observar.
Günther se detiene cada vez con más frecuencia. Para reposar o hacer fotos. La verdad es que lleva una gran cámara –formato seis por seis– y varios carretes en color.
Tengo los ojos puestos en la última punta, la arista cimera que se alza ante mí. Por encima sólo queda el cielo. «Unos minutos», pienso, así de breve me imagino el último filo de la arista. De momento llevo escalando media hora desde que dejé el collado. ¿O quizá más? ¡Pero qué significan el tiempo y el espacio a esta altura!
Aquí ya nada vale, no rige ninguna de las leyes que conocemos. Estamos flotando a miles de metros por encima de los valles y nos sentimos a la vez tan pesados. Aquí, tan lejos de la Tierra y tan distantes de nosotros mismos.

En la cumbre
De repente es como si se extinguiera toda mi curiosidad: me encuentro arriba, sobre una última loma de neviza. ¡Es la cumbre del Nanga Parbat! Echo un vistazo a mi alrededor. No, aquí las cosas no suceden como en los cuentos. Me siento desfallecido y no hay mucho que ver. Estoy ahí y no sé muy bien por qué. Mi capacidad de percepción reacciona a cámara lenta; sufro un parón de los sentidos al límite de la lentitud.
Günther está sentado más abajo sacando fotos. Luego se va acercando poco a poco. Por fin me alcanza, ahora los dos nos hallamos en lo más alto. Se quita los guantes y extiende su mano hacia mí. Dos palmas frías se abrazan. El hecho de haber llegado juntos hasta aquí nos llena de satisfacción, a pesar del cansancio y el letargo. Sentimos una especie de alegría.
El hecho de que Günther estuviera a mi lado hace que esta hora sobre la cima sea hoy tan valiosa para mí. En mi recuerdo continúa siendo hermosa a pesar de la cotidianeidad del momento. Aún veo sus ojos, igual que entonces. No sé por qué, él también se había quitado las gafas. Ninguno de los dos pensó en la ceguera de las nieves. Como nunca antes habíamos pisado  la cumbre de un ochomil, seguimos el ritual que nos había acompañado miles de veces en otras montañas: apretón de manos, des cansar, contemplar el panorama. Me sorprendió que Günther me felicitara con una palmada en el hombro.
¿Si le dije algo? No, ya no me acuerdo. Nos sacamos fotos mutuamente, disfrutamos de la vista. Sí, teníamos que descender. Puede que permaneciéramos allí una hora. Aunque ya se había hecho tarde. ¿Quizás demasiado tarde?


Cuando nos decidimos a partir, intento ponerme mis grandes guantes noruegos. Pero el hielo los ha congelado. Están tan tiesos que ya no consigo calzarlos sobre las otras capas. Como llevo un par de reserva, dejo los dos ya inservibles, amalgama de fieltro, hielo y nieve, sobre las primeras rocas al oeste del trapecio somital. A continuación coloco algunas piedras encima. Así, sin más. De esta forma queda para la posteridad nuestra firma. Esta figura pétrea sobre la cima del Nanga Parbat es una especie de símbolo. Pero ¿de qué? Ni siquiera lo sabemos. Günther se ríe de mi ocurrencia. ¡Un hito! «¿Para qué?» está pensando realmente. La tormenta pronto lo derribará.
De Buhl tampoco queda nada aquí. Descendemos. Muy despacio. Pero antes miramos una vez hacia atrás.
Esa noche no sabía que mis manoplas se convertirían en un indicio, en la evidencia de nuestro paso por la cima. Yo sólo sabía que la gente importante quiere que todo se demuestre con pruebas. Felix y Peter encontrarían los guantes al día siguiente –puede que pensaran que era sólo un trozo de fieltro–, pero no los relacionan directamente con nosotros. Ésta es la razón por la que posteriormente hubo gente que puso en duda nuestra ascensión a la cumbre. También porque todas las fotos que hicimos arriba se perdieron. Si hoy les dijera a todas esas personas que nuestra presencia en la cima se selló con un apretón de manos, una palmada en el hombro y nuestra sonrisa, seguirían ignorando mis explicaciones y exigiendo imágenes.


