CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

martes, 27 de marzo de 2012

- LA ESCALADA DE 1938, POR ANDERL HECKMAIR (PARTE SEGUNDA-CAPÍTULO VI DE VIII)

LA ESCALADA DE 1938
Por Anderl Heckmair



Lo primero que hizo Wiggerl fue volver a preparar café y estaba tan bueno que tuvo que hacer más. ¡Naturalmente, sólo con hielo y nieve, de los que teníamos mucho a mano! También incluyó un par de piedrecillas y un poco de fango que había por allí, pero esto no nos importó en absoluto. Entretanto, abrí yo la lata de sardinas en aceite porque, me dije, con café sólo no saciaremos nuestro apetito. Nadie pareció interesarse por la carne o el embutido. Tampoco nadie me quitó las sardinas de las manos. Así que como nadie las quería y me había costado tanto abrir la lata, me las comí a la fuerza.
Entretanto, había oscurecido del todo. Las luces de Grindelwald despedían destellos hacia arriba y nosotros nos sentimos sumamente a gusto en nuestro puesto aéreo. Al poco rato, nos metimos en nuestros sacos y cada cual intentó en la medida de lo posible, descabezar un sueñecito. Antes sin embargo una rápida mirada al altímetro. Señalaba 3.400 metros. Una buena altura para el primer y segundo día respectivamente. Cuando lo volví a guardar, escuchó el ruido de algo que resbalaba sobre la superficie de la roca y se perdía silenciosamente en el abismo.
¡Maldita sea! ¿Qué ha sido eso? ¿No puede haberse tratado del altímetro? No lo encuentro por ninguna parte. Discretamente, me informo de lo que realmente cuesta un aparato como ese. "Unos 150 R.M." opina Wiggerl secamente.
De la rabia que siento, no puedo dormirme y entonces, de repente, empezó a hacer un frío intensísimo que me hacía temblar literalmente. Suerte que estábamos bien atados, pues de lo contrario el temblor me habría hecho resbalar de la pared lisa. El tiempo parece como si se detuviese. Cuando pensaba que ya pronto empezaría a amanecer, resultó que sólo eran las 11 de la noche.
Así es el equilibrio natural: mientras escalamos durante el día, las horas pasan como si fuesen minutos y cuando vivaqueamos, los minutos vuelven a convertirse en horas. Justo en el momento en que empezaba a aburrirme soberanamente, empecé a sentir, de repente, un fuerte dolor de estómago. Al principio, no quise decir nada, pero empecé a sentir un calor y un frío y unos escalofríos tan extraños, que temí enfermar de verdad. Wiggerl se dio cuenta e inmediatamente se movilizaron todos. Fritz dijo: "Lo mejor será un té caliente" y encendió su hornillo. Pocos minutos después sorbía la caliente bebida. Nunca en mi vida me había sabido tan bien el té, ni me había sentado mejor que este. Después, dormitamos todos un poco. Así pasó nuestra primera noche y la segunda de nuestros camaradas.
A las 4 empezamos de nuevo a cocinar.
Esta vez Wiggerl hizo un magnífico puré de copos de avena. Y el café que le acompañaba nos supo todavía mejor.
A las 7 estábamos listos. Al recoger, volvió a aparecer de improviso el altímetro.

