Montañas,
Diosas y Brujas Vascas
El
sacerdote y etnógrafo José Miguel de Barandiarán describió
a Mari, divinidad femenina de la antigua religión vasca, como “genio
de las montañas”. En su carácter de diosa telúrica, Mari mora en
determinadas montañas - no en cualquier elevación del paisaje - y
se traslada en forma temporal de una a la otra, surcando el
firmamento como sierpe, hoz o medialuna de fuego. El anclaje de la
diosa Mari con la orografía vasca se hace evidente en las distintas
advocaciones con las que se alude a ella: Mari de Aralar, la Dama del
Amboto, la Santa de la Cueva, la Señorita de Lizárraga, la Señora
de Muno.
Uno
de los picos montañosos del macizo de Aizkorri, denominado Aketegui,
tienen una cueva considerada morada temporaria de Mari. Mientras
admiraba el efecto “humeante” de las nubes que se arremolinaban
en torno al Aketegui, una anciana pastora local no dudó en afirmar
que “la dama había
regresado a su cocina”.
La
leyenda vasca sobre el caballero Diego López de Haro sintetiza la
raíz precristiana de la creencia en Mari, la diosa de la montaña.
Refiere que Don Diego desposó a una dama con pies de cabra y tuvo
con ella dos hijos. Un buen día, estando la familia sentada a la
mesa, el cristiano se santiguó y su mujer reaccionó tomando en
brazos a la hija de ambos y huyendo por la ventana hacia la montaña.
Sin embargo, cuando años después el hijo varón fue a la montaña a
buscar ayuda de su madre, Mari le entregó un caballo volador con el
que logró rescatar a Don Diego, que había caído cautivo de los
moros.
Los
vascos conceden gran importancia al rol de la mujer en la sociedad,
siendo que tradicionalmente era ella la que llevaba a cabo las tareas
más importantes en el seno del hogar, durante las frecuentes
ausencias del marido pastor o pescador. La señora de la casa o
etxekoandre,
encargada del cuidado del fuego del hogar, representa simbólicamente
a la diosa Mari, en la vivienda concebida como reflejo cultural de la
cueva. Las casas vascas suelen estar protegidas por flores de
Eguzkilore, símbolos del sol y amuletos contra las brujas, colocados
en los dinteles de puertas y ventanas.
Mari
como hechicera
Mari
aparece en la mitología vasca como “hechicera o maga de los
cuatro reinos”, asociándose a rasgos del paisaje montañoso
(cuevas, oquedades, cumbres puntiagudas que utiliza como morada o
cocina), a determinados árboles sagrados, a ciertos animales
simbólicos (toro, macho cabrío) y a oráculos, maleficios y
rituales que la vinculan con el mundo humano.
Mari
puede ser caracterizada también como “hechicera de los cuatro
elementos”. Ella reside en el seno del elemento tierra; regula las
lluvias y la fertilidad asociada con el elemento agua. Anima a los
elementos aire y fuego al dominar la actividad eléctrica de la
atmósfera surcando los cielos envuelta en llamas o convocando
tempestades desde su carro de nubes tirado por caballos. En este
sentido se asemeja a los dioses celestes masculinos del panteón
indoario (Zeus, Thor) e incluso al felino Qoa andino.
La
mitología no escatima indicios relativos a la brujería a la hora de
proponer un origen histórico para Mari. La leyenda del caballero
Diego López de Haro subraya la rápida huída de “la dama” a la
montaña, al persignarse su marido ante la mesa familiar. Otra
versión acerca del origen de Mari la vincula a la figura histórica
de una mujer sabia en artes curanderiles quien en tiempos de la
inquisición se negaba rotundamente a convertirse a la religión
católica, por lo que fue “atada al carro de caballos para
obligarla a ingresar a la iglesia”. Mi colega agregó: “Entonces
se formó una bola de fuego y la mujer se transformó en la famosa
dama de las montañas vascas”. El relato parece encubrir elementos
que apuntarían a un proceso inquisitorial, en el que la mujer
acusada de brujería habría sido arrastrada por un carro de
caballos; forzada quizás a entrar a una iglesia y eventualmente
quemada en la hoguera.
Sin
embargo, las mujeres vascas que viven en la montaña son reticentes a
aceptar la caracterización de Mari como una “bruja”. Cuando
pregunté al respecto a una reconocida alpinista que vive en los
altos de Urkisu, mi interlocutora aclaró: “Mari es una dama, no
una bruja”.
Mari
como sirena
Mari
suele peinar sus dorados cabellos al sol, sentada junto a la
puerta de su cueva; o bien junto al fuego de la cocina. A veces
utiliza un peine de oro para su tarea. Es frecuente que mientras se
peina atraiga a los hombres como una sirena y que los desprevenidos
que se le acercan sean devorados por la cueva donde mora.