Comienza el descenso
Lentamente bajamos de la cumbre. Hay un frente nuboso en el oeste y el crepúsculo tiñe el firmamento. Günther me sigue como puede. Sobre la huella del ascenso se ha depositado nieve fresca, de la ventisca. Mi hermano se queda cada vez más rezagado.
Ahora me doy cuenta de que se encuentra muy cansado. ¿Sobreesfuerzo? Pasó un día entero escalando hasta alcanzarme. ¿Le habrá afectado el mal de altura? En mi opinión, la subida por el corredor Merkl en menos de cuatro horas se hace notar. Es imposible calcular cuándo llegará a su límite.
Me detengo en la brecha que separa el hombro sur de la arista. Espero. Günther viene hacia mí y señala a la derecha con el piolet. ¿Querrá descender hacia el oeste? En un principio no entiendo su propuesta. Luego le indico con señas que no me agrada la idea. ¿Pretende que bajemos por la vertiente Diamir?
—No, no podemos – digo.
—Es más fácil por ahí –me da a entender con gestos.
—Tenemos que descender, pero por donde hemos subido
–Me esfuerzo por ocultar mi preocupación.
—Demasiado difícil –replica Günther.
—¡Pero si hemos subido por el corredor Merkl!
—Estoy hecho polvo.
—Mañana estaremos aún más cansados. Tenemos que descender un poco más antes de que se haga de noche.

—Pero no por donde hemos subido. Hay que encontrar una vía más sencilla.
No, no le digo «tienes que…»
Quizás debería haberlo formulado así.
¡Sería tan fácil ahora quedarnos sentados aquí, donde estamos! Pero Günther tampoco quiere eso. No piensa que vengan a ayudarnos mañana.
De lo contrario hubiéramos podido esperar.
Me viene a la cabeza la bengala roja. Pronto empeorará el tiempo. Eso significa que tenemos que marcharnos, y rápido. Sólo sé que es preciso bajar, sea por el camino que sea. Me pregunto dónde podremos vivaquear y dónde se nos podría ver mejor desde el corredor Merkl. Günther sigue empeñado en buscar una vía de descenso a la derecha de la arista.
—Por ahí, hacia el oeste, tampoco es fácil –intento disuadirle.
—Pero sí más fácil.
—¿Y mañana qué?
—Puede que más abajo, en la brecha de Merkl, podamos volver a atravesar hasta el corredor. Si no, tendremos que pedir una cuerda. Los otros equiparán el corredor.
Nosotros carecemos de cuerda porque partimos en solitario desde el campo V, tanto Günther como yo. Estamos en un buen aprieto.
Saco del bolsillo una arrugada fotografía en color de la vertiente Rupal que me había guardado como ayuda para orientarme. Por si las moscas. Según esta imagen es posible atravesar de la brecha al corredor Merkl. Al menos teóricamente. Así que en marcha.
En ese momento no soy consciente de la trascendencia de esta decisión. Ignorantes, descendemos, vemos en esta opción nuestra única posibilidad. Bajar por la pared de Rupal es demasiado peligroso teniendo en cuenta el estado de Günther y, además, se hará de noche en breve. La situación nos obliga a buscar una alternativa tramo a tramo. Al principio no veo otra salida. La idea es descender a la brecha situada en el extremo superior del corredor Merkl por la cara Diamir, un flanco más sencillo. No digo que haya que descartar automáticamente otras vías. Lo que sucede es que la cara oeste empieza a parecernos el camino más lógico. En ese momento no nos planteamos analizar una tercera ruta, además de que a 8.000 metros de altitud uno no puede pararse a buscar vías. El descenso por la vertiente Diamir lo decidirá todo. Ahora lo único que importa es sobrevivir. Así es como comienza nuestra odisea en el Nanga Parbat.
Drama que terminaría en tragedia, lo cual no significa que la decisión de arriesgarnos a bajar por una ruta incierta fuera insensata. Dadas las circunstancias, ésa era la única salida a nuestra situación crítica. Al menos en su momento.