¡Nadie debería nunca enojarse porque con ello no se consigue nada y, además, a veces, uno lo hace en balde!
Los primeros pasos fueron un poco agarrotados, pero la simple visión de la chimenea que yo debía empezar a subir en ese preciso momento, me hizo entrar en calor. La cascada, que el día anterior se deslizaba por la superficie del lado izquierdo, había desaparecido. En su lugar, había algunas capas de hielo. Como la grieta de arriba se hallaba desprovista de hielo, no me puse los crampones. Por precaución intenté fijar un par de clavijas. Una de ellas se mantuvo firme. Esto era muy importante. De manera no demasiado elegante subí por ese voladizo.
- ¡Otro metro más y colocaré una clavija! "
Con la mano derecha me agarró a un asidero situado encima mío. Pero, casi antes de que pudiera llegar realmente a utilizarlo, se rompió y el fragmento que se desprendió, del tamaño de un melón, cayó sobre mi cabeza. En el mismo instante me golpeó también en los pies, con los que me agarraba de mala manera a la superficie helada. Antes de que pudiese darme cuenta de nada, me quedé colgado de la clavija que había clavado firme bajo el extraplomo. Se trataba de la primera caída. "¡Esto puede volver a repetirse!" pensé para mis adentros y volví a agarrarme. Pero ya no directamente sobre el voladizo, sino a un lado del hielo reluciente. Esto requiere una técnica muy dificultosa y exige un trabajo extremadamente esmerado, es decir, movimientos totalmente equilibrados para poder seguir sujeto a las pequeñas rugosidades de estas rocas heladas.
Todo fue perfectamente y penetré por la grieta mucho más arriba del lugar en que se me había desprendido el fragmento. A los pocos metros me hallaba de pie en una convexidad en forma de hondonada, completamente llena de hielo. Aquí me construí una presa y coloqué clavijas para el hielo para que me siguiesen los camaradas. Mientras tanto, me dediqué a escudriñar un poco el camino que venía a continuación y no lo vi nada claro. ¡De aquí en adelante podía decirse que casi todo era hielo! Esto por lo menos estaba claro. Pero se trataba de una pared de hielo completamente vertical que se elevaba en diagonal cara a la pared de la roca, formando así un cortado. Este cortado se hallaba protegido por el nevero existente más arriba.
Mientras Wiggerl aseguraba a Heini (Harrer) y Fritz, me puse los crampones. El último arrancó naturalmente todas las clavijas. No para dificultar el camino a eventuales seguidores, sino porque no sabíamos lo que nos esperaba más arriba y quizás volviésemos a necesitar nuestras clavijas. Entretanto había llegado el tercero, que aseguró al cuarto y Wiggerl se halló de nuevo disponible para asegurarme a mí. A cada metro que me acercaba al techo de hielo, se me hacía más incomprensible el imaginar como podríamos llegar a su parte superior. Finalmente, las dificultades me empujaron hasta el fondo, justo debajo del techo.
Ante mí, colgando del borde del techo en extraplomo, tenía una cortina formada por los más hermosos carámbanos. Pero yo no me hallaba en absoluto en situación de disfrutar de esa belleza de la naturaleza. Todo lo contrario, me hallaba desesperado porque no sabía qué hacer. Ante todo, colocar una segura clavija para el hielo justo debajo del techo. Con ello, me aseguraba la cuerda y yo pude romper algunos carámbanos con ayuda del piolet, después, naturalmente, de haber prevenido a los demás camaradas. Finalmente, pude alcanzar la punta de uno de los carámbanos rotos, mientras que, gracias a estar asegurado con la cuerda, me colocaba cada vez más lejos. En ese mismo instante – sobrecargada con mi presión y mi peso -, se rompió la condenada y caí rodando estrepitosamente hasta llegar de nuevo a la clavija de hielo.
"¡Es imposible, pero no existe nada más! ¿Deberemos capitular ante ese ridículo extraplomo?"
"¡Así es el Eiger! ¡Algo se debe poder hacer!"
Con verdadera rabia y la firme decisión de jugarme el todo por el todo, empecé de nuevo. Encima de mi clavija para hielo, había un carámbano del grosor de un brazo que volvía a incrustarse en el hielo, formando así un asa muy apropiada. A través suyo pasé una cuerda. Tal como hacemos con las rocas más extremadamente difíciles, me volví a deslizar hacia afuera, asegurado por la cuerda. Bajo el techo, con ayuda del hacha, cortó pequeños escalones en los que poder sostenerme por algún tiempo, y entonces conseguí, en un supremo y último esfuerzo, colocar una fuerte clavija para hielo directamente en el borde. De hecho, sólo entró la mitad, pero era suficiente. Un mosquetón quedó cerrado de golpe...,¡volví a asegurarme con la cuerda!
Con la parte superior del cuerpo, conseguí superar el borde. Ahora ya lo había logrado. Llevaba el hacha en la mano izquierda, con la derecha iba clavando el piolet -una flexión de brazos gimnástica - y con ayuda de los crampones me coloqué sobre el nevero.
"¡Aflojad cuerda!" Unos cuantos pasos apresurados y 5 metros más arriba me pude cortar un buen lugar en el hielo. Dos clavijas más como seguridad y ya estaba todo listo para que me siguiesen los camaradas. Este fue ciertamente el lugar de más dificultad de toda la pared. ¡Me sentí realmente satisfecho! ¡Pero no deseaba en absoluto aumentar mi satisfacción mediante acciones de este tipo!
