CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

domingo, 5 de enero de 2014

- PRIMERA PARTE: DOCTRINA - LA RAZA Y LA MONTAÑA (MEDITACIONES DE LAS CUMBRES)




- PRIMERA PARTE: DOCTRINA  (Capítulo 10):
- LA RAZA Y LA MONTAÑA (1942)
(MEDITACIONES DE LAS CUMBRES) Julius Evola


Según el principio predominante en la doctrina de la raza, las cualidades de esta son esencialmente las procedentes de la virtualidad hereditaria. El ambiente tiene su valor y su importancia, que no es determinante, porque por sí solo no puede dar lugar a modificaciones permanentes de una nueva herencia. Sin embargo, el ambiente tiene una especial importancia, dondequiera se encuentran los tipos que, a causa de precedentes cruzados, contengan en sí virtualidades hereditarias diversas. En tal caso el ambiente puede actuar en el sentido de propiciar el desarrollo de algunas de estas posibilidades en contra de las demás que se hallan presentes, y que se encuentran solas en estado de latencia. Partiendo de tal base el ambiente es un factor que debe considerarse atentamente doquiera que se plantee el problema de las selecciones internas. Un ambiente determinado puede poner a prueba la múltiple variedad de las disposiciones internas heredadas, puede medir su fuerza, puede propiciar una discriminación e incluso extirpar y estabilizar un tipo predominante, cuando sean presentes durante un período suficientemente largo las mismas condiciones.

Walter Bonatti
Sirvan estas alusiones como premisa general para algunas consideraciones que queremos desarrollar acerca del significado que tiene la experiencia de la montaña para una concepción activa de la raza, es decir, porqué conceptos se entiende dar un resalte cada vez mayor, entre nuestras gentes, a las cualidades y a las dotes del tipo superior, ario-romano.

Hemos dicho “experiencia de la montaña” y no simplemente “montaña” porque queremos referirnos a los pueblos que habitan las zonas alpinas. Aquí queremos hablar del efecto de la experiencia y de la costumbre de la montaña, y para los cuales los montes representan una ocasión para reaccionar contra el ritmo gris de una vida aburguesada.

No es nuestra intención hablar, por lo tanto, de los efectos fisiológicos y biológicos de la práctica de la montaña, de su aspecto benéfico y reintegrador conocido por todo el mundo. Es, más bien, del aspecto de la selección interna y de la formación del carácter sobre lo que queremos llamar la atención.

Emilio Comici
En primer lugar, quienquiera que se adhiera a la opinión preponderante, según la cual la cepa primordial de la raza aria dominadora se habría diferenciado y afirmado en las vicisitudines y en el ambiente particularmente áspero de los finales de la edad glacial, podrá también reconocer que aquél es un ambiente natural, el cual, como pocos más, puede hoy potenciar el reflorecimiento de una forma interior análoga; es decir, específicamente, el ambiente montañés, sobre todo como mundo de los grandes glaciares y de las cumbres más excelsas. De hecho, en tal caso, el proceso de evocación de una herencia primordial puede desarrollarse en condiciones privilegiadas, esto es, sin imponer como premisa la inclinación orgánica a quien, desde milenios de vida transcurrida en lugar diferente de aquél de donde procedían sus progenitores, quisiera extraer algo positivo de una experiencia prolongada desde las zonas árticas.

En segundo lugar, y por su naturaleza primordial, por su “elementalidad”, por su alejamiento de todo lo que es el pequeño mundo de los pensamientos y de los sentimientos de hombre moderno domesticado y racionalizado, la montaña invita también espiritualmente a un retorno a los orígenes, a un recogimiento, a la realización en sí mismo de algo que refleja simplicidad, la grandeza, la fuerza pura y la intangibilidad del mundo de las cumbres heladas y luminosas. Que casi todas antiguas tradiciones habían conocido el simbolismo de la montaña, concibiendo las alturas montañosas como la sede, ya de fuerzas divinas y olímpicas, ya de héroes y de hombres transfigurados, esor es una confirmación del poder evocativo ahora atribuído a la montaña.