Descendemos por una rampa oblicua. Despacio. Nos enfrentamos a cortos y escarpados escalones rocosos y corredores de nieve. La mayoría del tiempo trepamos a gatas, con el rostro contra la pared. Otras veces podemos desplazarnos erguidos, mirando hacia el valle. ¡Ése es nuestro destino!
Después de más de una hora, alcanzamos una comba plana cubierta de neviza al pie del rocoso diedro cimero. Vamos mal. Hemos bajado demasiado: nos encontramos bastante más hacia el oeste, por debajo de la brecha de Merkl, así que toca subir de nuevo y remontar una pendiente de nieve. Me adelanto e intento buscar en la parte superior de la brecha un lugar donde podamos vivaquear. Günther viene detrás. Avanza muy lentamente. Supone para él un esfuerzo titánico. El terreno no es muy empinado, a lo sumo como una pendiente de esquí. Sin embargo, se detiene cada dos por tres. Descansa. Luego vuelve a dar un paso. Reanuda la marcha.
Desde hace horas nos movemos en la zona de la muerte, en la frontera entre el resistir y el morir. No obstante, todavía no somos conscientes del peligro que corren nuestras vidas: estamos extenuados, deshidratados y tenemos hambre. Nos sentimos bastante angustiados, pero aún conservamos un ápice de esperanza. Lo lograremos sea como sea. Tengo claro que el tramo más complicado del descenso aún está por llegar. Independientemente del camino que elijamos. Pero ahora mi mayor preocupación es Günther. ¿Podrá resistir esta noche? ¿Al raso? ¿A esta altitud? ¿Expuesto al frío? La ayuda queda muy lejos. El suelo del valle se ve tan oscuro desde aquí arriba… Tengo la impresión de estar en otra dimensión.

Vivac
He encontrado una comba y me parece un buen lugar para vivaquear. Usando la bota izquierda a modo de pala, aparto nieve hacia un lado. Las rocas de arriba sobresalen ligeramente. Me arrodillo y peleo un rato con las correas de los crampones. Es toda una odisea intentar quitárselos con los dedos ateridos por el frío.
Al momento llega Günther. Le muestro el sitio. Hay incluso un banco de nieve para sentarse. Nos descalzamos y envolvemos nuestros pies con una manta térmica: fina lámina revestida de aluminio, pensada para atrapar la temperatura corporal. Acto seguido introducimos de nuevo los pies en los botines interiores y las carcasas. Luego nos calzamos los cubrebotas, que utilizamos como aislante, en contacto directo con el suelo. Esperamos dominados por el tedio y al mismo tiempo con la sensación de que fuera a suceder algo inesperado. El frío ya no se puede medir en grados bajo cero –¿habra -30 ºC o -40 ºC?–, es sencillamente letal. Todo el tiempo nos recordamos el uno al otro que hay que mover los dedos.
Pronto somos víctimas de la hipotermia. Temblamos de pies a cabeza. Tan sólo la mente maneja esta situación de espera. Ahora un componente irreal y fantasmagórico impregna nuestra existencia. Nos hemos cubierto también el resto del cuerpo con el material aislante y aguardamos agazapados y encorvados en el vivac. Las horas pasan. No estamos ni vivos ni muertos. Nos asedia un frío espantoso.
La baja temperatura es mortífera y viene acompañada de rachas de viento y tormenta. Permanecemos sentados uno al lado del otro, completamente aletargados. ¿Habrán pasado tres, cuatro, cinco horas? No lo sé. Es insoportable. Sin embargo, el ambiente gélido hace que el tiempo hasta medianoche transcurra más deprisa.
—Reinhold, dame la manta –suplica mi hermano.
—¿Qué manta?
—La que está ahí, en el suelo.
—Ahí no hay ninguna manta.
Günther sufre alucinaciones.
—Dame la manta –repite a la vez que hace el amago de agarrar algo. Ejecuta el mismo ritual una y otra vez. Durante horas.
—Estás loco, ahí no hay ninguna manta.
—¿Qué? –Günther vuelve a extender la mano hacia el suelo.
—Cuando todo pase, te lo explicaré todo –y añado–: ¿Aún sientes los dedos de los pies?
—No lo sé.
—Tienes que moverlos.