El nevero que acabábamos de conquistar se hallaba igualmente reluciente y condenadamente escarpado. El hielo era tan duro que, a pesar de nuestros crampones de 12 puntas tuvimos que ir tallando escalones de vez en cuando. Ya nos acercábamos a su borde superior cuando, repentinamente sobre nosotros comenzó una terrible crepitación. Pensando en un alud, nos acurrucamos todos juntos. Cosa innecesaria. ¡Se trataba tan sólo de un avión!
Este nevero que desde abajo parecía tan minúsculo, medía en la realidad de 6 a 7 largos de cuerda. Nos costó casi dos horas vencerlo. Entonces llegamos a una franja quebradiza que conducía a los escalones de la pared que formaban el principio de la escalada para flanquear la "Araña". Ya el año anterior al estudiar la pared, mientras observábamos detenidamente con el telescopio todas las posibilidades de conquistarla, se nos habla aparecido este lugar extremadamente problemático. También los camaradas vieneses, independientemente, eran de la misma opinión.
Cuando los cuatro nos encontramos ya juntos en este lugar, se veía perfectamente bien, un muro de unos 20 metros, pero considerablemente escalonado y, en consecuencia, probablemente con facilidades para irse agarrando. Por esta razón, no pensé en quitarme ni la mochila ni los crampones. Únicamente até el piolet en la parte posterior de la mochila. Al instante, comprobamos que la escalada no era tan fácil como nos había parecido. Así que aquí también coloqué una clavija para asegurarme. ¡Pequeñas presas, una roca colgante!
¡El utilizar las puntas delanteras de los crampones para dar minúsculos pasos, constituyó una nueva "atracción"! Ninguno de nosotros había escalado nunca así y requería una fuerza inimaginable. Justo cuando mis brazos se estaban quedando insensibles a consecuencia del esfuerzo y yo no pensaba en un avión ni de lejos, escuchamos su ronroneo desvergonzadamente cerca nuestro.
Salvé apresuradamente los últimos metros y en la primera repisa de toda la pared -un saliente dé medio metro de ancho - pude asegurar a mis camaradas.
¡Eran ya las 3 del mediodía! ¿Cómo había pasado el tiempo? Ni rastro de hambre o cansancio. Todo lo contrario, nuestra fuerza aumentó de nuevo cuando, de improviso, oímos retumbar truenos y vimos que todo el cielo amenazaba tormenta.
¡Ahora ya no es posible retroceder! Cuando los cuatro estuvimos juntos, volvimos a separarnos en dos cordadas de dos, con el fin de no estorbarnos mutuamente. Yo quería llegar a la "Araña" a toda costa, antes de que cerrase la niebla para por lo menos, ver una vez las posteriores posibilidades de escalada. Agarrándonos con las manos a la roca y con los crampones al hielo, avanzamos con bastante rapidez. Al escalar directamente la "Araña" volvimos a encontrar de nuevo hielo totalmente liso y casi vertical durante unos pocos metros, pero esta vez únicamente tuvimos que atravesarlo.
Pocos minutos más tarde habíamos llegado a la "Araña".
- "Una clavija para hielo, ¡maldición! ¿dónde las he puesto?"
- "iWiggerl, alcánzamelas!"
- "¡Lo siento, las tiene Heini que era quien cerraba la marcha!"
Ya las habíamos utilizado todas y las recogía el que cerraba la marcha, que las volvía a sacar.
Así que decidimos esperar, hasta volver a estar todos reunidos, pero en ese instante cayeron algunas piedras silbando. Zumbaban con un tono como de aullido cerca de nuestros oídos. Pensamos: "¡Sólo con que alcancen a uno, todo se habrá acabado!" Así que nos encontramos francamente incómodos en nuestros lugares de espera.
"¡Es igual! Continuamos sencillamente sin clavijas para hielo y nos aseguramos con el piolet. ¡No podemos realmente caernos!"
El hielo ya no era tampoco tan duro y no exigía necesariamente escalones. Pero, de cualquier forma teníamos ahora ante nosotros 150 metros que debíamos subir de este modo. Después de cada largo de cuerda, tallábamos un hueco para que descansasen las articulaciones de los pies.
Así, en poco tiempo llegamos a la roca que conducía a la cumbre. Tampoco aquí había ningún hueco y únicamente pudimos cortar un par de muescas en el hielo. Para la última clavija de hielo, que todavía conservaba, encontré una grieta en la roca.
Resulta algo rarísimo, el clavar una clavija para hielo en la roca. Pero, cuando una entra, ¡entonces queda a prueba de bombas! Sin sospechar lo enormemente importante que nos iba a resultar esta clavija, la clavé profundamente en la roca con enérgicos golpes. Permanecer allí de pie o colgando no era ciertamente cómodo. A un lado, unos 20 metros por debajo nuestro se alzaba sobre el hielo una plataforma con un espacio totalmente liso, como si fuera una mesa.
- "Parece hecho para sentarse. ¿Tu que opinas, Wiggerl?"
- ¡De acuerdo, bajemos! ¡Pero la cuerda no llega!"
- "¡Bah, le desengancho el mosquetón y bajo también!"
Así conseguimos sentarnos magníficamente cual sobre un trono e inspeccionamos críticamente el estado del tiempo.
- ¡Esto no tiene buena pinta!"