En
las distintas versiones de la mitología de Mari, al elemento ígneo
- representado por el sol, el fuego del hogar, el peine de oro y el
color de su falda y sus cabellos - se contrapone un elemento lunar
corporizado en el espejo de plata que sostiene en su otra mano. En
efecto, se dice que Mari vive de la negación de lo que es y de la
negación de lo que no es, abordando de este modo las tensiones en
la realidad circundante a fin de equilibrar los opuestos.
Existen
en los Andes leyendas folclóricas sobre lagunas de altura en cuyas
orillas los pobladores locales afirman haber visto a una mujer
peinándose sus largos cabellos. El tema habitual es que ante la
aparición de la mujer que se peina - a la que se denomina “sirena”
o “sereno” - el infortunado testigo resulta “tragado por la
laguna”. Puesto que la sensualidad femenina volcada en el peinado
del cabello no es una característica habitual en el mundo andino
(donde por el contrario, los cabellos son cuidadosamente trenzados a
fin de evitar que su pérdida demore al alma en el tránsito al más
allá), cabe contemplar la posibilidad de que se trate de una
adaptación andina de la imagen mitológica de la diosa vasca de la
montaña, traída a América durante la conquista y colonización
españolas.
El
monte Txindoki: morada temporal de Mari
El
monte Txindoki (1341 m) es un pico esbelto y abrupto al que por sus
características orográficas se lo conoce como “el Cerviño
vasco”. Forma parte del macizo de Aralar, región en la que la
utilización ritual de cumbres se remonta por lo menos hasta la época
romana. En efecto, en el distante monte Toloña, los romanos
construyeron en la cima un “ara” a Tulunius.
El
nombre actual de la montaña, Txindoki, está tomado de una “chabola”
de pastores localizada en las praderas de altura debajo de las
aristas rocosas que conducen a la cima. Su nombre original en
euskera, el que aparece en las leyendas antiguas, es Larrun Arri, que
se traduce como “piedra pelada”. Es interesante señalar que en
otras provincias del país vasco existen montañas consideradas
sagradas
que tienen la palabra “larruhn” como parte de sus nombres
tradicionales. Tal es el caso del monte Larruhn, en el límite entre
Francia y España, el cual se conoce legendariamente como lugar de
reunión de brujas.
Tuve
oportunidad de ascender a la cima del monte Txindoki acompañada de
Juantxo Agirre Mauleon, un arqueólogo vasco que ha excavado
numerosos sitios arqueológicos en las montañas de menor elevación
que rodean a este prominente pico. El ascenso al Txindoki insume
aproximadamente dos horas, siguiendo un sendero bien acondicionado
por las faldas de la montaña y ascendiendo en roca por una empinada
ladera que conduce a la cima, siendo que las restantes aristas
resultan impracticables sin medios técnicos de escalada.
A
diferencia del vecino monte Ernio, el Txindoki carece de cruces u
otros elementos característicos de la romería vasca que hayan sido
colocados por devoción en la cima. Según mi colega ha podido
apreciar, a lo largo de los años se han sucedido diferentes modas
culturales afectando la utilización de las cumbres montañosas del
país vasco: hacia 1970 se estilaba colocar cruces en las cimas pero
hacia 1990, por el contrario, las mismas eran echadas abajo en
estrategias de limpieza orientadas a devolver
a las montañas su apariencia natural. Era frecuente hacia el año
2000 el transporte y colocación de banderas tibetanas en las cimas,
introducidas por los escaladores vascos tras sus expediciones al
Himalayas. En el presente, un problema aún no resuelto es el de la
frecuencia creciente con que los deudos eligen arrojar las cenizas de
los difuntos desde las cimas de los montes, tras su cremación.
La
ausencia de parafernalia cristiana en la cima del monte Txindoki
puede vincularse también a que esta montaña, al igual que otros
picos rocosos prominentes de la geografía vasca, es considerada una
de las moradas temporarias de Mari, la diosa telúrica de las
montañas. Como ya se ha dicho, la morada principal de Mari se
encuentra en las alturas del pico conocido como Amboto, en la región
de Aizkorri. En tanto que en la región de Aralar, Mari mora
temporariamente en una cueva cercana a la cima de Txindoki, y se
traslada – bajo la forma de una bola de fuego o estrella fugaz - al
vecino monte Murrumendi, en cuya cima se yerguen las ruinas de un
antiguo poblado de la Edad del Hierro. Es por ello que en esta parte
de Euskadi se conoce a Mari como “la dama de Murrumendi”, en vez
de por su advocación más corriente, “la dama del Amboto”.