La temperatura es muy baja: 30 ºC bajo cero, puede que menos. A esto se suma un viento glacial. El frío nos atraviesa de arriba abajo, como un dolor imposible de localizar. Las ráfagas silban al rozar las rocas.
Oímos el revoloteo de la nieve en movimiento alrededor de las aristas y el crujido del hielo. También vemos las estrellas, que brillan con intensidad. Como desde cualquier punto del universo.
Nos acurrucamos cada vez más el uno contra el otro.
La manta térmica es tan hermética que el aire no puede atravesarla. Pero tenemos la cabeza expuesta, sólo llevamos encima nuestros gorros. Aparte de esto no disponemos de abrigo de ningún tipo.
Nos limitamos a esperar, a aguardar la llegada de la mañana. Nada más. Ya no hablamos, no hacemos planes, pensamos poco. Cuando hace tanto frío no se puede discurrir. De lo que estoy seguro es de que al morir se entra en calor. Por el contrario, aquí rondan los 40 ºC bajo cero. La cifra exacta es lo de menos. Únicamente viviremos mientras podamos movilizar reservas de energía para combatir la baja temperatura. Sí, hace una noche inhumana, de ésas en que la absoluta desesperación ofusca los sentidos. Los que no tienen ni idea de escalada han de saber que a semejante altitud, en la zona de la muerte, el frío es mucho peor que en el Cervino. Por la escasez de oxígeno. Además, el viento agrava infinitamente la situación. Tanto frío es inimaginable. Y lo terrible es que no podemos hacer nada al respecto.
Movemos los dedos sin cesar. Sin embargo, ya no los sentimos, sólo percibimos el dolor y el miedo.
De repente Günther se levanta y se va. ¿Qué le pasa? ¿Adónde quiere ir? Empieza a caminar pesadamente en círculo, quejumbroso. No es de día, pero ya hay claridad. Uno ya se puede orientar.
El estado de mi hermano me preocupa, pero él no dice nada. Por eso, hacia las seis de la mañana, me pongo a pedir socorro a grtos. Desde la brecha situada al este del vivac, puedo divisar el corredor Merkl. A mis pies cae una abrupta pared blindada de nieve. Da miedo mirar hacia el vacío. Espero que los demás me oigan y pueda comunicarme con ellos a gritos. Con cualquiera. Se me ocurre que puede haber alguien en el campo V.

Cuando regreso al vivac intento mostrarme optimista. Como si aún hubiera esperanzas. Consuelo a Günther con una serenidad que hasta a mí mismo me sorprende. Pero sé que sin ayuda no hay nada que hacer.
He vuelto a avanzar un poco más en dirección al corredor. Estoy a unos cincuenta metros de nuestro campamento y me asomo al precipicio. Reconozco una línea cien metros más abajo: nuestra huella del día anterior. Es imposible o al menos muy difícil llegar hasta ahí desde mi posición. No, sin cuerda es impensable. La nieve suelta se adhiere a la superficie de las rocas descompuestas, y el terreno que hay bajo mis pies cae en vertical. Este paso es demasiado arriesgado para Günther teniendo en cuenta su estado.
También para mí. Me aferro a la roca con una mano, miro hacia abajo y grito. Pido auxilio en intervalos de varios minutos. No obtengo respuesta. Sólo se oye el viento y el silencio. Estoy afónico, al borde de la asfixia, y se apodera de mí una sensación de impotencia. Siento cómo se desvanecen la poca energía y la esperanza que me quedan.
Sin embargo, no puedo dejar que Günther lo note. Sufre alucinaciones. Sus movimientos son aún más lentos que los míos y se comporta de un modo irracional. Necesita parar a descansar a cada momento. En una mezcla de curiosidad y horror, descubro cómo mi yo se divide. Entre la existencia y la voluntad de continuar surge de repente la sensación de que la cordura me traiciona.
Nuestro estado era el de unos pacientes bajo el efecto de narcóticos. La literatura del Himalaya está repleta de relatos  de casos de comportamiento extraño atribuido a la falta de oxígeno y al agotamiento. Sin embargo, ya era demasiado tarde para actuar al respecto. La única redención se encontraba abajo.