Nuestros camaradas estaban justo atravesando la "Araña".
Lentamente fue oscureciendo por completo y empezó a caer aguanieve, al principio suavemente. Relampagueó y tronó un poco. Esto no nos asustó, pues habíamos soportado ya a menudo terribles tormentas en la montaña. Únicamente los silbantes y aullantes proyectiles de piedra, que cada vez con más frecuencia cuchicheaban junto a nuestros oídos en medio de la niebla, nos pusieron un poco nerviosos.
-"!Confiemos en que ninguna le dé a los camaradas de abajo!"
Este es el verdadero peligro objetivo de la montaña y el hombre se halla entregado a su buena suerte.
Fritz y Heini, que seguían nuestras huellas, estaban ya en medio de la "Araña". De repente, Wiggerl señaló hacia la canal de hielo directamente encima nuestro.
- "¡Ahí viene un alud!"
Un torrente de hielo en pequeños trozos silbó en el abismo, dividiéndose en nuestra roca y lanzándose hacia las profundidades. En un santiamén, el torrente creció transformándose en una terrible avalancha. Yo pegué un salto e hinqué el piolet en el hielo, oponiéndome de este modo contra la presión. Wiggerl, que no podía pegar un salto -pues ya no quedaba sitio para ello- se sentó en el mismo borde de la roca.
Carecíamos de auténtica seguridad. Con un puño me sujetaba al piolet, con el otro agarró a Wiggerl por el cogote. Con la completa seguridad de que nuestros camaradas austríacos habían sido barridos de la pared y de que nosotros correríamos la misma suerte de un momento a otro, lo único que yo quería era oponer resistencia durante el mayor periodo de tiempo posible. Mentalmente, nos veía ya cayendo en el vacío y recorriendo todo el camino que habíamos ido subiendo, primero por el brazo izquierdo de la "Araña", luego una caída libre de 300 metros sobre el segundo nevero y nueva caída libre en la canal donde yaceríamos destrozados.
¡Pero eso no había ocurrido todavía!
"¡Es increíble el tiempo que uno puede resistir esta enorme presión!" El puño desnudo, con el que me sujetaba al piolet, se me puso completamente blanco a consecuencia del frío. Me arriesgué a soltarlo un instante para ponerme rápidamente la manopla. Los granos de granizo y aguanieve iban formando una pared que me llegaba ya hasta las uñas. Todo lo demás que iba cayendo, se iba dividiendo en dos enormes chorros a izquierda y derecha nuestra. Fue una suerte que el nevero fuera tan escarpado y permitiese así un rápido desagüe.
De repente volvió a aclarar, la presión disminuyó, lo sentimos, pero apenas podíamos creer que hubiésemos salido con vida.
"¿Qué les habrá pasado a los otros?"
La niebla se fue aclarando, y entonces...
- "¡Wiggerl, siguen allí colgados!"
- "¡Cómo es posible, parece un milagro!"
Empezamos a gritar y nos contestaron realmente.
Nuestra alegría era indescriptible. ¡Qué profundo puede ser el sentimiento de camaradería! Sólo se descubre cuando uno ve vivos a los amigos que creía muertos.
- "¡Estoy herido!" gritó Fritz, "¡Echadnos la cuerda!"
En primer lugar tuvimos que volver a nuestra clavija. Aquí sobre la plataforma no podíamos soltarnos y prestar ayuda.
Seguía cayendo el diluvio de granos de granizo.
Yo deseaba arriesgarme y saltar hacia arriba pero Wiggerl no me lo permitió. Tuvimos que esperar bien unos lo minutos más, antes de poder volver a nuestra clavija. Sobre el hierro de la clavija y del mosquetón se habían formado agujas de hielo de varios centímetros de longitud.
"¿Cómo ha podido ocurrir?" Pero carecíamos de tiempo para reflexiones científicas. Volvimos a aseguramos, recogimos las cuerdas y, atados de nuevo, ya podíamos correr en auxilio de nuestros camaradas. Fritz tuvo que escalar todavía unos 10 metros para atrapar el cabo de la cuerda que había quedado a unos 60 metros de nosotros en el nevero. Finalmente pudo atárselo.
La certeza de que nos hallábamos de nuevo fuertemente atados todos juntos fue como una liberación. A partir de ese momento, permanecimos los cuatro encordados hasta la cumbre.
- "¿Dónde estás herido?"
- "¡Madre mía. Como tienes la mano!"
Toda la piel había desaparecido y parecía quizás en ese momento más terrible de lo que en realidad era. Sacamos rápidamente las vendas del pequeño botiquín para tapar la herida abierta.
¡Las 6 de la tarde!
- "¿Deberíamos vivaquear ya?"
El tiempo había vuelto a aclarar después de la tormenta. Pero, a pesar de todo, no presentaba buen aspecto. Habíamos visto una muestra de como hacían sentir sus efectos los aludes en este lugar donde hacen un ruido atronador, como si estuvieran dentro de un cráter. En caso de que el tiempo cambiase súbitamente, resultaría totalmente imposible pasar con vida en el corredor. Esto íbamos meditando. Y añadí: "¡Ahora está caliente, el hielo blando, es el mejor momento para continuar!"
Un corto consejo de guerra y el continuar fue cosa hecha. El corredor empezaba inmediatamente con una cornisa. Por su lado izquierdo descendí inmediatamente unos cuantos metros. Clavé el piolet en el hielo inclinado y pude así evitar una caída. Por el lado derecho, que en principio nos había parecido mucho más difícil, fue mucho mejor. El hielo se dejaba escalar bien con el piolet en la mano derecha y una fuerte clavija en la izquierda, al igual que horadar con las puntas de los crampones.
A pesar de ello, el subir así, sin escalones, resultó un trabajo increíblemente arriesgado y difícil. Por lo demás, no quedaba otra alternativa.
Tener mayor seguridad significaba desperdiciar todo el tiempo y a la mañana siguiente no habríamos conseguido todavía escaparnos de esta terrible canal de avalanchas. Siempre había tenido por principio asumir la responsabilidad del peligro subjetivo y eludir de este modo el peligro objetivo. Así lo hicimos también los cuatro esta vez. La canal se fue haciendo cada vez más y más empinado y estrechándose por momentos, a medida que íbamos ascendiendo por la roca. De vez en cuando se iba plegando de nuevo en forma de cornisas. Pero las fuimos conquistando una detrás de otra.
Heini gemía bajo la carga de su mochila cada vez más pesada. (Esto se debía a que, para seguir adelante con mayor seguridad, llegada la ocasión, habíamos descargado parte de la nuestra que habíamos entregado a los otros). Con evidente camaradería, Heini y Fritz nos habían cogido cuanto podían llevar. A esto había que añadir el peso de las clavijas que ambos se quedaban después de arrancadas. ¡Al final el último de la cordada iba cargado como un porteador! Realizó este enorme esfuerzo sin protestar ni una sola vez. Este trabajo en conjunto ayudó a conseguir la victoria.
No escuchamos ni un sólo sonido por parte de Fritz sobre su mano aunque tenía que hacerle un daño terrible. Ahora se trataba de encontrar un lugar en este sistema de canales y grietas, donde, en primer lugar, pudiésemos encontrarnos a salvo hasta cierto punto de las avalanchas. Después de haber vencido un saliente de hielo, encontramos en efecto una arista, protegida por una cornisa -a decir verdad escarpada y expuesta -como todas en la pared - pero, en todo caso protegida.
En un minúsculo agujero introduje hasta la cabeza una clavija especial para roca. Fijar otras clavijas constituía toda una muestra de habilidad, pues la estructura superior de la pared no es ya calcárea sino roca primitiva. Con mucha paciencia, introdujimos tantas clavijas como en suma necesitábamos para colgarnos nosotros y nuestras pertenencias. Todo aquello que no fue enganchado y que se nos escurrió de las manos, se perdió para siempre. Desgraciadamente, no pudimos sentarnos todos juntos. Unos tres metros más allá de la arista vimos otro sitio donde poder ponerse a cubierto y esquivar al menos un poco el escarpado hielo. Allí Fritz y Heini montaron un vivac como es debido. Entre nosotros tendimos una cuerda mediante la cual nos deslizábamos mutuamente los potes mediante mosquetones. El bueno de Wiggerl se había hecho cargo él sólito de la cocina. El infiernillo de alcohol de Fritz, dicho sea de paso, había encontrado hacía ya mucho el camino hacia el abismo.
Seguíamos sin sentir deseos de alimentos sólidos. ¡Sólo queríamos beber! Sobre todo café, del que disponíamos de enormes cantidades. La comida no se nos habría acabado ni en ocho días.
No albergábamos ningún tipo de pretensión con respecto al lugar en dónde debíamos vivaquear, pero esta arista era fastidiosamente estrecha y no pude conseguir encontrar una posición cómoda. En tumbarnos, naturalmente, no había ni que pensar. También la noche anterior habíamos permanecido sentados. Pero esta vez no conseguíamos ni tan siquiera sentarnos. La cuerda alrededor del pecho. Estaba bien colgado de la clavija pero no podía sacarme los crampones pues los necesitaba para agarrarme al hielo.
"¡Si por lo menos Wiggerl pudiera sentarse tranquilo!"
Pero él estaba cocinando con toda tranquilidad, un pote detrás de otro completamente imperturbable, contra lo cual nosotros "en principio", no teníamos nada que objetar. Tomó un trago, pasó el vaso inmediatamente y puso el siguiente sobre el hornillo de petróleo que, con su agradable sonido nos reconfortaba el ánimo.
Por lo demás, estábamos muy tranquilos. Sabíamos lo que nos quedaba todavía por delante y también que el tiempo empeoraría al día siguiente.
Únicamente Fritz se lamentaba: "¡Cuando vuelva a estar abajo, me encenderé un cigarrillo seco con una cerilla seca!" Lo que resultaba del todo comprensible, pues no estábamos a decir verdad empapados hasta los huesos pero sí ligeramente mojados.
Esto nos proporcionaba a nosotros un efecto especial pues lo cierto es que el algodón térmico estaba húmedo. El caso es que hoy lo habíamos llevado todo el día y el algodón rosa, que los reumáticos deben colocar como máximo durante dos horas en las zonas enfermas, hacía arder horriblemente nuestras rodillas y los dedos de los pies.
"Dejemos que ardan, así no se helarán", pensamos. Desgraciadamente esto constituyó una gran decepción.