Existen
entidades mitológicas supeditadas jerárquicamente a Mari,
tales como Maju - una figura masculina que la visita los días Viernes
en su cueva – y Zugaar – una culebra masculina poseedora de un
ceñidor mágico con el que preña a las princesas –. Dicha
serpiente mitológica suele ser caracterizada como un “culebro de
fuego. Los hijos de la diosa, Atarrabi y Mikelats, ayudan a Mari a
desatar feroces tempestades de piedra y granizo.
Aker,
el macho cabrío, es el contraparte masculino de la diosa vasca de la
montaña. El macho cabrío fertiliza a las sacerdotisas de la diosa
Mari en encuentros ceremoniales de carácter sexual acompañados de
danzas frenéticas, que se llevan a cabo en cuevas - como la de
Zugarramurdi - o en un campo abierto denominado “aquelarre” o
“dantzaleku”.
Es bien sabida la interpretación que dichas ceremonias paganas
tuvieron en tiempos de la Inquisición, cuando la figura del macho
cabrío pasó
a identificarse con el diablo y la de las sacerdotisas
paganas con las brujas. Sin embargo, pese a la condena de la iglesia,
las danzas propiciatorias de la fertilidad subsistieron en el país
vasco a lo largo de los siglos, bajo la apariencia de celebraciones
de fin de semana, que más recientemente han sido desplazadas por las
consabidas ascensiones dominicales a las montañas dotadas de
ermitas.
Las
lamias
son entidades mitológicas femeninas
que forman parte de la cohorte de sirvientas de Mari. El imaginario
vasco las confunde a veces con ninfas o brujas, si bien se distinguen
por la peculiaridad de poseer extremidades de animales y habitar en
oquedades húmedas, pozas de agua y grutas. En algunos casos, al
igual que las sirenas, llegan a raptar a los hombres que se enamoran
de
ellas.
El relato popular las define como “mujeres pato” que habitan en
arroyos del bosque y que son capaces de embrujar a los hombres como
sirenas.
Las
brujas vascas o sorgiña
también se encuentran al servicio de
Mari, como hechiceras especializadas en conjuros, adivinación,
sortilegios y el uso de hierbas con propiedades curativas. Pueden
transformarse en animales, mostrando predilección por la figura de
los gatos. En algunas circunstancias, llegan a raptar y comerse
niños. Contra el maleficio de la brujería existen talismanes y
amuletos tales como las “higas”, pequeñas piedras talladas con
forma de puño o mano cerrada, habitualmente con un dedo parado. Las
flores de Eguzkilore con su apariencia de girasoles peludos, ofrecen
protección contra el acceso de las brujas a la vivienda, al ser
colgadas de los dinteles de puertas y ventanas, tal como se observa
en casas y refugios de montaña en distintos rincones del país
vasco. La lógica popular sostiene que las brujas no pueden ingresar
a una morada sin contar previamente cada pétalo y pelo de la flor,
lo cual insume mucho tiempo y las expone a ser sorprendidas por el
amanecer. Por ese motivo, un mechón de lana de oveja es capaz de
cumplir la misma función ritual de protección. Es interesante
advertir que en el mundo vasco las brujas maléficas son siempre
femeninas; en tanto que los brujos masculinos suelen ser percibidos
como benéficos por sus aptitudes como curanderos.
La
toponimia hace eco del vínculo mitológico entre la brujería y el
megalitismo ibérico, como en el caso del famoso dolmen de
Sorginetxe, cuyo nombre en euskera significa “casa de la hechicera
o casa de la bruja”. Las llamadas “piedras caballeras” o
también piedras movedizas, sabrían sido colocadas en su precario
equilibrio por obra de los brujos.
La
presencia de dragones mitológicos en las montañas vascas ha sido
atribuida a influencias jacobeas. Ciertamente, las leyendas de
dragones en cuevas montañosas abundan en el folclore rural del
macizo alpino. El monstruo subterráneo más frecuente en la
mitología vasca es Iraunsuge, una serpiente draconiforme. El monte
Udalaitz es uno de los rasgos geográficos de la región del macizo
de Aralar vinculado más directamente con el dragón, tratándose
además de una montaña que es reconocida como morada de Mari.
La
ermita en la cima de San Miguel de Aralar es desde el Medioevo un
lugar al que los devotos peregrinan por motivos vinculados a la
reproducción, tales como la fertilidad de las mujeres que desean ser
madres o la curación de enfermedades venéreas en los hombres.
Cuenta una leyenda vasca que en la sierra de Aralar moraba un dragón
al que periódicamente se le ofrendaba una doncella en sacrificio.