No hay salvación
Vuelvo a asomarme al vacío desde el promontorio. Avanzo un poco más, me sujeto a la roca con una mano y grito hacia el corredor Merkl.
—¡Auxilio! ¡Necesitamos una cuerda!
Pido socorro durante dos horas, interrumpidas por algunas pausas. Una y otra vez. En vano. Ni rastro de gente. Dejo de gritar y vuelvo con Günther.
—Tienen que haberme oído –digo.
—¿Con este viento? –responde mi hermano
No hablamos mucho más. Regreso otra vez al lugar desde el que se divisa la vertiente Rupal. ¡De repente veo a alguien! Abajo, en el corredor Merkl, distingo dos pequeñas siluetas. Es obvio que se van acercando, están subiendo. Me creo que nos están buscando, así que continúo pidiendo auxilio. Pero nadie contesta. Sí, las dos mínimas figuras siguen avanzando. No cabe duda.
—¡Socorro! –grito de nuevo.
Convencido de que escalan con el único fin de rescatarnos,
regreso al vivac.
—¡Günther, que vienen! –exclamo.
—¿Dónde?
—Por la mitad del corredor Merkl.
—¿Quiénes?
—No lo sé.
—¿Cuántos?
—Dos.
—¡Por fin!
Günther vuelve a ponerse en pie, con torpeza, inquieto, tambaleándose.
De nuevo en el mirador, puedo reconocer a los dos escaladores. Son Felix y Peter. Avanzan asegurándose mutuamente. Peter se enfrenta a la última sección rocosa del corredor Merkl y deja que la cuerda deslice por su piolet. Felix encabeza la cordada. Lo identifico por la forma de moverse.
—¡Hola! –exclamo y añado–: ¡Una cuerda!
Felix se queda parado y alza la vista hacia mí. Tienen que haber oído nuestros gritos de socorro. De lo contrario no hubieran llegado hasta aquí, creo yo. Aún convencido de que los dos han venido por nosotros, les indico con señas que queremos descender.
—¿Llegasteis a la cumbre? – son las únicas palabras de Felix que logro entender con claridad. La comunicación se hace difícil por culpa de las ráfagas.
—Sí –voceo.
Hacemos un intento de hablar a voces. Pero no entiendo todo.
Hace mucho viento aquí en la brecha.
Felix continúa escalando, precisamente por nuestras huellas del día anterior, que son fáciles de reconocer desde aquí. Avanza en dirección a la brecha en la que le estoy esperando.
Consigue aproximarse un poco más. ¡Y cuánto me alegro! No obstante, aún nos separa una distancia de ochenta a cien metros. ¿Qué hago? Yo no puedo ir a su encuentro y hacerme con la cuerda que lleva. Sobre la estrecha vira que soporta mi peso, con los dedos entumecidos anudo algunos trozos de cordino que tengo sueltos en el bolsillo. Juntos llegan a medir entre cinco y seis metros. ¡Es muy poco!
El cordino, pensado para casos de emergencia, no alcanza ni con mucho para atarlo a la cuerda de Felix y poder tirar así de ésta hacia mí. Entonces ¿cómo voy a asegurarle en los últimos metros? El tramo final de pared previo a la brecha parece complicadísimo. Es vertical. Desde mi posición da la impresión de ser impracticable. Pero un pasaje suele mostrarse más fácil desde abajo que desde arriba, así que espero hasta ver la reacción de Felix.
De repente, éste comienza a atravesar a la derecha, como si hubiera cambiado de opinión. ¿Será el escalón demasiado escarpado?
Es en este instante cuando me doy cuenta de que Felix se dirige a la cima. No, no había contado con eso. Me deja de piedra. ¿Qué vamos a hacer sin cuerda? Enseguida me queda claro que he de cambiar la estrategia. «¡Hola!» vuelvo a gritar al momento.
Felix me oye y se detiene. Levanta la vista para mirarme, reptiendo el gesto varias veces. Me pregunto cómo podría convencerlo de que viniera hasta mí. ¿O a lo mejor está buscando un desvío escalable para llegar aquí? ¡Ojalá pudiéramos comunicarnos mejor! «También podéis ir a la cumbre por aquí», intento explicarle.
Es el camino directo, que bordea por la izquierda el hombro sur, por donde hemos bajado. Al poco vuelvo a insistir: «Por aquí se llega antes.» Parece que Felix lo ha captado. No obstante, continúa avanzando.
Es evidente que Felix Kuen entendió mis indicaciones de forma muy distinta de como yo pensaba. Posteriormente se constataría que hubo un malentendido. Sí que se dirigió a la cumbre contorneando el hombro sur por la izquierda, una ruta aún más directa, pero no pasó por la brecha en la que yo me encontraba.