Por fin acabó Wiggerl de cocinar y empezó a prepararse para pasar la noche, lo que todos nosotros habíamos hecho con verdadera desgana. Por lo demás, hacía mucho rato que era de noche y las 11 habían pasado ya. Fritz también se dejó los crampones puestos. Yo me habría quitado los míos con gusto, pero me eran indispensables para mantenerme apuntalado en el hielo. El propio Wiggerl, que se había hecho famoso por sus vivacs durante sus viajes por el Cáucaso, llegando incluso a ser llamado el Rey del Vivac, necesitó una hora completa para tenerlo todo listo. Por fin, nos tapamos los dos con los sacos y Wiggerl me dio su ancha espalda sobre la que pude apoyarme cómodamente. No pasó mucho tiempo antes de que empezasen a cerrárseme los ojos. Dormí profundamente...
Me despertó una fuerte ducha deslizándose por el saco de dormir, el resonar continuado de los truenos e inmediatamente un frío cortante que nos hizo empezar a tiritar a todos. Con gran asombro comprobé que ya era de día. ¡Eran las 5 de la madrugada! Había dormido realmente durante toda la noche y me sentía contentísimo por ello.
"Sigue durmiendo", me dijo Wiggerl volviéndose a girar en aquella posición que tan cómoda me era.
Entonces me di cuenta de que para él debía ser extremadamente incómoda. "Pero ¿tú has podido dormir bien?"
- "Naturalmente que no, pero al darme cuenta de que dormías a pierna suelta, ya no me he vuelto a mover pues tu debes ser el que se encuentre en mejores condiciones de todos nosotros. ¡Sigue durmiendo, Anderl, de todas formas ahora está nevando y no podemos emprender la marcha inmediatamente!"
Pero ya no me fue posible continuar haciéndolo, después de saber que mi reposo constituía un tormento para él. Además, ahora tenía demasiado frío y el tiempo me preocupaba en extremo.
Nevaba muy suavemente, sin ningún tipo de tormenta. Después de un intervalo de tiempo suficiente, cuando la nueva capa de nieve del nevero superior se fue haciendo demasiado pesada, empezó a arrastrarse cayendo en forma de avalancha. Pudimos observar con todo detalle el itinerario y las reglas que seguía la avalancha. Lo que nos hacía sentir más satisfechos era el haber conseguido llegar hasta esta altura el día anterior. Abajo, realmente, todo lo que se Iba cayendo desde lo alto de la pared, se amontonaba como un cráter. A nosotros, sin embargo, sólo nos cogió la avalancha de lado y en el lugar donde dormimos únicamente sopló el torbellino de polvo.
Wiggerl volvió a cumplir con su importante deber de cocinero y deshizo chocolate en tabletas en leche condensada. Un pote lleno para cada uno. Sabíamos que esta debía ser la última vez. La próxima deberíamos comer ya abajo. A pesar de ello, no tiramos las muchas provisiones todavía existentes. Para cocinar también nos quedaba aún lo suficiente. ¡Nunca se sabe...!
La necesidad de abandonar nuestro protegido lugar para adentrarnos en la tormenta era dura, pero tras corta reflexión la decisión no se hizo demasiado difícil. Es cierto que existía la posibilidad de esperar a que mejorase el tiempo, pero ¿cómo podíamos tener la completa seguridad de que el tiempo iba a mejorar realmente? A menudo hay que esperar días o incluso semanas y después, la pared tampoco se encuentra en condiciones viables. Estuvimos pues de acuerdo en que, si nuestro destino era caernos, era mejor que ocurriera luchando que estando inactivos. Hasta el presente, la Providencia nos había guiado perfectamente y, con toda seguridad, el Poder Supremo, en el que nosotros teníamos fe, nos seguiría guiando.
Así que nos pusimos en marcha tranquilos y seguros, después de guardar todas nuestras cosas y encordados los cuatro, para enfrentarnos con las últimas y más peligrosas horas en la pared. Inmediatamente, volvimos a encontrar un nuevo extraplomo cubierto de hielo que debíamos atravesar. Después venía una pared lateral que conducía a un pequeño couloir. Cuando llegué a él -lo que me debió costar aproximadamente media hora- miré hacia los camaradas que se encontraban abajo un poco más de lado. Permanecían en pie inmóviles, pegados a la pared como carámbanos de hielo, y era porque, justo en el instante en que estuvimos dispuestos a emprender la marcha, había empezado a nevar con mayor intensidad que al principio y, al comienzo incluso aguanieve (una pésima señal). La roca se hallaba totalmente recubierta de reluciente hielo, sobre el que se advertía la nieve recién caída. Maravilloso para contemplarlo pero espantoso para escalar.
Teníamos dos posibilidades para continuar: seguir por la canal que, por lo que habíamos observado, era el punto lateral más importante por el que bajaba la avalancha o decidirnos por una chimenea mucho más segura y poco profunda. Como Wiggerl se hallaba junto a mí, me decidí por esta última. Pero ¡ay! en los primeros metros necesité ya tres clavijas para roca y después no pude clavar ninguna más. Era demasiado pedir el escalar con tanta dificultad esta pared helada.
"Prefiero seguir por la canal. ¡Esperemos pues la próxima avalancha que, de todas formas, debe estar a punto de caer!"
Para alcanzar la canal debíamos descender, así que dejé una clavija y me descolgué por la cuerda.
Después volver a subir a un pequeño couloir y allí conseguiría una espléndida y segura posición frente a la canal. Pero la verdad es que todavía no había llegado a subir el couloir. Con la mano derecha podía agarrarme a un abrupto asidero, pero con la Izquierda no encontraba el más insignificante apoyo en el condenado hielo. Cuando quise ascender como quien lo hace con la mayor facilidad, me escurrí y quedé en pie dos metros más abajo sobre una pequeña placa de hielo donde conseguí agarrarme con ayuda de los crampones, como arraiga un árbol en tierra. Wlggerl, que me había asegurado muy eficazmente, se reía de mí manera insolente. Volví a agarrarme de inmediato y a resbalar, sólo que esta vez no conseguí quedarme de pie, sino colgando oscilante en la canal. Esta vez Wiggerl no sonrió irónicamente sino que me aseguró con fuerza. Me había golpeado la espalda pero, durante los años de aprendizaje ya me había acostumbrado a dolores mayores. Pese a todo, me sentí minúsculo y modesto, rodeé el couloir y comprobé que por el otro lado era muy fácil. Apenas había golpeado la helada punta con el piolet y conseguido así una buena posición cuando la avalancha se precipitó restregando la pared cual compacto velo de niebla. Todos nos encontrábamos de pie, a cubierto y asegurados, nos zumbaron un poco los oídos pero nada podía ocurrirnos. Cuando, al poco rato, dejaron de pasar los últimos restos, escalé por la canal, por el que apenas cinco minutos antes bajaba la avalancha.
"¡Ahora aguantará así una hora! Para entonces debo haber alcanzado la escarpada, casi vertical prolongación de la canal. ¡Dejémonos de titubeos!"
El hielo estaba mucho más duro que la noche anterior. Se requería muchísima más fuerza para subir escalones, únicamente con las dos puntas delanteras. Pero en modo alguno habría sido posible actuar en estas condiciones de manera diferente. Después de cerca de 10 metros, la canal se inclinaba un poco, lo que me permitió tallarme un puesto con el piolet. Desde aquí pude ya observar que la canal conducía a alguna parte. Por eso entoné para mis amigos (en eso nos habíamos convertido en el transcurso de aquellas noches) un alegre jodler. Wiggerl el oso (así llamado por su fuerza) volvió pronto a encontrarse en pie junto a mí. Ahora volvía a empezar, pero esta vez el blanco chorro aparecía primero en la parte derecha de la pared. En tres o cuatro minutos se nos echaría encima la avalancha. Pero por el momento permanecíamos de pie en la canal, donde inevitablemente iba a pescarnos, aunque sólo fuera de refilón. Con rapidez y para mayor seguridad colocamos una segunda clavija en el hielo.
¡Aquí estaba ya! La presión no nos arrancó con todo de nuestros puestos, sino que apretó todavía más las puntas de nuestros crampones en el hielo. Unicamente debíamos preocuparnos de que no se formase ningún cono de nieve entre nosotros y el hielo de la canal, pues podría empujamos para afuera. No caían piedras pues nos encontrábamos ya demasiado altos y la nieve era extremadamente fina. Por ello carecía de un ímpetu exagerado. Pronto volvimos a sentimos arrogantes y nos alegramos de que así ocurriese.
- "¡Hemos vuelto a conseguirlo!"
Nos sacudimos como los perros cuando se mojan y mientras Wiggerl, Fritz y Heini se aseguraban me adelantó yo un largo de cuerda. Aquí, la canal, que por el momento no había vuelto a ser demasiado empinado, volvía a levantarse.
- "¡Cuidado, Wiggerl, vuelve a ponerse difícil!"

