Mística de la ascensión. Más allá del esfuerzo físico que representa, ha sido a menudo metáfora de un proceso de conocimiento y transformación.
La ascensión de Francesco Petrarca al Mont Ventoux, en la Provenza, cerca de Aviñón, a mediados del siglo XIV, supuso para la cultura europea el ingreso en la modernidad del renacimiento y la superación de los siglos oscuros de la edad media. La montaña había sido el lugar, infranqueable, donde habitaban los terrores medievales: poblado por la presencia de toda clase de entes y figuras que atentaban contra la naturaleza de los hombres. La ascensión al Mont Ventoux no sólo supuso la desaparición del malditismo de la montaña, sino la certeza de que, en ella, el hombre adquiría un mayor conocimiento del mundo, de la naturaleza y de uno mismo: la imaginación, el deseo y el entendimiento, contemplando un amplio panorama, parecían activarse y extenderse más allá del horizonte. Para Petrarca, fue tan digna de consideración la ascensión al Mont Ventoux como la culminación de la montaña.
El esfuerzo de la subida, la dificultad de encontrar el camino, la necesidad de desembarazarse de lo que dificulta la ascensión y la voluntad de seguir ascendiendo, fueron consideradas por Petrarca como una disciplina ascética necesaria para acceder al alto grado de infinitud y belleza que se podía contemplar desde la cima. Los mitos y ritos ascensionales se actualizan con una rara frecuencia, sin embargo mantienen idénticas determinaciones: la renuncia, el cansancio, el sufrimiento, la errancia, son algunas de las condiciones necesarias para gozar de la cumbre, de la soledad, del silencio, de la pureza del aire, de la ampliación de la perspectiva, de la proximidad del cielo, libre de todas las ligaduras que someten en el llano.
La “Subida al Monte Carmelo” de san Juan de la Cruz es un ejercicio físico y espiritual que tiene la montaña y su ascensión como metáfora de la culminación de un proceso de conocimiento transcendental y transformador, puesto que cuando el caminante baja de la montaña, como le sucedió a Moisés después de descender del Sinaí, vuelve como otra persona que la que emprendió el camino; tal es el efecto de la ascensión y de lo que se percibe desde las alturas.
Thomas Burnet, obispo anglicano aquejado del mal británico del “spleen” o “manía viajera”, después de un largo periplo por el continente publicó “Theoria Sacra Telluris” (1681), y en el capítulo titulado “Demontibus” afirmaba que la montaña, como el océano, tenían “un no se qué de grande y de augusto por lo que la mente se excita con grandes sentimientos y grandes pensamientos, considerando con alegría que no es poca cosa nuestra mente que con voluntad contempla las cosas grandes”. Este libro despertó la curiosidad y el interés científico de las autoridades universitarias británicas, que consideraban que los estudios debían culminar en un viaje; impusieron el “Grand Tour” (de aquí el término “touriste”), que incluía un largo paseo por Suiza y los Alpes, para contemplar el infinito. Todos hicieron de turista, desde Horace Walpole, Thomas Gray y Lawrence Sterne hasta Byron, Coleridge, Wordsworth, sir Horace Nelson, John Ruskin, etcétera. incluso D. H. Lawrence y Virginia Wolf. Y todos dejaron constancia de su sublime experiencia alpina. La literatura romántica glorificó la montaña como lugar de liberación y de expiación: tuvo un modelo incuestionable con la novela de Jean-Jacques Rousseau “Julie ou Histoire de deux amants au pied des Alpes”, que, inspirada en el ejemplo de Petrarca, narra los amores sublimes que parece que únicamente puedan realizarse lejos de la ciudad y más allá de la nubes, aunque sea a expensas de la muerte de sus protagonistas. Las secuelas de esta novela fueron inconmensurables, incluido el “Werther”, aunque sus avatares no tengan lugar en la alta montaña.
De entre todas las publicaciones fue decisivo “Voyages dans les Alpes”, del naturalista ginebrino Horace Bénédict de Saussure, que describía con tanta meticulosidad la transformación del ánimo que se gozaba desde la altura que Kant no le olvidó cuando redactaba la “Analítica de lo sublime” de la “Crítica del juicio”. Sin embargo, a De Saussure se le conoce por introducir un deporte que con el tiempo haría las delicias de los más audaces, el alpinismo. A partir de este momento la montaña quedó como predio de pintores, poetas y deportistas.
Emily Brontë, Chateaubriand, Thomas Mann o Robert Walser reivindicarán las cualidades catárticas, sofronizadoras y terapéuticas de la montaña.
Los pintores Wilson, Constable, Turner, Friedrich, Blechen, Cole, Durand, Bierstadt, Hodler, Cézanne, etcétera, cargados con los bártulos de su oficio, subían las montañas para tomar apuntes para sus pinturas de paisaje, sublimes y pintorescos, y de este modo evitar a sus clientes el esfuerzo de ir a tomar vistas. Los poetas Coleridge, Wordsworth, Hölderlin, Verdaguer, Rilke, Guerau de Liost y Eliot encontraron en la montaña la metáfora perfecta para expresar sus altos ideales y la dificultad de realizarlos.
Hoy la montaña parece estar ocupada por políticos, deportistas y cortesanos.
Y las amenazas y peligros de la experiencia montañesa han perdido su caracter aventurero y arriesgado. Pero las montañas son incomensurables, indiferentes a su belleza, a sus borrascas y a los emblemas que concibe la imaginación.
A unos les queda el Canigó, a otros las Montañas Peladas.
Por Antoní Marí
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