¡Todo ha sido en balde! Ni pidiéndole que escalaran hacia nosotros ni describiéndole una variante más rápida para atacar la cumbre hemos tenido acceso a la cuerda de Felix y Peter. Sólo la habríamos necesitado para el descenso en dirección al corredor Merkl. Únicamente tendríamos que haber rapelado una vez. Pienso que Felix y Peter podrían haber seguido perfectamente hacia la cumbre desde nuestro emplazamiento. Estamos atrapados en una situación desesperada. Intento buscar argumentos para no perder la calma.
No sólo nos separaba una distancia física considerable, sino que, además, ninguno de nosotros se encontraba en plena posesión de sus facultades. Por tanto, los intentos de comunicación fracasaron.
Kuen se referiría con estas palabras a lo que sucedió: «Veía a alguien que estaba a más altura. Se asomaba de vez en cuando por la arista situada entre la brecha de Merkl y la cima sur; hacía señas, parecía que estaba gritando algo. Yo no entendía nada, el viento bufaba con tal intensidad sobre la arista que me fue imposible, o quizás era el latido intenso de la sangre en mis oídos.»
Ahora estoy convencido de que Felix y Peter obedecen órdenes. Sin embargo, también tienen que ver que Günther y yo nos encontramos en un callejón sin salida.» ¿Todo bien?» es lo único que Felix entendió de todo lo que yo dije. Sin cuerda estamos perdidos. No, aun así, saldremos de ésta.
Kuen narraría posteriormente lo sucedido: «Cuando avancé hasta quedar a unos cien metros de ese alguien, logré reconocerle.
¡Se trataba de Reinhold Messner! Me detuve. Mientras tanto, Peter Scholz, mi segundo de cordada, andaba otra vez ocupado con sus crampones.»
Contesto afirmativamente cuando nos grita un «¿estáis bien?». «Sí, todo bien, Felix», respondo para no levantar preocupaciones.

A la pregunta de si nos encontramos bien sólo puede seguir una respuesta de ese tipo. En la zona de la muerte el concepto de salud es relativo.
Kuen: «Había llegado al borde del desfallecimiento, pero no quería rendirme ante la cumbre. Por eso tomé una pastilla de pervtina, que pronto me hizo recuperar las fuerzas.»
Sí, sí, estábamos bien. Llevaba tres horas pidiendo auxilio porque necesitábamos una cuerda.
Aparte de esto, ningún problema. Puede que dejara caer un «por lo demás». «Por lo demás, todo bien». Ya no me acuerdo con exactitud. Sea como fuere, ésa era mi intención.
Estaba tan convencido de que los dos habían venido exclusivamente en nuestra búsqueda, que sólo pensaba en cómo podría asegurarles en el tramo de ascenso hasta donde yo estaba. En nada más. Eso explica el cordino y mi «todo bien». Pero el terreno era demasiado escarpado. Entonces me di cuenta de que los dos querían ir hasta la cumbre. Igual que nosotros el día anterior.
¿Cómo vamos a descender ahora? La confusión me paraliza. Sé que Felix y Peter sólo nos podrán ayudar
cuando desciendan.
«No, no», me digo a mí mismo, «este trozo de pared es inexpugnable desde abajo». Desde aquí no se aprecia con claridad; si no, Felix y Peter hubieran dado el rodeo hasta aquí. El tramo es muy arriesgado. Demasiado. Incluso para buenos escaladores como ellos. No, no puede ser. De lo contrario estaríamos todos perdidos. Los cuatro.
Kuen: «Hubiera sido imposible salvar la distancia que nos separaba. Desde mi posición, la arista se presentaba acornisada. A una cota de 7.900 metros un largo así es sinónimo de suicidio. Quien se despeña a ese nivel sólo puede aspirar a una caída libre de miles de metros.»
Felix prosigue. Al principio lo asimilo. Pienso que no me ha oído bien. O puede que esté aturdido por la altitud. Peter parece totalmente indiferente a todo.
Cuando Felix mira hacia mí por última vez, vuelvo a gritar y señalo con la mano el oeste, la vertiente Diamir. Los dos expedicionarios ascienden por nuestra huella. Se van asegurando mutuamente. Felix va el primero, Peter le sigue. No abandonarán nuestra línea de ascensión hasta más arriba. Recojo el cordino y los guantes y los guardo en el bolsillo del pantalón. Regreso a la brecha desesperado.
¿Qué le digo a Günther? Felix marcha a la cima, acompañado de Peter. No me han oído. Claro, con esta altitud, este viento y a cien metros de distancia, no es nada raro que se produzcan malentendidos. Pero ¿qué hacemos ahora? ¿Qué?
Posteriormente Felix me contaría que siguió hasta la cumbre aliviado, libre de preocupación, porque estaba convencido de que nosotros estábamos bien. Holló la cumbre del Nanga Parbat a las cuatro de la mañana. Peter llegaría después. A las seis de la tarde volvieron a descender. Vivaquearon a 8.000 metros de altitud, bajo la cumbre sur, y a la mañana siguiente bajaron por el corredor Merkl hasta el campo V, continuando después hasta el IV. Eso significa que tampoco habrían pasado a buscar nos de haber permanecido en la brecha. Evidentemente en el campo IV les preguntaron por nosotros. El resto de los compañeros no entendía dónde nos habíamos quedado. Pero cómo iba a intuir Karl dónde andábamos. Si ni siquiera Felix lo sabía. No, éste no había comprendido que, después de nuestra infructuosa conversación, sólo nos quedó una salida: el descenso por la vertiente Diamir.