Seguía nevando ininterrumpidamente, pero ello no nos molestaba. Únicamente cuando los copos se fueron haciendo más grandes, nos dimos cuenta de que la temperatura había subido, lo que significaba que la avalancha tardaría un poco más en llegar, pero que lo haría con mayor violencia.
Ahora caía nieve mojada y pesada. Y había pasado ya mucho rato desde la última avalancha. Por ello se imponía subir rápidamente al extraplomo. ¡Maldición, el hielo no era ya tan grueso! ¡Las clavijas ya no se aguantaban! Después del segundo golpe cayeron al vacío o quedaron torcidas en la roca. En el extraplomo únicamente podía caminar superponiendo los crampones porque el hielo antiguo constituía únicamente una estrecha faja y el nuevo estaba demasiado duro y liso y la capa que recubría la roca era demasiado delgada. El extremo de la clavija para hielo que sostenía en mi mano penetró muy poco y lo mismo ocurrió con la punta del piolet. De pronto, se me escurrió la clavija y lo mismo ocurrió con el piolet. Ya no disponía de ningún punto de apoyo.
"¡Cuidado Wiggerl!" Y ya subía.
Wiggerl estaba allí. Llevaba consigo la mayor cantidad de cuerda posible. Fui directamente hacia él, así que soltó la cuerda y me agarró con las manos. Al hacerlo, una de mis clavijas le atravesó la mano. El ímpetu fue tan grande que también él perdió el equilibrio. En menos de una décima de segundo volvió a agarrar mí cuerda. Esto me proporcionó una sacudida y pude mantenerme en pie. Bien es cierto que sin escalones pero seguro, con las 12 clavijas fijas en el hielo y Wiggerl junto a mí. Un paso y habíamos recuperado nuestros anteriores posiciones. La clavija, naturalmente se había caído.
Inmediatamente, volvía clavar otras. Entretanto, Wiggerl se había arrancado la manopla de la mano. Le brotaba la sangre pero era muy oscura, así que no se podía tratar de ninguna arteria. Una mirada a la pared: "¡No, gracias a Dios, ahora mismo no se aproxima ninguna avalancha!". Fuera mochila, a sacar la caja de vendajes y proceder a colocarlos.
- "¿Te encuentras mal?" Se estaba quedando completamente verde.
- "No lo sé", contestó.
Así que me coloqué corriendo de manera que, en ningún caso, pudiera caerse.
- ¡Animo que ahora nos lo jugamos todo! "
Entonces, del contenido del botiquín, fue a parar a mis manos un frasquito de gotas para el corazón, que la solicita doctora de Grindelwald me había dado por si acaso. Decía algo de 10 gotas... Pero yo vertí inmediatamente la mitad en la boca de Wiggerl. La otra mitad la apuré yo. Después un poco de glucosa y ¡ya estábamos otra vez restablecidos! De la avalancha, ni rastro todavía.
- "¡Eh, voy a volver a abordar la pared!"
- "Pero, por favor, no vuelvas a caerte otra vez encima mío", dijo Wiggerl con voz muy débil y riendo suavemente.
Hago un gran esfuerzo y ataco con toda seguridad la difícil meta. No clavo ninguna clavija. Debo hacer casi 30 metros -toda la cuerda - antes de poder colocar por lo menos una de las clavijas pequeñas para roca. Ya se nos echa encima la avalancha. Una gracia especial la había contenido durante tanto tiempo. Pero ahora irrumpía con verdadero ímpetu. A mi ya no me podía alcanzar pues había dejado la canal a un lado. Pero a Fritz y Heini les cogió de lleno. Tampoco Wiggerl podía lamentarse pues la verdad es que le pasó de refilón. Los otros se protegieron colocándose la mochila sobre la cabeza y confiando por lo demás en las inseguras clavijas para hielo. Yo observaba la intensidad de la avalancha y cuando me parecía que se aproximaba más compacta, gritaba: "¡Ahora, ahora... resistid!... ¡Ahora viene muy espesa!"
En ese momento recibí yo también, golpeando la pared con la cabeza. Unos instantes y ya me he recuperado. Sobre los camaradas sigue cayendo ininterrumpidamente. Esta vez, la avalancha parece no tener fin.
Se debía a la nieve húmeda y la larga pausa.
"¡Ahora ya aligera... no... cuidado!... ¡Cuidado!!". Entonces, cayó la traca final. Aquí también yo volví a recibir un poco.
"¡Ya no durará mucho, resistid, resistid... resistid!"
Por fin, después de un tiempo que a nosotros se nos hizo interminable, cesó.
Wiggerl subió hasta mí, los otros también avanzaron y yo pude seguir adelante. ¡Ay, mi tobillo! En la caída se me había torcido. Roto no podía estar, pues me habría dado cuenta antes. ¡Lo demás no importa, aunque duela!
La canal se iba haciendo más llana. Pero las posibilidades de encontrar sitios para asegurarse eran cada vez menores. Arriba debía estar ya el final. Provenientes de la cresta occidental, escuchamos gritos inteligibles.
"No contestéis", nos dirigimos los unos a los otros. Comprendimos de inmediato que había alguien allí que quería prestarnos su ayuda y cualquier sonido por nuestra parte habría producido un malentendido.
Ya estábamos muy familiarizados con este tipo de cosas. Primero se presenta un individuo, te sigue con la vista y, en cuanto escucha algo, se pone en marcha todo el equipo de salvamento. A causa de las gigantescas dimensiones de esta montaña, le habría costado horas volver a bajar y subir otra vez con el equipo de salvamento.
De momento salimos adelante solos. Cierto que cada uno de nosotros estaba herido, pero todavía no nos sentíamos incapaces de seguir luchando.