Rabadá y Navarro
Por otra parte es preciso insistir sobre el siguiente punto: hablar del retorno a los orígenes, reconstruir tipos humanos, formas de civilidad o estilo de los tiempos remotos será siempre un puro intelectualístico y asunto, más o menos, de encontrar en un museo, hasta que no se una, de alguna manera, a un sentido directo de aquél que, generalmente, es primordial. Y a esto sólo la naturaleza puede servir de ayuda: la naturaleza, precisamente, en estos aspectos, en los que ella no deja lugar a lo “bello”, a lo romántico y a lo “pintoresco”, donde ella deja hablar al hombre, donde ella se sustenta sólo de grandeza y de fuerza pura. Por nuestra cuenta, no tememos pues afirmar, que el que haya “conquistado” la montaña, es decir, que haya sabido adecuarse a sus significados fundamentales, tiene ya una clave para comprender el espíritu de los orígenes y, después, al mismo tiempo comprender aquel de la ario-romanidad en todo lo que ésta tiene de severo, de puro, de monumental, una clave que vanamente se buscaría por los caminos de la simple cultura y de la erudición.

Y ahora pasamos a algunos elementos de estilo. Todos los que hacen montañismo en serio, que escatan, que superan crestas, paredes, salientes, canales helados y cornisas, hacen propia una especie de modo de ser común, los rasgos principales que nos recuerdan a los más característicos del hombre de raza ario-romana y ario-nórdica, mientras que se oponen a los propios de un comportamiento de cierto tipo “mediterraneo”. Ahora bien, en eso nos inclinamos precisamente a ver el efecto de una selección natural. Casi de un renacimiento, propiciado por las tareas y las pruebas precisas y por un determinado ambiente.

Hermann Buhl
Primer punto: Castidad en la palabra y en la expresión. La montaña enseña el silencio. Hay que perder la costumbre de las chácharas, de las palabras superfluas, de las efusiones exageradas e inútiles. La montaña simplifica e interioriza. Una señal, una alusión, son allí más elocuentes que cualquier discurso. Esto, naturalmente, en el grado máximo. Cuando se está empeñado en la escalada o en la travesía, se impone de forma natural el estilo militar, el laconismo de la advertencia, de la orden, de la sanción. Sin embargo, este estilo se extiende desde la fase del ascenso a la vida de montaña en su conjunto. Ciertamente, a veces en los refugios se producen recaídas en la algarabía y la inmoderación, especialmente entre los jóvenes de nuestro pueblo. Pero esto no tiene nada que ver con lo esencial. Posee, cuanto más, el valor de una compensación y raramente se produce entre los verdaderos alpinistas, entre el tipo más cualificado, para quienes la montaña es algo más que una aventura esporádica y una emoción pasajera.

El segundo punto, directamente relacionado con el precedente, es la disciplina interna, a saber, el control completo de los reflejos, el estilo de una acción precisa, lúcida, dirigida sin más al objetivo, la audacia, alejada de la temeridad y de la irreflexión, pero relacionada con un conocimiento de los límites y de las fuerzas, así como de los términos exactos del problema que debe ser resuelto. En relación con esto, también, el dominio de la imaginación, es decir, la facultad de neutralizar instantáneamente todas las agitaciones inútiles y peligrosas para el ánimo. Son, éstos, elementos de estilo que tienen rasgos en común con los ascéticos, pero que se aplican a la acción, constituyendo presupuestos básicos de cualquier empresa alpinista de cierto relieve. La concentración lúcida conforme al objetivo; he aquí otra cualidad que la práctica del montañismo despierta y estabiliza hasta el punto de transformarla en muchos casos en manera natural de ser, en una especie de habitus.

Heinrich Harrer
Aquel que en una travesía sobre una cresta de hielo piense en algo que no sea el siguiente paso que deberá dar con sus crampones o aquel que en una escalada, se deje dominar por la idea del peligro y permita que su imaginación vuele sobre el vacío del que está suspendido en vez de fijar su espíritu en la solución rápida y exacta de los problemas de peso, equilibrio y apoyo idóneo, ese hombre, una vez haya concluido la aventura, difícilmente volverá una segunda vez a la montaña. En cambio, volver a ella, afrontar y amar los mismos riesgos, dominar la técnica necesaria, significa dar una cierta forma al propio ser, forma que en muchos repercute también en el comportamiento general de cada día. Por otra parte, este realismo activo, este dominio lúcido, este estilo de un espíritu que tiene completamente sujetas el «alma» y toda reacción irracional es lo que caracteriza en general el estilo nórdico-ario y ario-romano. Ciertamente, otros deportes son susceptibles de propiciar parcialmente rasgos de estilo análogos. Pero la práctica del montañismo contiene una serie de elementos que conducen igualmente a su espiritualización, eliminando además el peligro de la mecanización propia de quien se ha reducido a un haz de reflejos bien controlados.