En el campo base reina el desconcierto. Y es que se conoce muy poco de la zona de cumbre. Tampoco tienen idea de si estamos vivos. La escasa información de que dispone Herrligkoffer no basta para poder anticipar nuestra ruta de regreso.
Herrligkoffer: «De madrugada Günther Messner y Gerd Baur se disponen a preparar el cordino para el equipamiento de la vía. Este revuelto de cuerdas acaba con la paciencia de Günther; éste arroja las gazas al suelo y comienza a escalar tras los pasos de su hermano. Gerd Baur se queda en el campo V. Posteriormente nos enteramos de que el dolor de garganta le había obligado a permanecer todo el día recostado en la tienda.»
Gerhard Baur ya ha descendido al campo IV. Desde allí, enseguida informa por radio al campo base.
Cuando a los dos días, el 29 de junio, Felix Kuen y Peter Scholz regresan al campo IV, los demás reciben la confirmación de que los Messner han emprendido el descenso por la vertiente Diamir. Pero la ruta exacta y el porqué siguen siendo un misterio.
Mientras tanto, mi hermano y yo avanzamos por terreno desconocido, abandonados a la suerte y a la desesperación. Desde hace una eternidad. ¿A quién se supone que tendríamos que haber esperado allí arriba? En la brecha de Merkl sólo hubiéramos recibido la visita de la muerte.
Por eso no nos quedó otro remedio que descender por la cara opuesta de la montaña.
Herrligkoffer escucha atento el relato detallado de la ascensión por boca de la segunda cordada de cumbre. Quiere saber por qué Felix no subió hasta la brecha de Merkl.
Kuen: «Continuamos subiendo y salimos airosos del tramo de escalada en roca. De repente comprobamos que la parte superior del corredor Merkl era impracticable. La roca presentaba una caída prácticamente vertical, sobre todo en el lado izquierdo. Además, estaba rematado por una cornisa. Ante este panorama decidimos atravesar a la derecha; superamos un flanco nevado y nos fuimos aproximando a la salida de la pared, a través de campos de nieve muy empinados pero llevaderos, entre 100 y 150 metros por debajo de la arista.»

Una vez que estuvieran arriba, Kuen y Scholz no nos hubieran podido ver de todos modos. Nuestro vivac se encontraba para ellos en un ángulo muerto.
Kuen: «Desde la arista miramos hacia el flanco próximo a la brecha de Merkl, aguzamos el oído, pero no vimos nada ni tampoco oímos voces. Cuando Reinhold se despidió de nosotros desde arriba, los dos hermanos desaparecieron.»
Seguro que Kuen y Scholz están preocupados. Pero ¿qué pueden hacer? Únicamente bajar, destrepar al campo V por la brecha de Merkl ya equipada y dar parte.
Kuen: «Se cernían sombras grises sobre el campo de nieve. Automáticamente pensé en la rápida ascensión de ambos, el vivac sin material, el descenso por una ruta incierta y sin cuerda, la falta de alimentos y el debilitamiento físico».

- NANGA PARBAT (REINHOLD MESSNER) PELÍCULA COMPLETA

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