La verdad es que nos alegró esta señal de que alguien se preocupaba de nosotros (no sabíamos que medio mundo estaba pegado a la radio y que se transmitía cuanto podía verse). Como montañeros, respetamos el trabajo y el esfuerzo de un guía de montaña suizo que, pese a tal tormenta, subía y estaba dispuesto a prestarnos su ayuda.
Poco después habíamos alcanzado el final de la canal. Eran las 12 del mediodía. Para cuando el último de nosotros estuvo fuera era ya la 1. No permanecimos mucho rato allí. Un empinado nevero, para el que necesitábamos nuestras últimas clavijas, seguía hacia arriba. Seguía nevando constante y plácidamente y los copos se iban haciendo cada vez más gruesos. Las avalanchas golpeaban ahora ininterrumpidamente la pared allá abajo. Pero a nosotros ya no nos podían hacer nada.
Cuanto más alto subíamos más fuerte se hacía la tormenta. Hacía rato que no nos podíamos hacer entender más allá de un largo de cuerda. Toda la ropa con la que nos habíamos recubierto se nos heló hasta tal punto que únicamente conseguíamos movernos a base de sacudidas. Las correas de los crampones empezaron a cortarse y los pies a quedar insensibles.
Pero hemos salido de la pared y ahora lo vamos a conseguir suceda lo que suceda. Únicamente depende de nosotros. ¡Hemos vencido los peligros de la montaña y la tormenta ya no puede matarnos!
De todas formas la cosa no era fácil y estuvimos a punto de despeñarnos por la cornisa de nieve de la cresta.,
La cresta es, en su parte superior, casi horizontal. Pero, inmerso en la lúgubre niebla, me dio la impresión de que seguía siendo empinada. Atacamos la pendiente de nieve, que a causa del viento se hallaba relucientemente lisa, en línea serpenteada. Tan sólo giraba un poco y al siguiente paso me encontraba fuera de la cornisa de nieve. Y a Wiggerl le ocurría lo mismo unos metros detrás mío.
De repente aulló: "¡Alto! ¡Vuelve! ¡Allí abajo hay rocas!" Los perfiles de las rocas brillaban muy débilmente, bastante escarpadas, debajo nuestro, pero en el lado sur de la montaña.
¡Muy mala sombra habríamos tenido si hubiésemos logrado superar el lado norte para despeñarnos por el sur por no haber visto la cumbre!
A las 3'30 conquistamos la cumbre.
La verdad es que nos habíamos imaginado que la alegría de permanecer en pie por fin sobre la cumbre iba a ser mucho mayor. Nos habíamos propuesto colocarnos cabeza abajo y dar volteretas. Pero ahora ninguno estaba de humor para eso. La tormenta nos lo había arrebatado. Nos dimos la mano, nos frotamos el hielo de las cejas para poder ver un poco e, inmediatamente, comenzamos el descenso por el lado oeste, al encuentro directo con la tormenta. Fritz y Heini conocían el camino. Sólo unos días antes habían subido a través de la cresta de Mittellegi y descendido por el lado oeste.
Únicamente al descender, nos percatamos de la cantidad de nieve nueva que había caído en el curso del día. A causa de la escasa inclinación del ala oeste del Eiger, se mantenía allí la nieve y había alcanzado una profundidad de 40 centímetros. Pero no era en absoluto una agradable nieve virgen, como la que nosotros disfrutamos en invierno, sino que se trataba de una masa pesada, con la consistencia de una papilla, que descansaba sobre la helada superficie de la roca. Muchas veces rodamos por ella. Pero los cuatro conseguíamos siempre pararnos inmediatamente gracias a nuestros crampones que seguíamos llevando puestos.
Ahora que la tensión de un peligro inmediato había desaparecido, el cansancio hacía que los huesos nos pesasen como si fueran de plomo. Aparentemente, yo era el que me encontraba peor de todos, pues únicamente con esfuerzo y apuros podía seguir a los otros. Además, se me rompió la goma de los cubrepantalones y estos empezaron a resbalarme arrastrando consigo los pantalones y los calzones. Yo quería dejar que resbalasen pero después de caer sentado un par de veces en la nieve y sentir que la humedad y el frío se iban apoderando de mí, comencé la batalla contra los pantalones que casi me costó los exiguos restos de fuerza que me quedaban.
¡Sólo bajar! Con cada metro que descendíamos debía amainar la tormenta y decrecer la nieve. A causa de la completa falta de visibilidad y la impenetrabilidad de la niebla, habíamos ido a parar demasiado a la izquierda en nuestro descenso. Fue una suerte, el que Fritz y Heini hubieran recorrido ya esta ruta, por supuesto con buen tiempo. Ello constituía nuestra única posibilidad de escapar a un tercer y cuarto respectivamente vivac. En nuestra actual situación, un nuevo vivac habría sido terrible y todos estábamos heridos.
A punto estuvimos de volver a vivaquear, cuando averiguamos que nos habíamos desviado del camino. Cuando la niebla aclaró un instante, pudimos ver donde se encontraba la cresta occidental y cercionarnos de que debíamos volver a subir 200 metros, para atravesar una garganta que nos separaba de la misma. Esta fue ciertamente la parte más penosa. Yo me negué por completo y hubiese preferido bajar por el extraplomo, pero mis amigos, a pesar de mis protestas, me volvieron a estirar de la cuerda todo el trozo que yo ya había bajado.
Ya habíamos descendido 1.000 metros. En el límite de los 3.000 metros, la tormenta había dejado de ser tan virulenta como en los 4.000. Ya no estábamos helados, pero sí completamente empapados hasta los huesos. Ahora teníamos la certeza de que bajábamos. Pero nos preguntábamos si nos darían habitación en un hotel sin llevar dinero y si nos proporcionarían ropa seca.