La práctica del montañismo, en tercer lugar, habitúa a una clase de acción que no se preocupa de los espectadores, a un heroísmo que huye de la retórica y de la gestualidad. De nuevo, es el propio ambiente el que propicia esta purificación de la acción, esta superación de toda vanidad, esta impersonalidad activa. Si un cierto tipo de hombre, «mediterráneo» se caracteriza por la necesidad de un público, por la tendencia a realizar cualquier acción, en cierto modo, con el espíritu de un actor, la práctica del montañismo constituye uno de los mejores antídotos contra el componente «mediterráneo» en este sentido que puede esconderse en alguna parte de nuestro espíritu. Aquel que practica el montañismo verdaderamente experimenta un gozo opuesto al del tipo que acabamos de definir: el gozo, especialmente, de estar solo, abandonado a sí mismo entre la inexorabilidad de las cosas: a solas con su acción y su contemplación. Que la mayor parte de las empresas alpinas se desarrollen normalmente en cordadas no contradice lo dicho porque no es un alpinista serio quien no ha comenzado, en cierta medida, a enfrentarse él solo la montaña. Y los compañeros de una cordada no son nunca un «público»: son elementos silenciosos que se reparten las tareas particulares de una acción común. Muy al contrario, cada uno sabe que en la cordada se le pide más que si estuviera solo, por las consecuencias que una imprudencia o una debilidad podrían acarrear a los demás.

Esto nos lleva por otra parte a considerar un cuarto elemento de estilo, que se refiere a una especial manera de ser y de actuar. En este contexto, camaradería es una expresión demasiado genérica. El vínculo que se crea aquí es más diferenciado y más personalizado. El elemento sentimental y afectivo ocupa una parte aún menor que en los casos genéricos de camaradería, aunque posee efectos de mayor intensidad. Podemos definirlo así: estar solos y estar simultáneamente juntos, relación lograda esencialmente mediante la acción. Guiar o conducir sirve como ejemplo: se trata de una indicación de los términos en los que hay que verificar una tarea, que debe siempre ser resuelta con las propias fuerzas. Tal vez sólo algunas formas de camaradería que se manifiestan en la guerra, en el combate, puedan propiciar, al igual que la práctica del montañismo, este mismo sentido especial de solidaridad activa que mantiene la distancia y que presupone una plena armonización de las fuerzas, una confianza que es medida precisa de las posibilidades de cada uno. Virilidad sin ostentaciones. Prontitud en la ayuda recíproca pero entre elementos que están en un mismo plano y sobre la base de un fin libremente elegido y concertadamente deseado.

Así este último elemento, con las debidas trasposiciones, hace recordar el tipo de comunidad que fue más característica en las antiguas razas arias y, en resumidas cuentas, del mismo hombre ario-romano. Tal forma de comunidad, a pesar de lo que ha sido escrito por algunos, fue absolutamente ajena a cualquier “socialismo”. Como elementos propios no tenía ni un ente colectivista, ni el átomo del individualismo, sino la personalidad. Por ley tenía la acción. Las relaciones entre los hombres se cimentaban en la confianza, en la lealtad y en la verdad, junto al supuesto de una igual dignidad de raza. Las subordinaciones, que no humillaban, existian por la precisa visión del conjunto y de lo que, en éste, le correspondía a cada uno.

Estos son los principales elementos que, mediante la selección propiciada por el ambiente y por la prueba de la acción, en aquellos que seriamente hacen la experiencia de la montaña vienen en primer lugar y, a decir verdad, con una significativa uniformidad, rectificando o neutralizanndo otras inclinaciones y cualidades que, contrariamente, en la vida trivial de las llanuras y de las grandes ciudades son fatalmente agravadas. De la nada, ciertamente, no se crea nada: de aquí que las presentes consideraciones no sean válidas para el hombre moderno completamente bastardizado y reducido a la condición de animal deportivo y laboral, aún cuando para el hombre en el cual el sentimiento de raza – raza, en sentido superior – signifiquen todavía alguna cosa y representen el principal punto de partida para una voluntad de liberación y resurgimiento. A este hombre, repetimos, el mundo de la alta montaña le va a hablar de una herencia primordial, para que pueda hacer emerger lentamente el sentido de aquella libertad más que humana, que no significa evasión, sino que es el principio de una fuerza pura y en el límite, en la concentración, en la acción precisa, en el completo y lúcido dominio de la parte irracional del ser humano y, en fin, en la prontitud en transformarse libremente en un elemento de una acción solidaria cuyo fín esta por encima de cada uno, y va a sentir su más perfecta expresión.

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