El caballero cristiano Teodosio de Goñi, quien se encontraba en la montaña purgando una condena a raíz de haber asesinado por error a sus padres, decidió tomar el lugar de la víctima. Cuando el dragón intentó comerlo y tragó las cadenas que lo ataban, fue derrotado por intervención de San Miguel arcángel, quedando Teodosio finalmente liberado de su condena.
El caballero cristiano Teodosio de Goñi, quien se encontraba en la montaña purgando una condena a raíz de haber asesinado por error a sus padres, decidió tomar el lugar de la víctima. Cuando el dragón intentó comerlo y tragó las cadenas que lo ataban, fue derrotado por intervención de San Miguel arcángel, quedando Teodosio finalmente liberado de su condena.
La
toponimia y la mitología vasca realzan el vínculo entre montañas y
dragones. En el caso del topónimo “Mondragon”, la leyenda
refiere que los moradores del valle lograron vencer al monstruo
reemplazando la doncella sacrificial por una muñeca de cera con una
afilada lanza en su interior. Los autores refieren también que en
otras regiones del país vasco es la propia doncella, armada
solamente con un pequeño huevo, la que logra vencer al dragón. Es
posible que las leyendas de dragones y sacrificios de doncellas
encubran prácticas de ofrendas
humanas en las montañas vascas en el marco de antiguas ceremonias
orientadas a la propiciación de la fertilidad.
La
construcción simbólica y mitológica de la montaña en el mundo
vasco se encuentra atravesada por el papel histórico que los picos
inexpugnables y las cuevas inhallables han cumplido en el
ocultamiento y refugio de quienes sufrieran persecuciones. Desde los
vascones que resistieron las invasiones romanas, pasando por las
brujas del siglo XVII hasta las víctimas de persecución política
en el siglo XX (¿?). Las “brujas”
que se ocultaban en cuevas en la montaña en tiempos de la
Inquisición han inspirado la figura de Mari, “la dama” de la
mitología vasca, cuya morada se encuentra en los picos más abruptos
y elevados de Euskadi,
tales como los montes Amboto, Txindoki, Oiz, Udalaitz y
Murrumendi.
En
la creencia popular vasca, Mari encabeza a una cohorte de lamias
ondinas y sorginas
hechiceras. Suele aparecer en el imaginario como una mujer
joven y sensual que peina su dorada cabellera en la boca de la cueva
en la montaña, o junto al fuego del hogar. Es interesante señalar
su semejanza con los
“sirenos” de las montañas sudamericanas, a quienes el folclore
andino caracteriza como mujeres
jóvenes que peinan sus cabellos al borde de una laguna encantada.
Los
monumentos megalíticos emplazados en las cimas redondeadas de
montañas de menor altura son atribuidos en su origen mitológico a
“gentiles” de gigantesco tamaño y deforme apariencia, custodios
de cuantiosos tesoros materiales y del conocimiento de la agricultura
y la herrería, eventualmente transmitido a los cristianos gracias a
la audacia e inteligencia del héroe cultural Martinico. La
existencia de tesoros ocultos en las cumbres es aludida en la
toponimia y en el folclore del país vasco, donde proliferan las
leyendas de “pellejos” y “odres”, con sus familiares ecos en
las leyendas de “cogotes” características de las montañas
andinas. Los gentiles del mundo vasco,
entre ellos el mítico “Sansorri”, son capaces de modificar la
topografía con sus “hondazos”; atribución que en el mundo
andino se otorga al “rey Inga” o “Incarri”.
Numerosas
montañas en la región del Levante Ibérico han devenido en centros
de peregrinaje, convirtiéndose asimismo en emplazamiento de ermitas
características del catolicismo popular vasco, como en el caso de
los montes Ernio y Uzturre. Los ritos de purificación y sanación
que los devotos protagonizan durante las romerías acarrean ecos de
las prácticas purificatorias medievales.
Ocasionalmente
asoman en las leyendas vascas las figuras de dragones y “culebros”
a las que la mitología vincula con la temática de la fertilidad y
el sacrificio de doncellas.
La
mitología vasca fue introducida en América durante la conquista y
colonización; por el accionar de los misioneros y con el aporte de
la inmigración. El folclore americano se ha nutrido de este sistema
de creencias, generando figuras y relatos sincréticos que se
encuentran ampliamente extendidos y arraigados en el mundo andino. De
allí la importancia de considerar a la mitología vasca en el
contexto de los estudios antropológicos en torno a las montañas
sagradas de Latinoamérica.
- MONTAÑAS SAGRADAS EN EL PAIS VASCO Y SU MITOLOGIA ( capítulo 1)
No hay comentarios :
Publicar un comentario