Con la mayor seriedad, decidimos que no descenderíamos únicamente hasta las tiendas, sino que queríamos una habitación en un hotel en Scheidegg. Habíamos olvidado totalmente que nos habían estado observando y que había gente que conocía nuestra acción y se habían inquietado por nosotros. Por eso quedamos totalmente estupefactos cuando, al cabo de una hora, salimos de la niebla y vimos el hotel 200 metros más abajo y, delante de él, una masa de pequeños puntos en movimiento.
La primera persona con la que topamos fue un dominguero en solitario. Se nos quedó mirando boquiabierto, como si hubiéramos caído de la luna. Uno de nosotros le preguntó: "¿Qué pasa allí abajo?"
- "Es el servicio de salvamento en montaña. ¿Han estado en la pared norte?"
De repente comprendimos que todo iba por nosotros y lenta, muy lentamente, volvió a brotar en nosotros la alegría de volver a vivir. Lo de abajo cada vez parecía más un hormiguero, la gente iba subiendo por la montaña como hormigas y los primeros se encontraban ya a 50 metros de nosotros. Vacilantes todavía al principio, olvidando después poco a poco nuestro cansancio, saltamos al encuentro de nuestros amigos. Nos abrazaron al son de alaridos indios y se pusieron a bailar de alegría. Nosotros también bailamos con ellos, sin experimentar ya el menor síntoma de cansancio que, poco antes, había convertido cada paso en un suplicio.
En vez del supuesto servicio de salvamento, se encontraban allí nuestros compañeros y amigos del Ordensburg Sonthofen, que habían seguido ansiosos todos los comunicados y que, a la primera señal del brusco cambio del tiempo, habían saltado a los coches preparados al efecto y traído todo lo necesario para un eventual rescate. Llegaron a Scheidegg justo a tiempo de correr a nuestro encuentro.
Ahora estábamos a salvo, pero todavía no éramos conscientes de la importancia de nuestra victoria. Sólo sabíamos una cosa: lo hemos demostrado. El Führer tenía razón al decir que la palabra "imposible" sirve únicamente a los cobardes.


- CAPÍTULO I

- CAPÍTULO II

- CAPÍTULO III

- CAPÍTULO IV

- CAPÍTULO V

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